El inicio del fascismo italiano está estrechamente ligado al fin de la Primera Guerra Mundial. Italia participó en la guerra al lado de los vencedores, Francia e Inglaterra, pero debido a su pobre desempeño militar no recibió a cambio las ganancias territoriales a que aspiraba y que, en teoría, se le habían prometido. Esto provocó en la sociedad italiana un sentimiento de frustración y humillación intenso, generalizado, que, unido al explosivo ambiente de la época, con decenas de miles de veteranos desencantados, huelgas por doquier, tomas de fábricas y la amenaza bolchevique que aterrorizaba a la burguesía, sirvió de caldo de cultivo para la aparición de un movimiento ultranacionalista que prometía salvar la patria.
Quien supo aprovechar ese momento fue Benito Mussolini, un antiguo socialista desengañado que, en marzo de 1919, fundó en Milán los Fasci italiani di combattimento, estructuras ultranacionalistas que, encuadradas en el llamado squadrismo –grupos paramilitares–, combatían de forma extremadamente violenta –palizas, asesinatos– a la izquierda y tomaban al asalto las instituciones democráticas (ayuntamientos, por ejemplo, cuando perdían las elecciones).
Estrategia de desestabilización
En 1921, los Fasci se transformaron en el Partido Nacional Fascista, que contó desde el inicio con las simpatías del poder económico, deseoso de contener las tentaciones revolucionarias de gran parte de la población. La estrategia de desestabilización de Mussolini alcanzó su punto culminante a finales de octubre de 1922 con la Marcha sobre Roma. Mussolini ordenó a sus seguidores que marcharan en manifestación hasta la capital con la exigencia de que el gobierno del país se entregase al fascismo (es decir, a él mismo).
Ante este desafío al sistema democrático –gran parte de los manifestantes iban armados y había una velada amenaza de guerra civil–, el primer ministro, Luigi Facta, pidió la declaración de estado de sitio y la intervención del ejército, pero el rey Víctor Manuel III se negó a firmar la orden –las razones son controvertidas; se supone que para evitar un conflicto armado–. En su lugar, cedió a las exigencias de Mussolini y le encargó formar gobierno.
Del golpe a la dictadura
La Marcha sobre Roma fue un verdadero golpe de Estado y Mussolini obtuvo plenos poderes para gobernar por decreto con el fin de “restablecer el orden”. A lo largo de los dos años siguientes, no obstante, el régimen todavía conservó sus instituciones democráticas –Parlamento, elecciones, prensa libre–, si bien enseguida quedó claro el camino que se había emprendido. En enero de 1923, se creó la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale, que otorgaba el amparo del Estado a la fuerza paramilitar de los Camisas Negras, y en junio se aprobó la Ley Acerbo, que cambiaba las reglas para la elección del Parlamento y confería las dos terceras partes de los escaños al partido que superase el 25% de los votos.
En abril de 1924, se celebraron elecciones en un clima de violencia e intimidación en el que los Camisas Negras actuaron con total impunidad. Mussolini obtuvo la mayoría absoluta con el 65% de los votos, pero el diputado Giacomo Matteotti, líder del Partido Socialista Italiano, denunció que se había producido un fraude electoral. Unos días más tarde fue secuestrado y, en agosto, su cadáver apareció descompuesto en un bosque cercano a Roma.
El grado de implicación de Mussolini en el asesinato nunca quedó claro, pero este episodio marcó un importante punto de inflexión: el 3 de enero de 1925, en un discurso ante el Parlamento, Mussolini asumió la responsabilidad por “todo lo sucedido” y por la violencia política en general, momento en el que renunció a cualquier pretensión de apariencia democrática y asumió sin ambages el papel de dictador. Pero el “asunto Matteotti” no acabó ahí. Un año más tarde, el periodista y político Giovanni Amendola fue asesinado por sus denuncias sobre la participación de Mussolini en el crimen. Estos asesinatos, junto a otros –como el del sacerdote Giovanni Minzoni en 1923–, desmienten el supuesto carácter benévolo con el que se ha querido justificar muchas veces el fascismo italiano.
