La dualidad del mundo es la primera condición a que nos somete la vida. El día alterna con la noche, lo húmedo con lo seco, lo masculino con lo femenino, lo espiritual con lo material. En el plano físico, el mundo no es una sola cosa, y en el moral, tampoco. Entendemos que existe lo bueno y también lo malo. Lo bueno nos mejora; lo malo nos deteriora y, por tanto, nos asusta. Es bueno nacer, es malo morir; es bueno gozar, es malo sufrir.
No podemos evitar preguntarnos por el concepto de bueno y malo en las sociedades arcaicas, es decir, por la moral de los grupos y tribus del Neolítico. Si algún día llegáramos a saber qué consideraban bueno y qué malo aquellas gentes, probablemente toparíamos con la noción de provecho. Sería buena una gran cosecha de bayas y mala una larga estación seca; buena la salud y mala la enfermedad (hoy seguimos diciendo que alguien “está malo” o que “hace mal tiempo”). Pero ignoramos de qué modo juzgaban los caracteres individuales o qué pensaban acerca de la crueldad, el sadismo y el crimen. Seguramente tenían leyes resumidas en tabúes y prohibiciones y habían aprendido que los líderes no debían ser los más fuertes físicamente, sino los más inteligentes.
Dualismo y religión
El dualismo habría estado también en la base de nuestra espiritualidad, como se manifiesta al revisar la mayor parte de las religiones antiguas que conocemos. En las mitologías nórdicas, la dualidad de origen se establece entre el hielo y el fuego: una parte del hielo se calienta, se deshace e irriga la tierra, que se convierte en una pradera habitable. En el mazdeísmo persa, la religión de Zoroastro (siglo XVI a.C.), todo se explica por la batalla entre el bien (la luz, el fuego) y el mal (las tinieblas), encarnados en dos entidades superiores llamadas respectivamente Ahura Mazda (u Ormuz) y Angra Mainiu (o Arimán), las cuales conviven y están presentes en cada ser vivo del universo.
Siglos más tarde, las mismas tierras iraníes serían cuna del profeta Mani, refundador del dualismo mazdeísta bajo la forma del maniqueísmo, que lleva al extremo el antagonismo entre los ámbitos opuestos. Los maniqueos no admiten la responsabilidad del que obra mal, porque lo achacan al propio poder del mal sobre nuestras conductas. Andando el tiempo, parecen haber sido los maniqueos introducidos en Europa a través de Bizancio quienes pusieron los fundamentos de la única secta dualista europea, la de los cátaros o albigenses del sur de Francia, herejes católicos que surgieron tras el milenarismo del siglo XI y que entendían el mundo como resultado de la pugna eterna entre Dios y Lucifer.
Mucho más sutil y elevado, el taoísmo oriental se plantea desde el siglo IV a.C. la gran síntesis armónica de los elementos opuestos agrupados en la dualidad yin-yang. Sin embargo, aquella religión se libra muy mucho de calificar a uno de esos principios como “bueno” y al otro como “malo”. Son complementarios y ambos, en equilibrio y armonía (tao), trazan el camino de la felicidad individual. La diferencia radical entre Oriente y Occidente reproduce la que hay entre filosofía y moral.
Caín, el primer asesino
La Biblia conserva la idea milenaria de la maldad humana. Los primeros mortales desobedecen la prohibición divina de comer los frutos del árbol del Bien y del Mal –que es tanto como asimilar la moral– y son castigados por ello. Tras la expulsión del Paraíso, su primer hijo, Caín, será arrastrado por el mal y matará a su hermano menor, convirtiéndose en el primer asesino de la historia. De modo que, según el texto judaico, la maldad ya afloró en el primer humano nacido de humanos, y todos habríamos sido de la estirpe de Caín –es decir, malvados– si Adán y Eva no hubieran engendrado más tarde (a los 130 años de Adán) a su tercer hijo, Set.
No se conocen religiones seculares que promuevan o aconsejen la maldad como norma de conducta, tal vez porque si hubiese triunfado una creencia así ya no habría sociedad humana. Lo que sí ha sido habitual en las religiones desde los tiempos más remotos es la noción de que el mal también existe y actúa en el plano superior, donde ejerce una constante y eterna lucha contra el bien. Pero hay matices en la idea que los pueblos desarrollaron sobre esa pugna. Es interesante, por ejemplo, que el judaísmo no considere la existencia de una entidad maléfica enfrentada a Yahvé, de un ser rebelde a Dios, como hacen los cristianos (Satanás) y los musulmanes (Iblís o Shaitán). Claro que en ambos casos se trata de un ente superior a lo humano pero muy inferior a lo divino, que no lucha directamente contra Dios, como creían los cátaros, sino que favorece y promueve el mal entre los seres humanos.
Muchos grandes analistas se han preguntado por qué hemos necesitado inventar entidades maléficas, y la mayor parte convienen en que se trata de una pura cuestión de simetría dualista. Es como si el bien necesitara un contrapeso o un contraste sin el cual no sería lo que es: sin oscuridad, la luz no es luz, sino todo lo que hay. También se explica en razón de una directriz moral: los maléficos encarnan lo sucio, lo feo, lo aberrante, lo despreciable, así que son temibles. Curiosamente, el aspecto con el que se los describe coincide en muchos casos con los atributos que luego adoptará el demonio cristiano.
Demonios y dioses maléficos
Así, en la antigua Mesopotamia encontramos a Pazuzu, rey de los demonios del viento. Se representa desnudo y saludando con la mano derecha, con cuerpo de hombre, boca y hocico de perro, pies como garras de ave de presa y piel escamosa. Además, luce una hermosa cola de escorpión y dos pares de alas. En su estatuilla del Louvre tiene una inscripción en la espalda: “Soy Pazuzu. Soy el soberano de los malos espíritus del viento que llega rabiando desde las montañas”.
Sin embargo, este “rey de los malos” era a la vez protector contra numerosos males y contra muchos otros demonios como Lamashu, que amenazaba a las mujeres embarazadas. En realidad, parece haber estado en relación con la idea de la limpieza que produce un ventarrón al llevarse consigo la corrupción y las miasmas de la enfermedad y las plagas. Es la fuerza del mal que desplaza a otras fuerzas malvadas, el poder del mal con el que nos congraciamos para que nos evite males mayores.
Esta misma idea vuelve a aparecer encarnada no ya en demonios, sino entre las propias divinidades. Se trata de los dioses maléficos, adorados por miedo ya que son capaces de atraer toda clase de desgracias sobre los pueblos que los inventaron. En algunas creencias, estos entes temibles son crueles por naturaleza, y en otras están temporalmente enfadados, pero siempre es necesario aplacarlos. Para ello, se repite la misma fórmula en todos los extremos del mundo: los sacrificios humanos.
Así, los aztecas mesoamericanos reproducían con sus ofertas de corazones palpitantes el fundamento sacrificial con el que los cartagineses intentaban aplacar a Moloch, solo que estos últimos asesinaban a niños de corta edad en el interior de una estatua de dicho dios. Otra diferencia residía en que los de Cartago tenían la costumbre de tocar tambores y chirimías durante el ritual para ahogar los horribles gritos de los pequeños dentro de la imagen divina.
Ritos sanguinarios
Los sacrificios se hacían por miedo y por egoísmo. La idea era que de ese modo se desviaban los posibles castigos que la divinidad quisiera enviar; de manera que, en cuanto se apreciaban los primeros síntomas de que las cosas no iban bien, los sacerdotes afilaban los cuchillos y las víctimas se encaminaban al altar. Y cuanto más empeoraba la situación, mayor caudal llevaba aquel arroyo de sangre que trataba de calmar a los dioses.
