El título de esta nota puede inducir a creer que el objeto de estas breves líneas será recordar las numerosas aventuras militares del imperialismo norteamericano en Nuestra América, sobre todo en Centroamérica y el Caribe, “la tercera frontera imperial” como felizmente la definiera el profesor y ex presidente de la República Dominicana Juan Bosch. Pero no: nuestro propósito es examinar las guerras actuales del imperialismo, las que al día de hoy se libran en contra de Cuba y Venezuela. Pese a que la Cumbre de la CELAC 2014 declaró a Nuestra América como Zona de Paz, lo cierto es que los países arriba nombrados son víctimas de una guerra no declarada pero no por ello menos perjudicial. Los cambios en “el arte de la guerra” a lo largo de las últimas décadas han tenido como una de sus consecuencias invisibilizar el enorme daño que hoy se puede infligir a las poblaciones agredidas y ocultar, al menos parcialmente, la responsabilidad criminal que le cabe al país agresor. En los casos que nos ocupan, Estados Unidos es quien sin mediar una declaración formal de guerra, que requeriría una ley del Congreso de ese país, lleva más de sesenta años haciéndole la guerra a Cuba, con total impunidad, y diez años a Venezuela.
El caso venezolano se distingue del cubano porque existe una Orden Ejecutiva firmada el 9 de marzo del 2015 por el entonces presidente Barack Obama mediante la cual se declaraba la “emergencia nacional” ante la “amenaza inusual y extraordinaria que la situación de Venezuela suponía para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos.” Es difícil al re-leer estas líneas no pensar en la soberana ridiculez de dicha Orden Ejecutiva. ¡La “seguridad nacional” de la mayor potencia militar y financiera del planeta amenazada por la Venezuela bolivariana! El pretexto, porque para todo el imperio tiene un pretexto, fue sancionar a siete funcionarios de los organismos de seguridad del estado venezolano que habían participado en el combate a las sangrientas “guarimbas” que asolaron al país entre febrero y mayo del 2014 y a los cuales se les acusaba de haber incurrido en prácticas violatorias de los derechos humanos.
En el caso cubano las medidas coercitivas unilaterales comenzaron poco después del triunfo de la Revolución cuando el presidente Dwight Eisenhower en enero de 1960 prohibió la exportación de todo producto a Cuba (excepto alimentos y medicinas) y redujo la cuota de azúcar que la isla exportaba a Estados Unidos, afectando seriamente la economía cubana. En marzo de ese año había autorizado a la CIA que organizara, entrenara y equipase a emigrados cubanos y otros mercenarios para organizar una invasión a Cuba con el objeto de derrocar a Castro, cosa que infructuosamente se intentó en Abril de 1961 en Playa Girón. Pocos meses antes, el 3 de enero de 1961, Eisenhower había roto las relaciones diplomáticas con Cuba. La perversa progresión del bloqueo en contra de Cuba es harto conocida tanto como los efectos devastadores sobre la vida económica, social y política de la isla. No existe ninguna experiencia en la historia universal, repito: en la historia universal, de un país o región que hubiese estado sometida por una gran potencia dominante a una agresión económica, comercial, financiera, diplomática, cultural, mediática, deportiva y migratoria como la que Cuba, con una dignidad y heroísmo ejemplares, viene resistiendo desde hace 65 años. Los problemas de la economía cubana son incomprensibles al margen de las devastadoras consecuencias de una guerra que se extiende por tantas décadas
Con la aceleración del curso declinante del imperio americano y ante su creciente pérdida de influencia en Asia, cada vez más girando en torno a los dos gigantes regionales: China y la India; con su tenue presencia en el continente africano; el debilitamiento irreversible de los países europeos, reducidos a la condición de dóciles sirvientes del amo imperial y sin gravitación siquiera en su entorno geopolítico inmediato como Oriente Medio a lo cual hay que añadir el inesperado renacimiento de Rusia como actor global, Washington reorganiza las prioridades de su agenda de política exterior y vuelve sus ojos hacia Latinoamérica y el Caribe, esa “retaguardia estratégica” del imperio como la denominaran Fidel y el Che. En efecto, nuestra región es un fenomenal emporio de recursos naturales como lo definiera un venezolano ilustre y gran secretario general de la UNASUR, Alí Rodríguez Araque. Y ante el cambio en la correlación mundial de fuerzas, en detrimento de Estados Unidos, Donald Trump alentado por sus halcones -entre ellos el fiel lobista del sionismo, Marco Rubio- ordena a su flota de mar patrullar el Caribe meridional, acosar a pescadores venezolanos en sus aguas territoriales, agredirlos e intimidarlos y, según confesión propia, en un par de casos asesinarlos fríamente luego de acusarlos, sin aportar prueba alguna, de ser narcotraficantes. Estas supuestas narcolanchas pretendían lograr una verdadera proeza náutica en un mar protegido por unas cuarenta bases militares estadounidenses amén de una decena de navíos de guerra que se hallaban patrullando la región, pese a lo cual desafiantemente se dirigían con sus pequeñas embarcaciones supuestamente cargadas de cocaína y fentanilo con destino en las costas estadounidenses. La mentira es tan flagrante que la única conclusión posible es que en su desesperación Trump apela a cualquier expediente, mintiendo sin escrúpulos e inclusive ejecutando a sangre fría a pescadores de atún en abierta violación de la legalidad de su país que exige la detención de los supuestos delincuentes para ser llevados a juicio y la incautación de su cargamento para confirmar su naturaleza.
