El 28 de julio de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y una semana después Adolf Hitler se presentó como voluntario en el ejército alemán. El 13 de octubre de 1918, poco antes del final de la guerra, sufrió un ataque de gas venenoso cerca de Ypres (Bélgica). El cabo austríaco quedó temporalmente ciego a causa de los gases tóxicos y fue trasladado a un hospital, donde le comunicaron poco después que Alemania había perdido la guerra.
Fue un golpe durísimo para aquel joven ultranacionalista. El Tratado de Versalles impuso reparaciones de guerra y sanciones económicas tan perjudiciales y humillantes para el país que los alemanes y el propio Hitler lo tomaron como una afrenta que jamás olvidarían. En la primavera de 1919 Hitler regresó a Múnich y trabajó como espía militar, investigando a los numerosos grupos socialistas que comenzaban a proliferar en Alemania.
En septiembre de ese año, le ordenaron que se infiltrase en el Partido Obrero Alemán (DAP), que resultó ser un nido de nacionalistas fanáticos al que pronto se sumó Hitler. Un año después, aquel grupúsculo de pangermanistas xenófobos pasó a denominarse Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP), más conocido como Partido Nazi.
El fracaso del primer intento
Hitler planteó utilizar la capital bávara como base de su lucha contra la República de Weimar. El 8 de noviembre de 1923 organizó un golpe de Estado, el Putsch de Múnich, junto a un contingente de las SA. Con ellos llegó a la cervecería Bürgerbräukeller, donde el gobernador de Baviera, Gustav von Kahr, pronunciaba un discurso. El líder nazi, flanqueado por Hermann Göring, Alfred Rosenberg y Rudolf Hess, entró en la cervecería y proclamó la revolución nacional, reteniendo en el local al comisario de Baviera y a dos de sus hombres de confianza, Von Lossow y Von Seisser.
Horas después, las fuerzas de las SA ocuparon el Ministerio de Defensa bávaro y luego marcharon hacia la Odeonplatz, donde se encontraba un grupo de policía que les bloqueó el paso. De repente, sonó un disparo y de inmediato comenzó un tiroteo en el que murieron catorce militantes nazis.
Una vez abortado el golpe de Estado, se celebró un juicio en el que Hitler fue condenado a cinco años de reclusión, aunque solo cumplió nueve meses. El dirigente nazi aprovechó su estancia en prisión para redactar Mein Kampf a su secretario Rudolf Hess. El fracaso del Putsch convenció a Hitler de que la única forma de acceder al poder era creando un partido de masas que se hiciera con el control del país por la vía constitucional.
Creación y ascenso del Partido Nazi
En junio de 1926, el NSDAP celebró una reunión en Múnich en la que Hitler se hizo prácticamente con el control de esa fuerza política emergente. A partir de entonces, los nazis organizaron miles de mítines por todo el país, algunos de los cuales sirvieron de plataforma para el nuevo líder, cuyo estilo histriónico y cuyos mensajes simples y contundentes sobre los agravios que sufría Alemania lo catapultaron a la fama.
“El judío es y sigue siendo el enemigo del mundo y su arma, el marxismo, una plaga de la humanidad”, escribió Hitler en la publicación Völkischer Beobachter (El observador del pueblo) en 1927. Desde entonces, el líder del Partido Nacionalsocialista utilizó todos los medios propagandísticos a su alcance para reforzar el antisemitismo que ya existía en Alemania.
Pero, ¿cómo fue posible que una nación europea cultivada engendrase un régimen capaz de provocar la Segunda Guerra Mundial y asesinar a seis millones de judíos? No se pueden subestimar los daños y la humillación que provocaron los términos del Tratado de Versalles, cuyas fuertes sanciones territoriales y económicas ponían de rodillas al país.
