Songs for a lost world (Canciones para un mundo perdido) es el primer álbum de The Cure en 16 años, lanzado el pasado viernes 1° de noviembre. Es una trabajo implacablemente serio y triste cuyas letras y arreglos huelen a muerte, con un total de ocho largos temas que suenan majestuosos pero no reniegan de la energía post-punk, el miedo y el odio que la célebre banda tenía en sus inicios.
Si bien siempre fueron un grupo oscuro, aquí es indudable que su líder Robert Smith acusó el terrible impacto de la muerte de su madre, su padre y un hermano durante el tiempo que no sacaron discos.
Los fans se enteraron de algunos hechos en sus shows, por ejemplo un recital en octubre de 2022 donde Smith contó que le dedicaba el tema I can never say goodbye (Nunca te puedo decir adiós) a su hermano Richard, “recientemente fallecido”.
Además, en un reportaje de ese año, contó que “Perdí a mi madre, a mi padre y a mi hermano hace poco, y obviamente eso tuvo un efecto en mí y en las canciones”.
Un álbum magnífico
Smith grabó Songs for a lost world, que anteriormente tenía el título provisional Live from the moon, con el coproductor Paul Corkett y cinco músicos que se unieron a The Cure entre los años ’70 y 2010. Hay citas a William Shakespeare y el poeta británico del siglo XIX Ernest Dowson, y el arte de tapa muestra una escultura del fallecido artista esloveno Janez Pirnat.
El resultado es un magnífico testamento inquietante y aterradoramente poético, repleto de emociones de pérdida, audaz en su maraña de guitarras melódicas y rico en melancolía, rematado con el maullido siempre dolorido de Smith, sumido aún más en la consternación.
Durante la mayor parte de la historia de The Cure, la banda realizó álbumes oscuros y cohesivos como Pornography de 1982 y Disintegration de 1989, que reflejan las raíces góticas y post-punk de la banda. Pero lo que empujó a The Cure a la popularidad masiva de estadios fueron éxitos brillantes y pegadizos como Why can’t I be you y Friday I’m in love. Ahora, en Songs of a lost world, no hay exponentes de ambos extremos: todo es pesimismo, una característica que para sus fans lo convierte en una obra maestra.
El disco arranca con un triste inicio instrumental (Alone), que hace un guiño al fúnebre final de David Bowie en Blackstar, justo antes que Robert Smith cante “Este es el final de cada canción que cantamos, el fuego se redujo a cenizas y las estrellas se oscurecieron con lágrimas”.
Luego llega una balada con mucho piano y las súplicas necesitadas de And nothing is forever (con versos como “Prométete que al final estarás conmigo”) y el tic-tac de A fragile thing, donde dice: ““Esta soledad me ha cambiado”.
Más adelante, en All I am, Smith se inclina hacia cómo su obsesión por la pérdida y las malas decisiones (“una ignorancia de la historia y sus consecuencias… su cansada danza con la edad y la resignación”).
Y mientras que las tres canciones iniciales están repletas de piano abierto y sintetizador humeante, cortesía del tecladista Roger O’Donnell, Warsong y Drone nodrone dan paso a las estridentes guitarras de Reeves Gabrels, conocido por muchos por su paso en el grupo Tin Machine, de Bowie. Paradójicamente, la muerte puede ser más que un mero subtexto en el disco, pero Smith nunca ha sonado más vivo.
La belleza solitaria y la emoción compleja de I can never say goodbye sorprende con versos como ”Algo malvado viene hacia acá de la noche cruel y traicionera… para robarle la vida a mi hermano”.
El cierre es con los 10 minutos de Endsong, donde el cantante de 65 años recuerda las “esperanzas y sueños” de un mundo no tan perdido con un tono agridulce. “¿Qué fue de ese niño y del mundo que consideraba suyo? Estoy afuera, en la oscuridad, preguntándome cómo me hice tan viejo. Todo se acabó”.
Cortesía de Clarín
Dejanos un comentario: