Próxima estación: tierra extraña
A mediados del siglo XX, con la promesa de un puesto laboral y la idea de que emigrar era la mejor opción para su futuro, miles de españoles conformaron la mano de obra de cientos de empresas repartidas por toda Centroeuropa, siendo Suiza y la República Federal Alemana los destinos más frecuentes a partir de los años 60.
En el caso de Alemania, tras la devastadora Segunda Guerra Mundial necesitaba obreros para reconstruir sus ciudades. Por ello, abrió sus puertas a los llamados Gastarbeiter (trabajadores invitados), con la idea de que se quedaran en Alemania solamente de forma temporal. Todas las semanas, entre 1960 y 1973, una media de 800 españoles salían de sus casas con un contrato firmado con destino a Alemania. En total, unos 600.000 se emplearon en el país centroeuropeo; trabajaban, sobre todo, en la industria del metal, y las mujeres, en el sector textil.
También fue importante la llegada masiva de españoles a la industria carbonífera belga tras la firma del convenio entre España y Bélgica en 1956. En la foto, el primer contingente de trabajadores españoles aguarda a embarcar en el tren que les llevaría a Bélgica, en marzo de 1957. Casi todos ellos eran originarios de Andalucía, Madrid y Asturias.
Un barco cargado de grandes esperanzas
Alguien dijo alguna vez que “los argentinos descienden de los barcos”. Se refería a cómo la emigración de finales del siglo XIX y principios del XX transformó por completo el país austral. Aunque Argentina no fue un caso aislado: en otros países de América del Sur, la emigración también fue fundamental. Hay comunidades checas en Venezuela, croatas en Bolivia y japonesas en Perú.
Muchos europeos que llegaron a suelo argentino viajaron con la misión de encontrar una forma de mantener a sus familias, que se quedaban en su país de origen. Durante los primeros días como emigrantes, el gobierno argentino daba asilo gratuito a los recién llegados en el llamado Hotel de Inmigrantes y les pagaba un billete de tren para ir al destino donde les esperaba un puesto de trabajo.
Son numerosos los italianos que arribaron así a Buenos Aires. Tantos cruzaron el mar con la esperanza de encontrar una vida mejor y se quedaron en Argentina que, hoy en día, se calcula que un 50% de la población del país (unos 27 millones) es de origen italiano. No en vano el genio porteño Jorge Luis Borges (1899-1986) llegó a afirmar que “el argentino es un italiano que habla español”.
Bajo las condiciones del Nuevo Mundo
“La tierra de las oportunidades”: así se consideraba Norteamérica a sí misma y así se vendía al mundo entero. Y el desarrollo de su gran urbe, Nueva York, situada en la isla de Manhattan –de la palabra india Manna-hata, “isla de las muchas colinas”– que Peter Minuit había comprado a los indios en 1626, necesitaba de una ingente mano de obra para levantar la futura Gran Manzana.
Para alcanzar la metrópoli más poblada de Estados Unidos, los barcos cargados de europeos –deseosos de comprobar si era cierto que aquella “tierra prometida” iba a proporcionarles un futuro mejor– debían pasar por un pequeño islote del puerto de Nueva York llamado Ellis. Allí, el gobierno estadounidense había establecido los protocolos necesarios para inscribir la entrada y realizar reconocimientos médicos a todo emprendedor que quisiese poner un pie en la ciudad de los rascacielos. Si todo iba bien, eras libre para llegar a la vecina Manhattan e intentar cumplir tus sueños.
Era muy habitual que el tiempo de espera hasta la deportación (si era el caso) y, por supuesto, las cuarentenas causadas por enfermedad se pasasen dentro de la isla. Hoy, la deshabitada Ellis se conserva como un extraordinario testigo de los millones de personas que pasaron por allí. Convertida en museo, es posible visitar cada rincón de este lugar lleno de historias.
Cortesía de Muy Interesante
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