La humillación del Tratado de Versalles no fue el único factor que contribuyó al ascenso del Partido Nazi. La crisis económica de los años veinte hizo que buena parte de los votantes de centro derecha volviesen su mirada hacia Hitler. El 14 de septiembre de 1930, el Partido Nazi pasó de golpe de doce a 107 escaños en las elecciones, convirtiéndose en la segunda fuerza política del Reichstag. Así comenzó el fatídico idilio de los alemanes con Hitler. La vida parlamentaria de la República de Weimar nunca se caracterizó por su estabilidad. Resultaba muy difícil crear mayorías parlamentarias y mantenerlas. Los partidos de derechas no querían pactar un gobierno de coalición con el NSDAP, ya que los nazis exigían que Hitler dirigiera la jefatura del país.
El gobierno alemán, en manos nazis
Finalmente, el 30 de enero de 1933, el anciano mariscal Paul von Hindenburg presidió la designación oficial de Hitler como nuevo canciller del Tercer Reich. Aquel día murió la República de Weimar y nació un régimen que conduciría a la guerra mundial y al horror del Holocausto. Por la noche, huestes uniformadas de las SA y las SS desfilaron ante la inscripción que puede leerse en la fachada del Reichstag (Dem Deutschen Volk, “El pueblo alemán”).
Una vez en el poder, Hitler desmontó con gran rapidez y violencia toda la estructura democrática alemana, suprimiendo la autonomía de los Länder (estados federados), ordenando la disolución de los demás partidos políticos, prohibiendo los sindicatos libres y reprimiendo a los desafectos. En el tiempo que duró el Tercer Reich, nunca se volvieron a convocar elecciones. “La dictadura de Hitler equivalió al colapso de la civilización moderna, una especie de explosión nuclear dentro de la sociedad moderna”, subraya el historiador británico Ian Kershaw.
El nuevo régimen regularizó la esterilización de personas con enfermedades supuestamente hereditarias y dictó numerosas leyes contra la minoría hebrea, entre ellas las de Núremberg, que prohibían los matrimonios y las relaciones sexuales entre judíos y alemanes no judíos y privaban a aquellos de su nacionalidad alemana.
Se abre la veda a la invasión
Ese fue otro de los detonantes que contribuyó a poner en marcha la implacable maquinaria del exterminio que costó la vida a seis millones de judíos.
Los nazis proclamaban que la raza indogermánica tendía hacia la expansión de su territorio vital (Lebensraum). Richard Walther Darré, uno de los máximos responsables de la política racista del Tercer Reich, era un gran defensor de la utopía colonizadora agraria de los arios. “La existencia de un pueblo sin espacio suficiente es el problema original de la historia desde que existe el campesinado indogermánico en Europa del norte”, escribió Darré.
Sus teorías fueron tomadas al vuelo por los nazis para reforzar sus pretensiones de expandir el espacio vital alemán hacia el Sarre (enero de 1935), Austria (Anschluss de marzo de 1938), los Sudetes (octubre de 1938), la región lituana de Memel (marzo de 1939), Checoslovaquia y Polonia (1939). Poco después ocuparían otros territorios del este durante la invasión a la Unión Soviética (junio de 1941).
La ocupación de esos territorios debía proporcionar las tierras necesarias para que las falanges de la Wehrmacht se instalasen en ellas una vez finalizada la guerra. Los profesionales liberales, ingenieros y gentes del mundo académico de aquellos países sometidos serían eliminados, dejando al campesinado local las labores agrícolas necesarias para alimentar el Imperio. El resto del populacho trabajaría en las poderosas corporaciones industriales alemanas que se levantarían en las devastadas naciones del este.
Tras los nefastos Acuerdos de Múnich firmados el 30 de septiembre de 1938, el primer ministro británico conservador Chamberlain y el socialista Daladier, presidente del gobierno francés, aceptaron lo inaceptable al entregar la provincia checa de los Sudetes a los alemanes con la solemne promesa de que Hitler no reclamaría ningún otro territorio. Pensaban que así frenaban una guerra que no deseaban. En la memoria del pueblo francés e inglés estaba todavía muy vivo el recuerdo de la Primera Guerra Mundial.