Los indígenas de La Florida, por ejemplo, daban culto a un dios maléfico llamado Toia que era tan cruel y temible que incluso atacaba a sus adoradores. Se celebraba en su honor una fiesta anual en la que las madres, provistas de conchas afiladas, acompañaban a sus hijos y les hacían cortes por todo el cuerpo para ofrecer su sangre a Toia, a la vez que pronunciaban tres veces el nombre de la divinidad. Mientras tanto, los sacerdotes se internaban en el bosque, donde se entregaban a ritos secretos de los que lo único que se sabe es que regresaban a su vez cubiertos de sangre.
Los genios malvados y los demonios pueblan el mundo de la religión desde los tiempos más antiguos que conocemos. Los libros sagrados hindúes, por ejemplo, describen la existencia de genios, demonios y fantasmas de todas clases: los gandherva, los apsaras, los naga, los raksasa, cada uno con sus peculiaridades y poderes.
En otras tradiciones y religiones donde los héroes son semidioses, los malvados son, como es natural, sus enemigos. Es el caso de Gilgamesh venciendo a Hubaba, el demonio guardián del bosque de los dioses, o el más moderno mito nórdico de Odín venciendo a Loki, el astuto y malicioso gigante cuya imprevisibilidad pone en constantes dificultades a los dioses.
En las religiones que se centran en el trayecto desde la muerte hasta una segunda vida, los seres malignos actúan con frecuencia como guardianes o celadores de algo que se asimila a la puerta del cielo. Es el papel que desempeña el repulsivo Charun del panteón etrusco, que recuerda al Carón o Caronte griego, el barquero que, como aquel, introduce a los difuntos en el otro mundo.
La religión clásica que conocemos más a fondo, la griega, desarrolló una mitología extremadamente rica y llena en sus orígenes de figuras maléficas, o al menos amenazantes. Porque los dioses olímpicos son cualquier cosa menos buena gente: Cronos devora a sus hijos después de haber castrado a su padre, Urano; Zeus, rey de los dioses, es un adúltero, arbitrario y violador. Por otra parte, las entidades maléficas griegas tienen tendencia a ser del género femenino: Medusa es un espantajo que petrifica a quien la mira de frente; la Esfinge de Tebas, un monstruo leonino con cabeza de mujer que devora a quien no resuelve su acertijo.
En muchos casos, las entidades primigenias de los griegos son trasunto de ideas o nociones concretas, emparentadas a su vez unas con otras. Por ejemplo, Noche pare por sí misma una descendencia inquietante: Desdicha, Vejez, Muerte, Engaño, etc. Pero además son hijas de Noche una serie de figuras femeninas de aspecto y carácter terrible: las sombrías Moiras o Parcas, insobornables ejecutoras del destino, y las Erinias o Furias, de cabellera hecha de serpientes, que se encargan de atormentar sin pausa a los parricidas. Y finalmente también es hija de la Noche la pérfida Eris, el más temible de los males para los racionales griegos. Su nombre significaba “discordia”.
Del cielo a la tierra
Si descendemos de los cielos a la tierra, parece evidente que la remota Antigüedad debió de conocer a multitud de individuos malvados, pero la historia que sabemos solo recoge anécdotas o datos sobre desalmados que fueron reyes y gobernantes, como Falaris o Herodes, y de esos los hubo muy parecidos en todos los tiempos.
Por otra parte, los juicios históricos que no contemplan los hechos desde la perspectiva y el contexto de la época en que se produjeron son siempre desafortunados. Las pirámides de Giza aún rezuman la sangre de sus esclavizados constructores, y no por eso consideramos a los faraones unos genocidas cuya obra deberíamos reducir a polvo para borrar su odiosa memoria. Se mire como se mire, la historia es fundamentalmente un listado de los errores humanos a lo largo del tiempo, el resultado de nuestras pasiones y nuestros vicios individuales y colectivos, un catálogo del daño que de una forma u otra nos hemos infligido a nosotros mismos. Aunque, ciertamente, en ese catálogo hay víctimas y verdugos.
Cortesía de Muy Interesante
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