Un día pasó. Una noche nos fuimos a dormir, no importa en qué parte del planeta, y cuando despertamos, habitábamos un mundo en el que a Joaquín Sabina, después de medio siglo, ya no lo esperaría ningún escenario más. Nunca más.
Cuando el domingo 30 de noviembre de 2025, en el Movistar Arena de Madrid, la impecable banda de Joaquín Sabina llenó el aire con la nota final de Yo me bajo en Atocha, poniendo fin a la gira “Hola y Adiós”, con la que el genio de Úbeda reunió a más de 700 mil espectadores en más de 70 conciertos en todo el mundo, la atmosfera quedó abrazando el “hueco de una ausencia”, que sus seguidores no podremos llenar en los días que nos queden.
Fueron casi una veintena de discos es una carrera que comenzó en el siglo XX y finalizó en este siglo XXI. En los que su voz ronca y su poesía infinita fueron banda sonora de la vida de millones de personas.
De este y del otro lado del océano, el universo Sabinero con sus personajes, reales, luminosos y taciturnos, acompañó a varias generaciones a mirar el mundo desde un lugar en donde “con premeditación y alevosía” se declaraba como un principio irrenunciable que “de nada sirve vivir 100 años” si “el escenario no te pinta las canas”, y vaya que lo hizo.
Sus ojos. Su subjetividad. Su forma de ver el mundo, fue un puente entre Madrid y Buenos Aires. Entre la más alta literatura y los más peligrosos arrabales. Fue bandera de amistad, amor y melancolía. Hizo del desamor un destino hasta deseable “porque amores que matan nunca mueren” e hizo del recuerdo un camino y de la fantasía un destino.
Recuerdos en primera persona
Descubrí a Joaquín ya cerrando la adolescencia, cuando todavía “nadie podía robarme el mes de abril”. Lo descubrí en una casa donde Joan Manuel Serrat era amo y señor. Donde había libros de Gabriel García Márquez y Dalmiro Sáenz. Donde nos despertábamos con canciones de María Elena Walsh en la radio, mientras soñábamos con lluvias ruidosas en las persianas plásticas, para faltar a la escuela. Donde las crisis económicas se licuaban al calor de una familia repleta de amor. Donde Fito Páez empezaba a ser la novedad y donde Charly García completaba todos los huecos. Ahí apareció Sabina, entre el niño que no terminaba de irse y el adulto que uno nunca quiere llegar a ser.
En sus letras descubrí dos mundos, en los que habitaba desde siempre, como si fueran líneas paralelas, pero que, en esas poesías, estaba la imposible intercepción de ellos.
Antes que nada, en Joaquín estaban mis viejos. Estaba la nostalgia incurable de papá y las alas infinitas de mamá. La bohemia de uno y los libros de la otra. La inocencia y el pecado. La resaca y el olvido. Todo habitaba en él, de una forma descarnada y armoniosa. Tan honesta, que hizo que cuando lo encontrara, en un CD de Física y Química, no lo pudiera dejar nunca más.
Los años pasaron. Y aunque fui y volví de su obra, nunca dejé de conmoverme con sus declarativas más sinceras. Con sus culpas más profundas y con sus vuelos más terrenales. Nunca dejé de sentirme un “pez de ciudad en una playa sin mar”.
Los días que vendrán
Gratitud. Joaquín Sabina agradeció al público tantos años de acompañamiento. Y muchos le agradecieron a él tantas canciones. Foto: EFE / Javier Lizón“¡Maldigo del alto Cielo, que nos expropio su canto!”, le escribió alguna vez a Violeta Parra y hoy podemos decir lo mismo sobre él. Sobre el tiempo que inexorablemente gana su batalla y obliga a este cantautor de 76 años al retiro de los grandes escenarios. “No soy yo, ni tú ni nadie, son los dedos miserables que le dan cuerda a mi reloj”.
Por suerte seguirá haciendo música, seguirá componiendo y creando. Y algunos compartirán sobremesas con él entre guitarras y anécdotas, pero ya no más su bombín arriba del escenario como símbolo de aquellos conciertos inolvidables.
Acá nos queda un mundo un poco más gris, menos irónico y definitivamente más chato. En el que los días pasaran “como pasan las cosas que no tienen mucho sentido”, hasta que alguien desde algún listado de YouTube recuerde esos años de Mentiras piadosas.
Un mundo sin Sabina en un escenario, será un mundo más de likes que de gustos, más de poses que de bailes, más de visualizaciones que de miradas, más de viralizaciones que de Cronopios.
Un mundo sin un nuevo concierto de Sabina, sin un último cuento de Fontanarrosa, sin una gambeta más de Diego, sin un inesperado desorden de Piazzola. Será un mundo al que tendremos que volver hacer valer la pena.
No será fácil, porque dejaron la vara demasiado lejos de las ultimas nubes que podremos ver. Quizá sea el precio que pagamos por haber ocupado el mismo aquí y ahora que ellos. Puede ser, no me parece un precio tan alto intentarlo, con tan de haberlos disfrutado.
Por eso, ahora que ya no más. Ahora que “este adiós no maquilla un hasta luego”, ahora que “al lugar donde fuiste feliz ya no podrás volver”, ahora que “al punto final de los finales no le siguen dos puntos suspensivos”, te diremos, para siempre, gracias Maestro. Gracias por hacer que ser cobarde no valga la pena, por más que ser valiente siga saliendo tan caro. Nos diremos adiós, ojalá que volvamos a vernos. Ojalá.
Cortesía de Clarín
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