Pero Hitler los engañó. Firmó un tratado de no agresión con Stalin y dio la orden de invadir Polonia y tomar el pasillo de Dantzig. El dictador nazi estaba persuadido de que Inglaterra y Francia no intervendrían. “¿Quién querría meterse en una guerra mundial por Dantzig?”, se preguntó el Führer. Horas después, franceses e ingleses declararon la guerra a Alemania. El drama estaba servido.
A las 04:45 horas del 1 de septiembre de 1939, Hitler ordenó atacar Polonia. El jefe de la policía nazi, Reinhard Heydrich, uno de los miembros más sanguinarios del régimen, puso en marcha el plan que justificaba la invasión alemana. La idea era simular un ataque de guerrilleros polacos a los cuarteles de guardabosques de la ciudad de Pitschen (actual Byczyna, en Polonia) y a la emisora de Gleiwitz (actual Gliwice), desde donde radiarían un comunicado incitando a la rebelión de la población en la Alta Silesia.
El horror se desata en Europa
Hombres de las SS se encargarían de ejecutar a unos cuantos prisioneros del campo de concentración de Sachenhausen (Berlín), previamente drogados y vestidos con uniformes polacos. Sus cuerpos fueron abandonados como testimonio del supuesto ataque de guerrilleros polacos. “Resulta escalofriantemente simbólico que las primeras víctimas de la Segunda Guerra Mundial en Europa fueran prisioneros de un campo de concentración asesinados para escenificar una burda farsa”, señala el historiador británico Antony Beevor.
Ya no había vuelta atrás. La enloquecida ambición territorial de Hitler desató una guerra que causó una hecatombe mundial. Entre el 24 y el 28 de mayo de 1940, en el Ministerio de Guerra de Londres, Winston Churchill se enfrentó al derrotismo de parte de sus colegas y de la propia sociedad británica, que apostaban por un acuerdo con la Alemania nazi, dado que creían imposible derrotar a su poderoso ejército. Si el Reino Unido estaba profundamente debilitado y su ejército atrapado en Dunkerque, Francia se encontraba a punto de la rendición.
Hitler, que no quería entrar en guerra con Gran Bretaña, pensaba que Churchill tenía los días contados como primer ministro y que su sucesor estaría dispuesto a negociar una capitulación con Alemania. Pero Churchill supo galvanizar el deseo de resistencia de los ingleses y en mayo, en la Cámara de los Comunes, lanzó su más famosa frase: “Sangre, sudor y lágrimas”.
Con el respaldo de la mayoría de los británicos, el mandatario se jugó el todo por el todo en la Batalla de Inglaterra. Y ganó la partida. Su determinación de no ceder ante Hitler fue uno de los grandes momentos de la Segunda Guerra Mundial. Tras el fracaso de la Luftwaffe, que no pudo derrotar a los pilotos de la RAF, Hitler abandonó la idea de invadir el Reino Unido, centrando todos sus esfuerzos en la lejana e impenetrable Rusia. Pensó que, una vez derrotara a los bolcheviques, Churchill se plegaría a sus deseos.
Guerra de exterminio a nivel mundial
En junio de 1941, tras haber conquistado Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica y Francia, el envalentonado Hitler lanzó a unos tres millones de soldados a la conquista de la Unión Soviética. La Operación Barbarroja incluyó el despliegue de unos 3.600 carros de combate, 600.000 vehículos motorizados, 7.000 piezas de artillería y 2.500 aviones.
El posterior bombardeo japonés a la base naval estadounidense de Pearl Harbor convirtió el conflicto europeo en una guerra de exterminio total que se extendió prácticamente por todo el globo. El nazismo, el fascismo y el imperialismo nacionalista japonés desataron todos los infiernos. El mundo asistió con desesperación y congoja a una brutal carnicería, cuyo coste final sería la muerte de más de 60 millones de seres humanos.
Cortesía de Muy Interesante
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