El Nilo y su inundación anual cumplieron un papel clave en el desarrollo estatal y religioso del Egipto faraónico. Según las creencias de los egipcios, sus aguas retrocedieron para desvelar la presencia de un montículo de tierra primigenio en el que se sentaba el dios Atum, el creador del universo. Los templos solían contener una réplica de aquel montículo, que recreaba la formación del mundo.
Si el Nilo fue uno de los primeros mitos de la creación para los egipcios, el faraón era el representante de dios en la tierra y a su vez delegaba sus funciones en los sacerdotes, que pasaron a ser una casta poderosa y privilegiada. Ellos marcaban los rituales que debían seguir los egipcios para adorar a los dioses y también los que permitían que el alma del faraón llegara al más allá.
Las relaciones comerciales con otros pueblos de Oriente Medio enriquecieron al país, pero no despejaron el peligro que suponían las incursiones extranjeras desde Palestina y Nubia. Sus vecinos del norte y del sur codiciaban las riquezas que atesoraba el valle del Nilo, lo que obligó a los faraones a reforzar sus ejércitos para defender la integridad territorial del país. La frontera nororiental a lo largo de los márgenes del delta del Nilo siempre fue un coladero, a través del cual se infiltraban inmigrantes de las empobrecidas tierras situadas más allá de Palestina.
En tiempos de la Dinastía IV, los egipcios tuvieron que defenderse de las incursiones realizadas periódicamente por los pueblos sureños de Uauat (la Baja Nubia), lo que suponía un gran desafío a la seguridad de Egipto. En realidad, el problema nubio siempre representó un desafío directo a la hegemonía de los faraones.
Sus vecinos admiraban la forma de vida de los egipcios y sus suntuosas construcciones, como la pirámide escalonada del faraón Zoser, la más impresionante de la necrópolis de Saqqara, cuya construcción corrió a cargo del arquitecto Imhotep. Esta enorme tumba funeraria inspiró la posterior construcción de las grandiosas pirámides que salpican los alrededores del actual El Cairo. El faraón Jufu (Keops en griego) fue el que patrocinó el monumento más grande y elegante de todos, la Gran Pirámide de Guiza, que abarca una superficie de más de cinco hectáreas. Pese a su enorme tamaño, se alineó y se orientó con absoluta precisión hacia el norte geográfico. La obsesión de los faraones de ser inhumados en mastabas, primero, y pirámides, después, provocó que se creara una potente economía alrededor de los enterramientos.
Del apogeo a la primera crisis
Legiones de embalsamadores, artistas y artesanos trabajaron a destajo para dotar a los reyes fallecidos de un rico ajuar funerario, en el que sobresalían elegantes sarcófagos decorados con pinturas, todo tipo de joyas, el lino con el que embalsamaban los cadáveres y otros objetos suntuosos. Toda una tentación para los ladrones de tumbas. La magnificencia de las tres pirámides de Guiza –la de Jufu (Keops), la de Jafra (Kefrén) y la de Menkaura (Micerino)– marcó el apogeo del Egipto faraónico, un Imperio regido por una monarquía absolutista. Los faraones se mostraban ante sus súbditos como reyes poderosos a la vez que como dioses infalibles, perfectos y temibles. En pleno auge económico, el Estado creó nuevas ciudades como Lunet (la actual Dendera) o Tebas, que desplazó a la antigua Nubt.
Tras la muerte del faraón Pepi II en 2175 a.C., Egipto se sumió en una grave crisis dinástica. Los grandes proyectos de construcción se abandonaron, lo mismo que las expediciones al exterior en busca de recursos. Aquella época de turbulencias sociales y políticas desembocó en una guerra civil que marcó la vida a cuatro generaciones de egipcios (2080-1970 a.C.). La contienda fratricida quedó reflejada en los monumentos de la época, adornados con abundantes escenas de soldados.
Años de guerra cruenta
“Nunca antes la sociedad egipcia había estado tan militarizada”, escribe el egiptólogo británico Toby Wilkinson en su libro Auge y caída del Antiguo Egipto. Los tebanos se consideraban a sí mismos como los legítimos sucesores del Imperio Antiguo y veían a los gobernantes de Heracleópolis como rebeldes contra un Estado centralizado.
Las diversas provincias egipcias se unieron a uno u otro bando, cambiando de bandera cuando las cosas pintaban mal. Tras años de cruentos enfrentamientos, los tebanos dirigidos por Mentuhotep II atacaron Heracleópolis y la destruyeron, imponiendo a uno de sus jefes militares como gobernador de la ciudad.
