Antes de hablar de harenes orientales, se debe aclarar que la visión que se tiene de ellos en Occidente no solo es limitada, sino que se aleja bastante de la realidad. Solemos relacionarlos con las historias de Las mil y una noches, con el palacio Topkapi de Estambul, con los califas omeyas, con esclavas y concubinas… Sin embargo, los harenes verdaderos tuvieron poco que ver con lo que Matisse, Delacroix o Ingres plasmaron en sus cuadros, con las imaginativas películas de Hollywood o con óperas como Aida, de Verdi. Además, no todos los harenes fueron iguales, empezando por los egipcios, si es que podemos denominarlos harenes.
En el siglo XIX, los egiptólogos, por culpa de una mala traducción, creyeron que la institución conocida como Casa Jeneret era un harén similar al turco. Haber traducido jeneret como “lugar cerrado” y el hecho de que allí vivieran comunidades femeninas les llevó a pensar que era un lugar de reclusión de mujeres destinadas a satisfacer los deseos sexuales del faraón.
El vocablo harén deriva del árabe harîm, o lo que es lo mismo, “aquello que es ilícito según el islam”, “lo prohibido”. Y el harén otomano era el lugar de residencia –y encierro– de las mujeres e hijos del gobernante, en el que los eunucos ejercían de intermediarios con el exterior, pues las mujeres estaban aisladas de la vida pública. En una Casa Jeneret, todo era muy distinto. Allí las mujeres solían acompañar al rey en sus apariciones en público y, además, jener puede traducirse como “tocar música y seguir el ritmo”, una de las funciones primordiales del harén egipcio. Una prueba más de su peculiaridad era la ausencia de eunucos.
Así pues, se cree que no existieron harenes en Egipto en el sentido turco del término. El harén del país de los faraones funcionaba como institución independiente y casi todas las mujeres eran reclutadas entre las capas inferiores de la sociedad, por lo que, de repente, veían en el horizonte una inesperada posibilidad de promoción. Eso le ocurrió, por ejemplo, a Nerfertiti, Gran Esposa Real de Akenatón: se cree que fue criada en un harén de Malkata.
La cantidad de mujeres que acogía una Casa Jeneret variaba considerablemente de una época a otra. Parece ser que con Amenhotep III (1411- 1352 a.C), el posible abuelo de Tutankamón, se alcanzó un récord: más de mil.
No había una sola Casa Jeneret, sino varias repartidas por todo el país (Menfis, Tebas, Mer-Ur, Malkata, Amarna…), como repartidas estaban las mujeres que residían en ellas, tanto las emparentadas directamente con el faraón por lazos de sangre como las damas pertenecientes a la nobleza egipcia, o también aquellas procedentes de países vecinos. Porque en el Imperio Nuevo (hacia 1552-1070 a.C.) empezaron a formar parte de los harenes princesas extranjeras empleadas como instrumentos de la política exterior. Enviadas al país del Nilo para casarse con el rey con el único objetivo de crear una alianza con Egipto, se instalaban en una Casa Jeneret con sus seguidoras y aportaban sus costumbres y cultura propias a aquella especie de gineceo.
Entre todas las mujeres de cualquier Casa Jeneret se establecía una jerarquía muy bien definida, ordenada principalmente según dos conceptos: el tiempo que llevaban residiendo allí (cuanto más era, más relevancia adquirían) y los títulos que les había otorgado el faraón. De ese modo, se sabía exactamente qué rango tenía cada una y, en consecuencia, su mayor o menor proximidad al rey, los favores que recibía de este y su nivel de participación en los rituales religiosos.
Esposa, madre y deidad
En la cúspide de esa pirámide femenina de poder estaba la propia reina. Era la esposa principal del faraón y la madre del príncipe heredero y, en tanto que compañera del rey, se la consideraba una diosa. Ambos, el faraón y ella, encarnaban el principio masculino y el principio femenino que garantizaban la existencia del orden o Maat, un concepto esencial de la cosmovisión egipcia que representaba la armonía, el equilibrio cósmico que imperaba en el mundo desde su origen y que era preciso conservar. Y para poder mantener la dualidad masculino-femenina, la esposa principal debía acompañar al monarca durante las ceremonias. Eso sí, siempre ocupaba un plano secundario con respecto a él. Y en ocasiones, el cargo de Gran Esposa Real lo ostentaba más de una mujer al mismo tiempo.
La siguiente mujer en importancia era la madre del rey, que poseía el título de met neswet y no tenía obligatoriamente que haber sido Gran Esposa Real del faraón anterior. Le seguían las esposas secundarias, cuyo título era hemet neswet. Estaban obligadas a entregar a sus hijos al rey y, si se trataba de extranjeras, sellaban alianzas con pueblos vecinos, como en el caso de las princesas hititas que se casaron con Ramsés II. Dada la mucha competencia, no era extraño que se crearan grandes rivalidades entre las esposas del faraón en su lucha por sentar a sus respectivos hijos en el trono, lo que dio origen con frecuencia a conspiraciones urdidas en los harenes.
Una clara jerarquía
Puesto que la familia real estaba repartida por distintas Casas Jeneret en distintos puntos de Egipto, es muy posible que en el harén del palacio donde residía el rey solo vivieran su madre, la reina y sus hijos. Esa sería la razón de que tantas esposas secundarias solo viesen al faraón en contadas ocasiones y de que incluso algunas no llegaran a encontrarse nunca con él.
Un escalón más abajo que las esposas secundarias se situaban las hijas del rey (sat neswet), que podían seguir viviendo en el harén tanto si permanecían solteras como si se casaban con alguien de su familia o con un alto funcionario. Disfrutaban de bastantes privilegios; entre ellos, contar con un séquito personal, disponer de una tumba propia y heredar de sus madres algunos cargos y títulos.
