El Mundial de Francia de 1938: la guerra del fútbol

Dicen que, cuando en 1930 empezó a acariciar la idea de organizar (y ganar) un Mundial, Benito Mussolini solo había visto un partido de fútbol en su vida. Eso no le impidió entender enseguida que, lo mismo que otro gran entretenimiento de masas llamado cine, el balompié podía brindarles a él y a su régimen un formidable soporte político y propagandístico. Entre los valores fundacionales del fascismo estaban la juventud –recordemos: el himno fascista italiano se llamaba así, Giovinezza–, la acción, la fuerza y la violencia; puro fútbol, vaya. Y todos los autoritarismos potenciaban la práctica deportiva como método para forjar el carácter y la disciplina. Además de las inmensas posibilidades de adoctrinamiento ciego que ofrecía, naturalmente.

La primera Copa Mundial de Fútbol de la FIFA se había celebrado con gran éxito en Uruguay en 1930, y se acordó que la siguiente edición se disputaría en un país europeo cuatro años más tarde, iniciándose así una tradición que llega hasta nuestros días. Mussolini no perdió el tiempo: el segundo Mundial tenía que ser suyo. Por eso en 1931, incluso antes de lograr la concesión del evento para Italia, puso en marcha, sin escatimar en gastos, el fichaje de los llamados oriundi, grandes futbolistas sudamericanos de ascendencia italiana a los que se les dieron toda clase de facilidades y prebendas – doble nacionalidad incluida– si se avenían a defender los colores del fascio. Fue así como la selección azzurra contó pronto entre sus filas con genios del balón como los argentinos Monti, Demaría, Guaita y Orsi o el brasileño Guarisi.

Las condiciones ofrecidas fueron irrechazables: a Luis Monti, por ejemplo, lo fichó la Juventus de Turín –paso previo para poder ser nacionalizado y seleccionado– por 5.000 dólares mensuales, un dineral para la época. Y todo ese dinero salía de las arcas del Estado, lo mismo que el que se empleó en sobornos al comité ejecutivo de la FIFA para que cediera a las presiones y descartara la candidatura de Suecia en favor de la italiana, cosa que hizo finalmente en 1932.

El Duce ya tenía “su” Mundial; ahora había que ganarlo. Para ello, se asignó un presupuesto de 3,5 millones de liras al comité organizador y se inició una campaña nunca vista de propaganda –Italia se llenó de carteles con la efigie de Hércules, con un pie sobre un balón y haciendo el saludo fascista–… y de amenazas.

El antecedente de 1934

Durante el campeonato, que tuvo lugar entre el 27 de mayo y el 10 de junio de 1934, se intimidó sin tregua a los árbitros, a los jugadores (Monti confesaría más tarde que pasó mucho miedo y Guaita, ante la amenaza de enviarlo a la guerra colonial en Abisinia si perdía, optó por exiliarse en Francia), al seleccionador, Vittorio Pozzo, y hasta a los equipos rivales. De esto último se encargaban miembros de la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional –los matones conocidos como “camisas negras”–, presentes y muy activos en el campo en todos los partidos disputados por la azzurra. Eso sin contar con que Mussolini tampoco se perdía un solo partido desde el palco de autoridades, además de mover los hilos en la sombra: tras decirle a Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol, que Italia debía ganar, ante la respuesta formularia de este –”Haremos todo lo posible”–, remarcó: “No me ha comprendido bien. Italia debe ganar este Mundial. Es una orden”.

Con todos estos mimbres, y también con un buen desempeño futbolístico, Italia, en efecto, se alzó con el triunfo frente a Checoslovaquia en una emocionante final jugada en Roma. Al día siguiente, el 11 de junio de 1934, el Duce organizó una fastuosa ceremonia para conmemorar la gesta.

Olimpiadas: Hitler imita a Mussolini

El resonante éxito deportivo italiano y el golpe de efecto que supuso para el fascismo no pasaron inadvertidos a Adolf Hitler, que andaba buscando un escaparate en el que venderle al mundo la modernidad y pujanza de su Tercer Reich. En 1931, el Comité Olímpico Internacional había escogido Berlín como futura sede de los Juegos Olímpicos de verano a celebrarse en 1936, con la intención de romper el aislamiento de Alemania tras la Primera Guerra Mundial. Pero la llegada al poder de los nazis en 1933 hizo que se alzaran voces a favor de revocar el nombramiento y llamadas a boicotear las Olimpiadas berlinesas en caso de celebrarse finalmente. El motivo eran las políticas racistas que Hitler estaba implantando en todas las organizaciones deportivas alemanas, de las que se excluía sistemáticamente a los atletas “no arios” (judíos, romaníes y mestizos): primeras figuras como el campeón de boxeo Erich Seelig, el tenista Daniel Prenn o la saltadora Gretel Bergmann, todos judíos, o el boxeador gitano Johann Rukelie Trollmann habían sido expulsados de sus clubes y del equipo olímpico germano.