Tebas, nueva capital de Egipto
Los vencedores trataron con especial dureza a los rebeldes, arrasando sus últimos reductos e incendiando sus campos. Una vez lograda la victoria, Mentuhotep lanzó a sus hombres a la Baja Nubia para frenar las incursiones de estos ancestrales enemigos de Egipto. Con las fronteras exteriores aseguradas, el monarca se centró en el gobierno de Tebas, una ciudad situada en la orilla oriental del Nilo y dotada de unas excelentes vías de comunicación.
Tebas ya tenía entonces una próspera comunidad de familias acomodadas y una naciente clase media de comerciantes y funcionarios. La victoria tebana convirtió a la ciudad en la nueva capital nacional. Haciendo gala de una gran megalomanía, Mentuhotep se autoproclamó como el elegido de los dioses, ordenó construir templos en su honor y adoptó un nuevo título: Seme-tauy, “el que unifica las Dos Tierras”. Las provincias abandonaron las tentaciones independentistas y el país volvió a ser un territorio unido, gobernado por un poderoso faraón-dios.
Nace el Imperio Medio
El final de la contienda civil abrió las puertas al Imperio Medio, un período cargado de acontecimientos sociales y políticos que tendrían un efecto profundo en el curso de la historia del Antiguo Egipto. Fue asimismo la edad de oro de la literatura, con clásicos como Historia de Sinuhé, El marinero náufrago, Profecía de Neferti y otros textos, que han aportado un caudal de datos sobre la vida cotidiana en el país del Nilo. A través de ellos, podemos ver su mundo tal y como ellos lo vieron.
Las obras escritas, que estaban al servicio de la casa real, abordaban temas complejos y también eran un instrumento de propaganda que cantaba las grandezas del monarca y el amparo de los dioses al país del Nilo. Los escribas del faraón Senusert I lograron una gran obra con la Historia de Sinuhé, que cuenta la atribulada odisea de un cortesano que huye de Egipto al enterarse del asesinato de Amenemhat I y encuentra refugio en Palestina, donde adquiere fama y riqueza. Pero cuando su vida llega al final, anhela regresar a su patria y reconciliarse con su rey. El éxito que tuvo Historia de Sinuhé en Egipto se debe a la elegancia de su escritura y a la excelente descripción de las emociones de su protagonista. La obra también fue un brillante ejercicio propagandístico, al mostrar el arrepentimiento y la lealtad de Sinuhé hacia el faraón, “el que vigila y ve lo que hay en los corazones de los mortales”.
Durante el Imperio Medio, el poder de Egipto se hizo sentir en nuevas áreas geográficas llegando hasta el Egeo, Chipre, Anatolia, la costa del mar Rojo y Nubia. Aquella influencia política y territorial fue posible gracias a los reyes de la Dinastía XII (1938-1755 a.C.), cuya brutalidad fue superlativa, tanto con sus enemigos como con su pueblo. Durante ciento ochenta años, los destinos de las Dos Tierras estuvieron regidos por ocho monarcas de una misma familia.
El despotismo de Amenemhat i
Bajo su mandato, la ciudad de Tebas cobró una vital importancia y gran parte de Nubia fue conquistada y anexionada. Para preservar su poder absoluto, los faraones desplegaron una gran maquinaria propagandística y aplicaron tácticas de terror con el objeto de reprimir cualquier atisbo de resistencia que pudiera amenazar su reinado. El fundador de la dinastía, el faraón Amenemhat I, era consciente de sus orígenes plebeyos y decidió apuntalar su reinado con un movimiento inaudito hasta entonces en el país: resolvió coronar a su hijo y heredero cuando él todavía regentaba el poder. De esa forma, el príncipe Senusert se convirtió en corregente hacia el año 1918 a.C. Padre e hijo gobernaron juntos durante una década más, hasta que Amenemhat fue asesinado en un complot urdido por enemigos de su régimen. El hijo asumió el poder completo y continuó con el tiránico gobierno de su padre.