El bienio 1925-1926 marca la conversión del régimen en una dictadura plena, un proceso que se refleja en la promulgación de las “Leyes fascistísimas”, por las que se disuelven los partidos políticos y sindicatos no fascistas, se elimina la libertad de prensa, reunión y manifestación, se reestablece la pena de muerte para delitos de carácter político y se crea un tribunal especial con capacidad para condenar al exilio interno, mediante una simple decisión administrativa, a personas no afines al régimen (así serían desterrados, entre otros, Gramsci, Pavese y Carlo Levi).
El país del trigo y la puntualidad
A pesar esta deriva autoritaria, el fascismo gozó de un enorme apoyo popular. Mussolini se propuso devolverle a Italia el esplendor del antiguo Imperio Romano y para ello se lanzó a un extenso programa de obras públicas entre las que destacan la construcción de autopistas –totalmente innecesarias, casi no había coches–, la electrificación del ferrocarril –se publicitaba la puntualidad de los trenes–, la desecación de zonas pantanosas y la erección de edificios colosales.
Los retos del país se planteaban siempre en términos bélicos, como en la Batalla del Trigo, para conseguir la autosuficiencia y acabar con la importación de grano, o la Batalla Demográfica, con la que se pretendía incrementar el número de trabajadores y soldados. Mussolini promocionó el ideal de la familia de doce hijos y otorgó para ello premios y préstamos, subió los impuestos a los solteros y ensalzó la procreación hasta el ridículo (“¡las 93 mujeres que dieron a luz a 1.500 niños!”).
A la búsqueda del imperio
Esta obsesión por la natalidad le ayudó a reconciliarse con la Iglesia católica –el fascismo era, al principio, anticlerical–, un proceso que concluyó en 1929 con la firma de los Pactos de Letrán, por los que la Ciudad del Vaticano adquirió el codiciado estatus de Estado independiente. Mussolini pasó de ser mirado con suspicacia por la Iglesia a convertirse, en opinión del papa Pío XII, en “el hombre de la Providencia”.
Pero, más por que el régimen en sí mismo, por lo que los italianos sentían admiración –e incluso adoración– en esos años triunfantes de la década de los veinte y primeros treinta era por el propio Mussolini, que, gracias a un formidable aparato de propaganda, era omnipresente. Venerado desde la escuela, donde los niños debían escribirle obligatoriamente redacciones y poesías, y convertido en el ideal masculino en innumerables noticieros y películas, el Duce, con sus bravatas de matón y su gestualidad de secundario de ópera bufa, electrizaba a las masas.
Ese poder de fascinación fue puesto al servicio de la más peligrosa de sus obsesiones: convertir a los pacíficos italianos –de nuevo, igual que en los tiempos de Augusto– en una nación guerrera. Mussolini militarizó a la sociedad en su conjunto –los niños ingresaban en organizaciones paramilitares a los cuatro años– y practicó la mística de la guerra de forma incansable, con continuas declaraciones como la de que los pueblos necesitan hacer la guerra cada veinticinco años para mantenerse sanos o que la guerra ennoblece. Al final, esa retórica bélica en la que el Duce y el país quedaron atrapados les conduciría a ambos al desastre.
Italia llevaba con gran pesar su escasez de posesiones coloniales, que recordaba sus magros resultados en la I Guerra Mundial y la dejaba en un mal lugar en relación a Inglaterra y Francia. Frente al poderío colonial de estas dos naciones, Italia contaba solo con Libia, Eritrea y Somalia, lo cual se percibía como una injusticia y un deshonor. Desde comienzos de los años treinta, la adquisición de nuevos territorios y la participación en aventuras militares en el extranjero pasó a ser una cuestión de Estado. Mussolini quería más poder en el Mediterráneo, acceso a materias primas –lo único que tenían en abundancia era agua mineral– y un lugar al que mandar colonos (toda esa población que antes era necesaria y ahora sobraba).