Algo más abajo, compartían espacio las hermanas del faraón (senet neswet) y sus tías y, a continuación, las conocidas como Ornamentos Reales (jekeret neswet), sobre las que existen ciertas discrepancias. Algunos expertos creen que se trataba de las concubinas del rey que, una vez hubieran dado a este algún hijo, eran libres para casarse con un alto funcionario, mientras otros opinan que se trataba de mujeres de la corte y miembros destacados de la Casa Jeneret que se encargaban de la música durante el culto.
En última instancia, las que ocupaban la base de la pirámide eran las Bellezas del Palacio (nefrwet), chicas jóvenes entre las que podían estar perfectamente incluidas las hijas del monarca, y las Amadas del Rey (nerwet neswet). En ambos casos, estas mujeres se encargaban del canto y las actuaciones musicales, interpretadas tanto para entretener al faraón como para las ceremonias religiosas.
La religión era un punto fundamental de la institución. Cada Casa Jeneret contaba con una divinidad protectora (Bastet, Hathor, Isis, Amón…) y las mujeres podían ser sacerdotisas, principal motivo por el que recibían una educación musical que incluía la interpretación de instrumentos como el laúd, la flauta, la lira o el arpa. Y puesto que la reina lo era también de todas las sacerdotisas del país, ella se encargaba personalmente de controlar que los ritos se desarrollasen con total normalidad.
Aparte de la música, la Casa Jeneret nació con otras funciones muy bien delimitadas. Como ya hemos dicho, en primer lugar era la residencia de las mujeres del rey, entre las que estaban sus esposas, pero también sus hermanas, su madre y sus tías (solteras o viudas).
Autosuficiencia económica
Todas ellas tenían prohibido llevar una vida pública, por lo que cada Casa debía contar asimismo con todo lo necesario para poder cubrir las necesidades primarias de la familia real, empezando por la alimentación, y para que no les faltase de nada y pudieran llevar una vida lujosa.
Por eso, las Casas Jeneret no solo eran instituciones independientes, sino también económicamente autosuficientes (estaban exentas de pagar impuestos). Disponían de tierras de labranza, ganaderías, granjas, molinos y talleres de muebles, de cosméticos, de perfumes… y sobre todo de textiles. Acogían una auténtica industria textil en la cual las servidoras y las esposas de origen humilde hilaban, cosían y tejían. Una de sus principales tareas era la elaboración del llamado “lino real” (el de mejor calidad), con el que se confeccionaban los vestidos de las damas.
No hay que olvidar una última función primordial; de hecho, prácticamente la única que las Casas Jeneret compartían con los harenes musulmanes: eran el lugar de crianza y educación de los hijos varones del faraón. De eso se encargaban nodrizas y preceptores, pero era la propia reina, al mando de las instituciones y de la economía, quien escogía a los maestros y decidía qué educación se impartiría en la Casa.
La educación de los descendientes reales tenía lugar en una parte concreta del recinto, la llamada Casa de los Hijos. Y es que en el harén la arquitectura y el reparto de las zonas y estancias según sus utilidades estaban perfectamente estudiados. Lo formaban varios edificios en el interior del complejo palacial, o bien independientes y separados del mismo. Se construían con gruesos muros y murallas de adobe y las estancias se decoraban con pinturas de vivos colores, tanto en las paredes como en el suelo y el techo.
Las habitaciones contaban con vestidor y baño propios, y siempre se reservaba una estancia principal con un estrado para colocar en él el trono del faraón. Sentado en este cuando venía de visita, las damas se reunían a su alrededor para deleitarle con sus interpretaciones musicales. Nunca faltaba un templo y asimismo había almacenes, zonas agrícolas y ganaderas y talleres, todo rodeado de jardines con estanques.
Rivalidad entre mujeres
Si se piensa en la Casa Jeneret como espacio para la educación de los niños y como residencia de las ambiciosas esposas del faraón, no resulta extraño que fuera también centro habitual de intrigas políticas que podían terminar en asesinato. De este modo, los harenes se convertían con frecuencia en nidos de complots y conspiraciones.
La rivalidad entre esposas estaba a la orden del día; a sus ojos, todo parecía valer con tal de que su vástago se sentase en el trono y, de paso, ella escalase posiciones, pasando de simple esposa secundaria a madre del rey. La más famosa de estas conspiraciones fue la que atentó contra la vida de Ramsés III y la conocemos gracias al Papiro de Turín, pero debió haber muchas otras. Algunas están documentadas.
Dos intrigas políticas conocidas
Uno de los complots de los que tenemos noticia se produjo durante el reinado de Pepi I, que gobernó aproximadamente entre los años 2332 y 2282 a.C. En la “autobiografía” grabada en piedra en una de las paredes de la mastaba (tumba) de un funcionario real llamado Weni, se explica que este fue llamado a declarar por el faraón en un grave caso de intriga que había tenido lugar en el harén. No hay datos que revelen quiénes fueron los traidores, pero se sabe que el rey regaló a Weni una buena cantidad de oro para que embelleciera su última morada (tal vez una recompensa de Pepi por el servicio prestado).
Otra conocida conspiración, mucho más grave, terminó con un magnicidio, el de Amenemhat I, que reinó de 1991 a 1971 a.C. Un relato breve pero detallado explica la historia, en la que el espíritu del rey asesinado avisa a su hijo Sesostris I de que los traidores pululan por palacio. Según el escrito, el faraón se encontraba en su dormitorio, solo y desprevenido. “De haber podido empuñar el arma, habría devuelto los golpes a los cobardes con una sola mano”, explica el espíritu de Amenemhat I a su apenado hijo.
Cortesía de Muy Interesante
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