La etapa de los hicsos
Al final de su largo reinado, que duró casi medio siglo, los territorios de Egipto y de la Baja Nubia estaban férreamente controlados por el gobierno central. Desde el otro lado de la frontera sur llegaban grandes cantidades de oro y piedras preciosas, que permitieron a los joyeros diseñar joyas y objetos lujosos que embellecieron la corte del faraón. Los estrechos vínculos entre los egipcios y sus vecinos asiáticos se mantuvieron en la península del Sinaí, donde los palestinos ofrecían apoyo a las expediciones mineras egipcias.
Esta situación favoreció la inmigración pacífica de asiáticos a Egipto, un proceso que a la larga provocó nuevas tensiones en el país. La Dinastía XII reinó con brutalidad, pero también facilitó un innegable período de prosperidad económica y artística, que empero concluyó con un nuevo repunte de desórdenes políticos y sociales. La etapa más turbulenta para el país comenzó durante el Segundo Período Intermedio (1800-1550 a.C.), cuando tomaron el poder los hicsos, un pueblo de lengua semítica procedente de la costa libanesa que asentó su capital en Avaris (en el delta del Nilo, actual Tell el-Daba) y conquistó Menfis, obligando a la corte a retirarse hacia el sur para establecerse totalmente en Tebas.
La llegada al trono del rey Jyan marcó el apogeo del poder hicso, cuyos militares introdujeron el caballo y el carro de guerra. Sus gobernantes fundaron las Dinastías XV y XVI, pero no ocuparon todo el territorio egipcio. Tebas y otras ciudades del sur nunca llegaron a estar totalmente bajo su control. Pese a todo, el influjo del poder hicso gravitó durante muchos años sobre el valle del Nilo.
El coronamiento de Sobekemsaf supuso un respiro para los tebanos, que comenzaron a preparar un poderoso ejército para enfrentarse a los odiados invasores. Pero cuando Tebas inició la ofensiva contra los hicsos, un ejército nubio al mando del soberano de Kush cruzó la frontera y arrasó numerosos pueblos del Alto Egipto. Amenazado por potencias extranjeras en el norte y en el sur, Egipto se enfrentaba a perder su independencia.
El comienzo de la liberación vino de la mano del faraón Kamose, que condujo a sus tropas hacia el sur para acabar con los nubios. Una vez restableció la administración egipcia en la región, Kamose inició la batalla contra los hicsos, pero murió en 1539 a.C. sin haber visto la victoria. Diez años después, el rey Ahmose tomó el testigo y dirigió a su ejército hacia el delta del Nilo para conquistar Menfis y arrasar la ciudad enemiga de Hutuaret. Su capacidad militar y determinación devolvieron la grandeza a Egipto.
Hacia un nuevo esplendor
Tras expulsar a los hicsos y frenar la invasión nubia, Ahmose y sus descendientes potenciaron el poder de la monarquía, consolidando definitivamente a la ciudad de Tebas como el centro neurálgico de la Corte en el Alto Egipto y como capital religiosa del Imperio Nuevo. Los faraones reanudaron la extracción de alabastro, arenisca y turquesa y la exportación de metales preciosos, renovando la actividad creadora de artesanos, joyeros y arquitectos.
En el transcurso de un solo reinado, Egipto expulsó a los hicsos y nubios de sus tierras, se consolidó como potencia en Oriente Próximo y recuperó las vitales minas de oro de Nubia, lo que cimentó las bases del poderoso Imperio Nuevo. La liberación del yugo hicso fue recordada por las generaciones posteriores como un momento clave de restauración nacional y renacimiento cultural. A los reyes que encabezaron la reconquista del país se les consideró como liberadores y unificadores equiparables a Mentuhotep.
En aquellos momentos de crecimiento y euforia, la Corte egipcia cometió un error que pagarían sus sucesores. Las familias reales de finales de la Dinastía XVII comenzaron a practicar el incesto para reforzar el linaje real y defender el trono de posibles intrusos, lo que a la larga causó enfermedades degenerativas y casos de esterilidad en sus descendientes. Esa reducción de riqueza genética afectó al faraón Amenhotep I (Amenofis), que no pudo engendrar hijos, razón por la que adoptó como heredero a Tutmosis, cuyos orígenes permanecen oscuros.
Se supone que fue hijo de la princesa Senseneb, pero se desconoce el nombre de su padre. Al no ser hijo del anterior faraón, requisito imprescindible para reinar, tuvo que casarse con la princesa Ahmose, probablemente hija o hermana de Amenhotep I, lo que legitimó su posición. Con Tutmosis I comenzó el Imperio Nuevo.
Cortesía de Muy Interesante
Dejanos un comentario: