La democracia liberal hace agua. Consagrada de manera beatífica y universal como la gran construcción de la subjetividad estadounidense, es una democracia emparchada. Se exporta como un paradigma hace tres siglos, pero es patente el doble discurso comparado con sus sagradas escrituras. Como producto político, lo que siempre apoyó EE.UU. fueron dictaduras. Sobre todo en su área de influencia. En Latinoamérica las sufrimos con su balance de muertes, desapariciones y rapiñas. Las invasiones de países también impusieron gobiernos afines o voltearon líderes hostiles a Washington.
La victoria de Trump, legitimada más por el voto popular que el colegio electoral, es un parteaguas. Su primera llegada a la Casa Blanca en 2017 tenía el componente de lo nuevo y disruptivo. Pero ésta es la ratificación intramuros del orden conservador más reaccionario. Nunca más literal la expresión. Porque el fantoche rubión no se sacó de la cabeza completar la muralla en la frontera sur con México. EE.UU. va camino a ser un portaviones antiinmigrantes. En ese barco no caben los indocumentados. Como si un ser humano fuera ilegal dependiendo de su país de nacimiento.
La democracia liberal, así vendida, es en rigor la dictadura del empresariado. Nutrida de hombres blancos, de derecha, asimilables o amigables con el neofascismo, negadores del cambio climático, detractores de todas las minorías, pro-armas, misóginos, en definitiva, una arquitectura social que convalida cada vez con más ímpetu el actual status quo planetario.
El 1% más rico – según un estudio de la ONG Oxfam -, acumulaba en 2023 casi el doble de riqueza que el resto de la población mundial.
En la democracia liberal de EE.UU. vale más la segunda enmienda de la Constitución – que habilita la libre portación de armas – que cientos de vidas de estudiantes asesinados en los campus universitarios o en sus aulas. Vale más la convalidación de un candidato a presidente en el colegio electoral mediante el voto indirecto, que la mayoría obtenida en las urnas.
Solo dos estados tienen un sistema de proporcionalidad para designar sus electores. Son Maine y Nebraska. En el resto, aún si un aspirante a la Casa Blanca ganara 50,5 por ciento a 49,5, se quedaría con toda la representación del estado. Pasó en el 2000 cuando George W. Bush se impuso en Florida a Al Gore por 537 votos. Tomó todo, como en el juego de la perinola y se llevó la presidencia con ese territorio clave comprado a España en 1819. Aunque no pagó ni un centavo pese a que pactó entregarle 5 millones de dólares a la corona de Fernando VII.
El sistema electoral de Estados Unidos también encierra otra vieja trampa. Se define como gerrymandering. Llamada así por Elbridge Gerry, firmante de la Declaración de Independencia, vicepresidente y gobernador de Massachusetts. Cuando se censa a la población, se redistribuyen los electores en todos los distritos: federales, por estado y en cada pueblo o ciudad. Se agrupa a los potenciales votantes en base a un sistema surgido a principios del siglo XIX.
Ese mapa distrital se dibuja para beneficiar a un partido en detrimento de otro cuando se eligen representantes. Republicanos y demócratas se aferran a esa fórmula para conseguir más enviados al Colegio Electoral. Un ejemplo: en diciembre de 2021, el estado de Texas fue demandado por el Departamento de Justicia porque había redistribuido los distritos para que las minorías latina, negra y asiática – de mayor crecimiento demográfico – perdieran su potencial electoral. Un mes antes, en noviembre, una ley texana que rubricó el actual gobernador republicano Greg Abbot, entorpeció el derecho a votar de personas mayores, con discapacidades o que no hablaban inglés.
En EEUU se acaba de elegir a un presidente condenado y varias veces procesado. El 1° de julio de este año y por un fallo de la corte ultraconservadora que el mismo Trump completó en su primer mandato, se le otorgó “inmunidad absoluta contra el procesamiento penal” por aquellas acciones de carácter oficial que llevó a cabo durante su presidencia.
Imputado por el delito de instigar el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021, solo por ese hecho se le imputaron cuatro cargos, entre ellos, conspiración para defraudar a EE.UU. y para obstruir un procedimiento oficial. En minoría, la jueza portorriqueña de la Corte Suprema, Sonia Sotomayor, declaró después de votar en contra de aquella inmunidad que beneficiará al magnate: “El presidente ahora es un monarca”. Un monarca que empezará en 2025 su segundo mandato en la democracia más sobrevalorada del mundo.
Cortesía de Página 12
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