Estadio Olímpico berlinés en 1936 durante una prueba hípica
El recinto olímpico berlinés fue encargado a Speer, el arquitecto de cabecera del Reich. Arriba, el Estadio en una prueba hípica. Foto: AGE.

Pese a ello, finalmente las amenazas de boicot no llegaron muy lejos. Solo la URSS y la España republicana –recién iniciada la Guerra Civil le dieron la espalda a Hitler, que contó en cambio con la participación en “sus” Juegos de 49 países, y en concreto de los tres que más le importaban para maquillar ante el mundo su imagen: Francia, Reino Unido y Estados Unidos. Así, del 1 al 16 de agosto de 1936, el nazismo se empleó a fondo para, por una parte, apabullar mediante un despliegue de grandiosidad y magnificencia –cortesía, entre otros, de Joseph Goebbels, encargado de la programación de actos, Albert Speer, responsable de la puesta en escena, y Leni Riefenstahl, que lo filmó para la posteridad en el documental Olimpiada–; y por otra, captar la simpatía de los extranjeros suavizando temporalmente sus aspectos más siniestros.

Durante dos semanas, se redujo notablemente la represión antisemita, se evitó la violencia antijudía, se retiraron los carteles ofensivos de las calles y los periódicos moderaron su dura retórica; incluso, como símbolo de esa falsa Alemania nazi pacífica y tolerante, se permitió a la esgrimista judía Helene Mayer participar en los Juegos. Este esfuerzo propagandístico fue todo un éxito: el New York Times dijo que las Olimpíadas habían devuelto a Alemania a “la comunidad mundial” y le habían restituido su “humanidad”. Y encima, pese a la humillante victoria del atleta negro estadounidense Jesse Owens, que se hizo con cuatro medallas de oro, los germanos encabezaron de largo el medallero, con un total de 89 galardones.

La esgrimista judía Helene Mayer hace el saludo nazi en los Juegos Olímpicos de 1936
La esgrimista judía Helene Mayer hace el saludo nazi al recibir una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Hitler, sirviendo así de coartada al régimen. Foto: AGE.

Parafernalia y arquitectura fascista

En paralelo con los triunfos deportivos, o mejor dicho por obra y gracia de estos, tanto la Italia fascista como la Alemania nacionalsocialista se entregaron en los años 30 a un frenesí de construcciones grandilocuentes, sin mirar el bolsillo. Había que contar con sedes dignas de los eventos a celebrar y con capacidad para albergar a millares de espectadores (no hay que olvidar que la finalidad propagandística fue la principal motivación tanto del Mundial del 34 como de las Olimpiadas del 36).

Así, Italia empleó para la ocasión ocho estadios, tres de reciente construcción –el Estadio de San Siro (Milán), el Estadio Littorale (Bolonia) y el Estadio Giovanni Berta (Florencia)–, dos remodelados –el Estadio Nacional del Partido Fascista (Roma) y el Estadio Luigi Ferraris (Génova)– y otros tres construidos expresamente a tal fin: el Estadio Littorio (Trieste), el Estadio Giorgio Ascarelli (Nápoles) y el Estadio Benito Mussolini (Turín), el más moderno de todos, planificado para 65.000 espectadores y con una pista de atletismo incorporada.

En Berlín, la construcción, decoración y renovación de infraestructuras deportivas y zonas de ocio se realizó a un ritmo frenético. La joya de la corona sería, por supuesto, el Estadio Olímpico. El proyecto inicialmente fue encargado al arquitecto Werner March, pero el resultado de la primera fase no satisfizo en absoluto a Hitler, que comparó el aspecto del edificio con el de un retrete y le quitó el proyecto de las manos para ponerlo en las de Speer, su arquitecto de cabecera, con la exigencia de que erigiese el mayor estadio de todos los existentes en el mundo. Para resaltar aún más su grandeza, el megalómano Führer hizo que en la ceremonia inaugural de los Juegos, el 1 de agosto de 1936, el mítico y enorme dirigible Hindenburg sobrevolara el recinto. En esta misma línea de “modestia”, una orquesta de treinta trompetas y un coro formado por 3.000 personas y dirigido por el mismísimo Richard Strauss recibieron la entrada al pabellón del Canciller del Reich.

Dirigible Hindenburg sobre la Puerta de Brandenburgo
El dirigible Hindenburg sobre la Puerta de Brandenburgo durante la ceremonia inaugural de las Olimpíadas de Berlín (1936). Foto: Photoaisa.

Francia, en el ojo del huracán

En 1938, a Italia le tocaba revalidar el título de campeón del mundo, pero esta vez las cosas no eran tan fáciles de amañar: el Mundial de Fútbol se celebraría del 4 al 19 de junio en Francia, no “en casa” como en el 34. Además, la situación política evidenciaba que era cada vez más inevitable ir hacia una nueva conflagración mundial, conflagración que estaba teniendo en España su más inmediato precedente. Por este motivo, la selección española no pudo participar en el campeonato, como tampoco la de Austria, entre otras varias. El Mundial pudo haber sido una oportunidad de confraternización en la Europa de preguerra, pero en cambio mostró en toda su crudeza el enrarecido ambiente de aquel histórico trance: todos los partidos estuvieron salpicados de incidentes de carácter político.

Pero las cosas se habían empezado a torcer ya antes. Mussolini, deseoso de volver a utilizar el fútbol en su provecho, acudió a despedir a su selección en persona. Para ello, organizó un acto en el Palazzo Venezia, en Roma, al que los jugadores hubieron de presentarse con el uniforme fascista, y les conminó a obtener la victoria con un altisonante discurso de ecos marcadamente bélicos.

Las tensiones fueron in crescendo a lo largo del campeonato. Durante el partido de octavos de final contra Noruega, los italianos realizaron el saludo romano antes de empezar el encuentro, lo que desató la ira del público presente en el estadio. Hay que tener en cuenta que entre los espectadores no solo había aficionados locales o de los equipos en liza, sino también numerosos refugiados de la Europa asolada por los fascismos –judíos alemanes y austríacos, republicanos españoles exiliados, italianos contrarios al Duce– que aprovechaban la menor ocasión para mostrar su repulsa de forma muy sonora.

La gran batalla políticofutbolística tuvo lugar pocos días después, el 12 de junio, en el partido de cuartos de final que enfrentó a los italianos con los anfitriones del torneo, los franceses. Mussolini, igual que en 1934, no dejó nada al azar, así que los jugadores de la azzurra, en un alarde de provocación, comparecieron en el terreno de juego con unas equipaciones negras en lugar de azules, un claro homenaje a los “camisas negras”, la fuerza paramilitar fascista. La afrenta a los 61.000 espectadores reunidos para la ocasión en el Estadio de Colombes (París) fue rápidamente contestada. Cuando los italianos llegaron al centro del campo y realizaron nuevamente el saludo fascista, la respuesta no fue solo una sonora pitada que no cesaría en todo el encuentro, sino también un sinfín de disturbios tanto dentro del recinto deportivo como en los alrededores del estadio y hasta en zonas alejadas de París. Pero a pesar de la lucha del público, Italia volvió a alzarse con la victoria, con un resultado de tres a uno.

El último partido del Mundial (aquí, una jugada) lo disputaron Italia, la vigente campeona, y Hungría.
El último partido del Mundial (aquí, una jugada) lo disputaron Italia, la vigente campeona, y Hungría. Foto: Getty.

De este modo, tras superar a los brasileños –la selección favorita en todas las quinielas– en una de las semifinales, los vigentes campeones habrían de enfrentarse en la gran final a Hungría, otra vez en Colombes, el día 19 de junio. Esta vez la presión sobre los hombres de Vittorio Pozzo adquirió proporciones inimaginables. Una hora antes del inicio del encuentro, Pozzo recibió un telegrama de parte del Duce con las siguientes palabras: “Vincere o morire.

Vencer o morir

El seleccionador no podía saber si había de tomar tan estremecedora consigna –Vencer o morir– al pie de la letra, pero por si acaso decidió compartir la preocupación con sus muchachos, y la ansiedad se extendió por el vestuario como un reguero de pólvora. Tampoco contribuyó a la tranquilidad de los jugadores el rugido de abucheos que se escuchó cuando sonó el himno de Italia sobre el terreno de juego.

Los jugadores de la escuadra italiana se abrazan tras ganar la final del Mundial, el 19 de junio de 1938
Los jugadores de la escuadra italiana se abrazan tras ganar la final del Mundial, el 19 de junio de 1938. Foto: Getty.

Sea como fuere, los italianos disputaron un gran partido y lograron ganar a los húngaros por 4-2, con doblete de goles de Colaussi y Piola. Misión cumplida: podían estar orgullosos porque este Mundial, vivido con todo en contra y lejos de la protección que les había brindado el régimen cuatro años antes, no se lo iba a cuestionar nadie. Pero sobre todo podían estar contentos porque seguían vivos: tal vez la amenaza de Mussolini no había sido mera retórica, habida cuenta de lo que estaba sucediendo en aquel año de 1938 en toda Europa. De hecho, cuando le preguntaron al portero de la selección húngara, Antal Szabó, al que le había llegado la noticia del telegrama, cómo se sentía tras haber encajado cuatro goles, todo lo que alcanzó a decir fue: “Bueno, me he quedado sin la copa, pero al menos he salvado once vidas”. Y es bastante probable que tuviera razón.

Cortesía de Muy Interesante



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