Se trata, entonces, de actos de agresión militar en una guerra no declarada, pero guerra al fin. Actos que se inscriben en una larga lista de agresiones no militares pero letales que Venezuela ha sufrido en esta larga guerra que comienza con la infame Orden Ejecutiva de Obama del 2015. Si el objetivo de una guerra convencional es destruir mediante el empleo de la fuerza las instalaciones militares, la infraestructura y desestructurar por completo la vida económica del país agredido, en la guerra de quinta generación esos objetivos se logran por otros medios: medidas coercitivas unilaterales (vulgo: “sanciones”) que producen gravísimos daños en la economía, perjudicando las relaciones comerciales con terceros países, desalentando inversiones en Venezuela y destruyendo la normalidad de la vida económica al interior del país; también con atentados mediante ciberataques a represas, puentes, refinerías, abastecimiento de agua y energía eléctrica y el desplome de las redes sociales y la Internet; con campañas de desinformación, satanización de las autoridades del país agredido (por ejemplo, inventando una organización criminal, el Cartel de los Soles, y diciendo que su jefe es el presidente Nicolás Maduro Moros); o con la organización y financiamiento de grupos criminales como las tristemente célebres “guarimbas” de 2014 y 2017 (o, en Oriente Medio, la banda criminal de los degolladores seriales del ISIS, según confesión de Hilary Clinton) y la creación de climas de terror y temor en la población.
En pocas palabras, debemos reconocer que Venezuela, igual que Cuba, está en guerra y que la unión del pueblo con su gobierno y sus fuerzas armadas fue la que hasta ahora erigió una formidable barrera a las pretensiones del imperio, dispuesto a cometer cualquier crimen con tal de apoderarse de la mayor reserva comprobada de petróleo del mundo que se encuentra en la patria de Bolívar y de Chávez y a poner fin a la Revolución Cubana, ese faro ejemplar que ha dado muestras de una resiliencia absolutamente excepcional, sin precedentes en la historia universal. Para lograr estos dos objetivos Trump y sus compinches son capaces de hacer cualquier cosa. Y si hasta ahora no lo hicieron es porque todavía está muy fresca la memoria de las derrotas experimentadas en Corea, en Vietnam, el Líbano, en Afganistán y en Playa Girón. O la “victoria” conseguida en Irak que a poco andar se convirtió en una derrota política, al igual que la más reciente en Siria, donde Washington causó estupor y repulsa universal porque luego de urdir la “primavera de colores” que acabó con el “régimen” de Bashar al Ásad ungió como presidente de ese país a Al-Sharaa, un criminal serial sobre cuya cabeza reposaba una recompensa de diez millones de dólares por ser el líder del grupo terrorista islámico Hayat Tahrir al-Sham (HTS). Y saben en la Casa Blanca que si escalan la agresión en contra de Cuba y Venezuela un tsunami antiestadounidense recorrerá toda Latinoamérica y probablemente también el Sur Global, donde hay actores muy poderosos que desean importar el petróleo venezolano. Un nuevo tsunami que tal como ocurriera a comienzos de siglo culminó con la derrota del ALCA, el gran proyecto que los expertos y analistas del imperio habían elaborado para todo el siglo veintiuno.
Cortesía de Página 12
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