El desenlace de la guerra en Europa Oriental tiene implicancias geopolíticas decisivas en los aspectos geopolíticos, estratégicos y económicos. Gran parte del nuevo orden global que se está conformando tiene su origen en el conflicto bélico que se inició mil días atrás, un 24 de febrero de 2022. En aquella oportunidad, la Federación Rusa decidió frenar la provocación de la OTAN, iniciada a mediados de los años 90. El último capítulo de la ofensiva atlantista contra Moscú pretendió instalarse en Ucrania, bajo la dirección del revisionismo neonazi, sintetizado en la imagen del designado en 2018 como héroe nacional ucraniano, el integrante de las SS, Stepan Bandera.
La administración saliente de Joe Biden ha decidido condicionar a Donald Trump generando una escalada en el conflicto. Busca en forma desesperada una respuesta nuclear rusa para cambiar la promesa trumpista de poner fin al conflicto. La autorización de Washington para utilizar misiles estadounidenses contra Rusia tiene toda la intención de entregar una situación geopolítica caótica a la próxima administración del magnate neoyorquino.
El mandatario que iniciará su segunda presidencia en enero próximo tiene sus objetivos puestos en el Sudeste Asiático y en el Cercano Oriente. En el primer caso, para contener la emergencia de la economía china, y en el segundo, para configurar un acuerdo entre el eje petrolero e Israel para resquebrajar o aislar a la República Islámica de Irán. Trump manifestó que los 175 mil millones de dólares aportados a Ucrania han debilitado la economía estadounidense ya socavada por la pérdida de la productividad y la competitividad respecto a Beijing. El vicepresidente electo James David Vance ha señalado la necesidad de que Ucrania ceda tierras capturadas a la Federación Rusa y que se olvide de sumarse a la OTAN.
Mientras Occidente elude asumir la obvia derrota militar, mediante la apelación a formatos de guerra cognitiva, manipulación de los algoritmos e influencers, Moscú continúa su avance en el campo de batalla contra los 32 países que conforman la OTAN. En la última semana Washington, París y Londres autorizaron a Kiev el lanzamiento de misiles de mediano alcance, Atacms estadounidenses, Storm Shadows británicos y Scalp franceses.
Para evitar que la política exterior estadounidense pueda modificarse en enero próximo, los globalistas del partido demócrata lanzaron un manotazo de ahogado, habilitando la utilización de misiles de crucero y minas antipersonales a Ucrania. La respuesta dejó perplejos a los analistas estratégicos de Bruselas, sede del secretario general atlantista, el neerlandés Mark Rutte: un día después del ataque con Atacms, Moscú respondió con un misil balístico Intercontinental (ICBM) denominado Oreshnik (traducible del ruso como “color avellana”), capaz de alcanzar velocidades hipersónicas de Mach 10 (alrededor de tres kilómetros por segundo), entre seis y diez veces más rápidos que los misiles de crucero entregados a Kiev.
El ataque, preanunciado por Vladimir Putin, tuvo como objetivo la planta industrial YuzhMash en Dniepropetrovsk donde se ensamblan los propulsores balísticos ucranianos Yuzhmash. El desarrollo misilístico ruso se ha acelerado como consecuencia de la ruptura unilateral, por parte de Washington, del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (Tratado INF) en 2019.
El Instituto de Estudios de la Guerra, con sede en Washington, que hace un seguimiento diario del conflicto, señala que Moscú se ha apoderado de 110.649 kilómetros cuadrados de territorio ucraniano, mientras que Kiev ha logrado intervenir apenas 500 kilómetros cuadrados de territorio ruso, en su incursión en Kursk. Las Fuerzas Armadas de la Federación, por su parte, han tomado más de mil kilómetros cuadrados entre el 1 de septiembre y el 3 de noviembre, exhibiendo una fortaleza indudable. Eso implica que Moscú ha ganado casi seis veces más territorio ucraniano en 2024 que en un año anterior. Durante ese mismo lapso, Volodimir Zelenski ha sufrido graves aprietos para sumar mercenarios y reclutas.
La guerra es la continuidad de la política por otros medios. Y eso que entendemos como política remite a varias dimensiones del poder y de la capacidad para imponerle al enemigo determinadas condiciones. Los resultados de todo enfrentamiento bélico concluyen con una capitulación (como la admitida por la Alemania nazi en 1945), un armisticio, que suspende las acciones militares sin darle resolución final al conflicto (suspendiendo las hostilidades), o mediante un acuerdo de paz. En los tres casos, la guerra en Europa Oriental concluirá con una derrota de la OTAN, escenario con el que se profundizará la mutación estructural del poder global.
El lúcido e infatigable analista internacional ruso Victor Ternovsky sugiere que en los próximos meses los otantistas se verán obligados a asumir tres opciones: (a) reconocer su error de haberse enfrentado a Moscú; (b) asumir la derrota militar; o (c) aferrarse a su negacionismo y demencia para perecer en un apocalipsis nuclear. Tiempos de elegir en franca derrota.
Cortesía de Página 12
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