Un comentario recurrente esta semana en al G20 de Río de Janeiro, entre diversos diplomáticos latinoamericanos, fue sobre cómo funcionará el segundo gobierno de Donald Trump. Una duda elemental para entender hasta qué punto su administración podrá aterrizar las ideas del magnate que demandan una enorme coordinación. El mejor ejemplo es el de las deportaciones masivas. En Palacio Nacional, de momento, sigue firme la tesis de el Estado no le va a poder cumplir a Trump con una tarea que es titánica.
A esas cuestiones se suman las tensiones políticas y personales que fueron la marca del primer gobierno del republicano. De esa experiencia sobrevive poca gente en el staff que por estos días se encuentra en formación. Brian Nichols, segundo de Antony Blinken, lo deslizó en un encuentro para pocos en Río: “Jared Kushner e Ivanka Trump ya no van a entrar al Salón Oval sin anunciarse”. Nota ineludible para el cálculo del oficialismo mexicano, desde se espera que Kushner acepte la embajada en CDMX.
En ese orden de posibles conflictos aparece la situación entre Trump y su futuro jefe de la diplomacia, el senador Marco Rubio. Actor ineludible de la política de Estados Unidos hacia la región, Rubio es una punta de lanza en el Capitolio contra Cuba y Venezuela, comprometido con restaurar la democracia en ambos países.
Pero esa sintonía no alcanzaría el primer círculo del presidente electo. Esta semana The Washington Post informó que existen negociaciones entre el entorno de Trump y Nicolás Maduro para hacer acuerdos en el orden migratorio y que Venezuela reciba a los deportados por Trump.
No solo eso. El pasado lunes por la tarde, cuando la amenaza nuclear escaló y motivó reuniones de urgencia en el Museo de Arte Moderno de Río, allí se habló mucho del tipo de paz que Trump pretende en Ucrania y que una parte de los acuerdos necesarios pasan por Venezuela, donde Vladimir Putin es un factor de peso, especialmente entre algunos altos oficiales del Ejército y de la inteligencia de Maduro. Desde ya no son entendimientos para que Maduro abandone el poder, como anhela el senador Rubio.
Enigma ineludible: ¿Será por el tenor de esas conversaciones que Blinken esta semana decidió reconocer a Edmundo González como presidente electo de Venezuela? Más allá de que tardó meses en tener el gesto para con González, Caracas vendría a ser un terreno similar a la guerra en Europa, donde los demócratas marcan su contrapunto con Trump hasta el final. La administración de Joe Biden tensiona al máximo los frentes que Trump busca apaciguar.
Otro detalle por considerar: Susie Wiles, próxima jefa de gabinete de Trump, asesoró durante años al magnate venezolano Raúl Gorrín, allegado al Palacio de Miraflores, dueño de Globovisión y acusado en Estados Unidos con cargos de supuestos sobornos y lavados de activos. Wiles colaboró con Gorrín cuando trabajaba en una de las principales firmas de cabildeo de Florida.
Por cierto: ¿Cuánto habrá de verdad en el rumor que circula en los tribunales del distrito sur de la Florida de que existe un nexo entre Gorrín y el caso del exembajador estadounidense Manuel Rocha, condenado el pasado marzo de ser un supuesto espía cubano infiltrado en el Departamento de Estado? El fiscal general Merrick Garland dijo que era uno de los casos de espionaje más importantes de la historia de su país. Pero la pena fue de 15 años de prisión.
Misterios de la clandestinidad, de ese mundo que Trump aborrece pero que conecta puntos distantes y con derivaciones en Caracas, como sería el caso de Elliot Abrams, alto asesor de su primer gobierno para todo lo referido al chavismo y que ahora fungiría como asesor de PDVSA en sus acuerdos con Chevron, petrolera que en abril de este año le organizó una cena de recaudación de fondos a Trump en Mar-A-Lago. El camino a transitar por el senador Rubio está plagado de espinas.
Cortesía de La Política Online
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