
Caminar por el Centro Histórico se ha vuelto un acto de tortura visual. Varios lugares icónicos están enrejados, cercados, controlados. Bellas Artes, ese palacio concebido como emblema de lo artístico, luce ahora como una jaula de hierro pintarrajeado. Frente al Palacio Postal —símbolo de comunicación, intercambio y correspondencia— se extiende otra valla metálica: la metáfora perfecta de una ciudad que ha clausurado incluso el gesto de enviar una carta. Claro que lo puedes hacer, pero después de pasar por la grosera muralla.
El Zócalo, antes espacio de contemplación, se ha convertido en una maquinaria política. El Palacio Nacional, que también es museo, permanece cerrado con excepciones de horarios muy limitados. Y los recintos culturales —el Museo del Cabildo —por ejemplo— pueden decidir, de un momento a otro, negar la entrada al visitante, sin aviso ni justificación. La arbitrariedad se ha normalizado: la ciudad se administra como un dispositivo dominado.
Estas rejas son síntomas. Muestran una lógica de control que disfraza la seguridad de miedo y la protección de poder.
En el corazón de la Ciudad de México, lo público se convierte en una escenografía para el Estado. Este espacio urbano se usa como plataforma de propaganda o contención. De espectáculo político.
De protestas y violencias sin parangón, y sin consecuencias para quien actúa con bestialidad contra esos monumentos.
Incluso quienes resguardan este espacio reconocen la paradoja: se les ordenó mirar sin intervenir cuando una turba destruyó puertas, robó comercios y joyerías, y lastimó gravemente a varios agentes de policía el pasado 2 de octubre. Así me lo manifestaron varios elementos con los que hablé.
Caminar por ese centro amurallado produce una sensación ambigua: de belleza sitiada y de cuerpo restringido.
Walter Benjamin escribió que “toda época sueña la siguiente, pero sueña en ruinas”. El Centro Histórico vive ese sueño inverso: el nuestro es un sueño blindado, una ruina protegida contra su propio pueblo.
Detrás de cada reja hay un discurso: el de la seguridad, el orden, la prevención. Pero el verdadero efecto es otro: el de la domesticación del espacio público. Nos acostumbramos a caminar entre muros, a obedecer sin preguntar, a aceptar que el arte y la historia se contemplen desde el otro lado del cerco.
El centro, que alguna vez fue el corazón del encuentro, se ha vuelto un museo del control.
Apreciamos la memoria viva que el arte y la historia nos regalan, incluso cuando se nos presentan desde el otro lado del cerco.
Cortesía de El Economista
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