En 1935, el Duce se sintió fuerte para lanzarse a la conquista del último país independiente de África, Abisinia (en la actualidad, Etiopía), empresa que fue presentada como una inexcusable necesidad imperial. A pesar de la desigualdad de las fuerzas, la guerra duró más de lo previsto –varios meses– e Italia se empleó a fondo en el uso de armas químicas contra la población civil. El conflicto dio lugar a sanciones de la Sociedad de Naciones, lo que a su vez llevó a la retirada final de Italia de la organización, pero sobre todo marcó el divorcio del fascismo italiano con las democracias occidentales (con las que hasta entonces había mantenido muy buenas relaciones) y su escoramiento hacia la Alemania nazi.
El alumno que devoró al maestro
Mussolini fue desde el inicio el modelo de Hitler – el fallido Putsch de Múnich se inspiró en la Marcha sobre Roma–, a quien incluso frenó en sus ansias expansionistas sobre Austria (en 1934, después del asesinato del canciller Dollfuss por los nazis), pero en la segunda mitad de los años treinta los papeles se habían invertido y la política italiana empezaba a subordinarse cada vez más a los intereses de Alemania. A finales de 1936, se firmó el Tratado de Amistad conocido como Eje Roma-Berlín y, en 1938, Mussolini tuvo que aceptar la anexión de Austria al Tercer Reich como inevitable.
La participación en la Guerra Civil española fue significativa de la capacidad de cálculo de ambos líderes. Mientras a los alemanes les sirvió como campo de pruebas para la Segunda Guerra Mundial, Italia, que envió 70.000 soldados y no tenía armamento nuevo que probar, solo consiguió desangrarse y enterrar una serie de recursos que luego le harían falta.
Otro buen ejemplo de la relación entre ambos dictadores es la participación italiana en la Crisis de los Sudetes y los Acuerdos de Múnich. Mussolini actuó como auténtico mamporrero de Hitler, presentando como si fuera suya una propuesta que le había sido dictada y que recogía todas las pretensiones alemanas. Irónicamente, fue alabado como pacificador, cuando lo que él quería –confesó con gran frustración– era ser tenido por un hombre de guerra.
Como resultado de las aventuras militares y la falta de previsión, a finales de la década Italia era un país en quiebra, exhausto, con un ejército mal equipado y un armamento obsoleto. La mayor parte de la artillería procedía de la Primera Guerra Mundial, los rifles eran de 1891, los tanques no podían competir con los de otros países europeos y los generales no estaban preparados para la mecanización de la Blitzkrieg, sino para la guerra de trincheras.
El 15 de marzo de 1939, Alemania rompió los Acuerdos de Múnich e invadió toda Checoslovaquia. Mussolini –que no había sido advertido por Hitler– se vio abocado a hacer algo con lo que seguir aparentando un poder militar que no tenía y decidió invadir Albania, un país que no podría oponer gran resistencia y que era ya de facto un satélite italiano.
Mussolini el oportunista
En mayo Italia firmó con Alemania el Pacto de Acero, por el cual ambos países se comprometían a prestarse apoyo militar en caso de conflicto. En teoría, también se había acordado que ninguno iniciaría un conflicto a escala europea en al menos tres años, el tiempo que necesitaba Italia para rearmarse, pero a finales de agosto Hitler y Stalin sorprendieron al mundo con el Pacto Ribbentrop-Mólotov, que abría la puerta a la ocupación de Polonia y que, el 1 de septiembre, desembocó en la II Guerra Mundial.
Hitler no exigió que Italia entrara en la guerra por su falta de preparación –Mussolini le había enviado una lista con todo lo que necesitaba su ejército: 17 millones de toneladas de suministros– e Italia se declaró “no beligerante”. Pasados los meses, sin embargo, la facilidad con que Alemania iba derrotando ejércitos y ocupando países convenció al Duce de que, si quería sacar partido, no podía esperar más. El 10 de junio de 1940, declaró la guerra a Francia e Inglaterra, a las que llamó “demo-plutocracias”. La primera estaba ya casi derrotada y se suponía que la segunda iba a caer enseguida, por lo que pensó que era una jugada maestra. Su atroz cinismo lo resume el comentario con el que se justificó: “Solo necesito unos cuantos miles de muertos en el campo de batalla para sentarme en la mesa de negociaciones”.
Cortesía de Muy Interesante
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