
El 2 de noviembre es uno de los días más significativos del calendario mexicano. Dentro de la celebración del Día de Muertos, esta fecha está dedicada a honrar a los adultos fallecidos, conocidos también como fieles difuntos.
De acuerdo con la tradición católica y con costumbres de origen prehispánico, se cree que en esta jornada las almas de quienes murieron en edad adulta regresan al mundo de los vivos para convivir unos momentos con sus familias, alimentarse del aroma de los altares y ser recordadas.
Del 1 al 2 de noviembre: ¿qué cambia?
Aunque la celebración inicia desde el 28 de octubre, el calendario ritual distingue días específicos para cada tipo de alma:
28 de octubre: llegan las almas de quienes murieron de forma trágica.
30 y 31 de octubre: se recuerda a los niños no bautizados.
1 de noviembre: Día de Todos los Santos, dedicado a los niños difuntos o “angelitos”.
2 de noviembre: Día de los Muertos o de los adultos fallecidos.
Esta división proviene del sincretismo entre las creencias indígenas como las fiestas mexicas dedicadas a Miccailhuitontli (niños muertos) y Hueymiccailhuitl (muertos adultos) y las celebraciones católicas traídas por los españoles.
Una tradición que une mundos: origen prehispánico y fe católica
Para diversas culturas originarias, como los mexicas o los pueblos mixtecos y zapotecos, la muerte formaba parte del ciclo natural de la vida. Al morir, el alma emprendía un viaje al Mictlán, pero los vivos mantenían su recuerdo con ofrendas, comida y rituales agrícolas.
Con la llegada del cristianismo, estas costumbres no desaparecieron: se integraron a la celebración de la Iglesia para Todos los Santos y los Fieles Difuntos, dando origen a la festividad mestiza que hoy conocemos.
Esta armonía cultural llevó a que la UNESCO declarara en 2003 al Día de Muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
La ofrenda: el puente entre vivos y muertos
El altar de muertos es el elemento central del 2 de noviembre. Simboliza el reencuentro y está lleno de significados:
Veladoras y cirios: guían a las almas en su camino de regreso.
Incienso o copal: purifica y limpia el espacio.
Agua: calma la sed de las almas tras su largo viaje.
Sal: protege el espíritu y evita que se corrompa.
Flor de cempasúchil: su aroma y color marcan el camino; se colocan pétalos desde la entrada hasta el altar o el panteón.
Pan de muerto: representa el ciclo de la vida y la muerte.
Frutas y platillos tradicionales: mandarina, caña, guayaba, mole, café o los platillos que más disfrutaba el difunto.
Calaveritas de azúcar o chocolate: sustituyen los cráneos reales que se colocaban en épocas antiguas.
Papel picado: simboliza el viento y el gozo de recibir a quienes regresan.
Fotografías: son el corazón del altar; sin ellas, el difunto no puede “reconocer” que es bienvenido.
Ir al panteón: una visita que ilumina tumbas y recuerdos
El 2 de noviembre también es día de visita a los cementerios. Las familias limpian las tumbas, colocan flores, velas y, en lugares tradicionales como Mixquic (CDMX), Janitzio y Pátzcuaro (Michoacán), Oaxaca o Cuetzalan (Puebla), se realizan vigilias que permanecen hasta la madrugada. En Mixquic, por ejemplo, se celebra “La Alumbrada”, donde miles de velas iluminan el camposanto.
Celebrar la vida a través de la muerte
Lejos de ser una tradición lúgubre, el Día de Muertos celebra la memoria. Para la cosmovisión mexicana, la muerte no es ausencia, sino presencia viva a través del recuerdo. Por eso, llorar no es lo habitual este día: se recibe a los difuntos con comida, música y afecto, como si regresaran a casa una vez al año.
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Cortesía de El Economista
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