Antes de que Varsovia cayera en manos de Hitler, sitiada y con sus fuerzas derrotadas, el Alto Mando polaco puso en marcha su último plan defensivo: el llamado “Saliente Rumano”. Todas las unidades que aún podían hacerlo se retiraron hacia el borde de la frontera con Rumanía, donde intentarían resistir hasta que se produjera la todavía esperada contraofensiva aliada en la frontera francesa.
¡Que vienen los rusos!
Como ya sabemos, esta no se produjo. Y lo que se produjo en su lugar, el 17 de septiembre, sorprendió por completo a los polacos: ese día, las tropas del Ejército Rojo iniciaron la invasión de Polonia por el este, cogiendo desprevenidas a las escasas fuerzas que guarecían la frontera.
Fruto de los protocolos secretos del Pacto Ribbentrop-Mólotov firmado contra natura el 23 de agosto por nazis y soviéticos, esta segunda ocupación de su territorio dio la puntilla a los polacos, incapaces de abrir un segundo frente de guerra contra Stalin. La excusa de este, solemnemente anunciada, fue que actuaba para proteger a los ucranianos y bielorrusos que vivían en la parte oriental de Polonia debido al colapso de la administración de la zona tras la invasión alemana, administración que ya no estaba en condiciones de garantizar la seguridad de sus ciudadanos.
La realidad, mucho más cruda, era que Stalin y Hitler habían decidido a espaldas de Europa repartirse el país en dos áreas de influencia, más una tercera que estaría administrada indirectamente por Alemania, como se supo más tarde al desvelarse dichos protocolos.
Crímenes de unos…
La campaña rusa en Polonia fue todo un éxito. El Ejército Rojo alcanzó rápidamente sus objetivos, debido a que sobrepasaba grandemente en número a la por entonces muy mermada resistencia polaca. En torno a 230.000 soldados polacos –según otras estimaciones, habrían sido 452.000– fueron hechos prisioneros de guerra. Asimismo, miles de opositores fueron ejecutados o arrestados y enviados a Siberia y a otras zonas remotas, en cuatro series de deportaciones que tuvieron lugar entre 1939 y 1941.
El gobierno soviético se anexionó el territorio conquistado y declaró en noviembre de ese mismo año que trece millones y medio de ciudadanos polacos que vivían en la zona ocupada habían pasado a ser ciudadanos de la URSS. De este modo, la invasión (que el Politburó denominó “guerra de liberación”) incorporó a millones de polacos –y ucranianos y bielorrusos que vivían en Polonia– a las Repúblicas Socialistas Soviéticas de Ucrania y Bielorrusia. En la Polonia comunista posterior a la guerra, el asunto sería un tabú omitido de la historia oficial, que solo afloraría tras la caída del Bloque del Este en 1989.
Lo mismo sucedió con las peores atrocidades cometidas por los rusos en suelo polaco: un espeso manto de silencio, o de acusaciones de ser mera propaganda antisoviética, las cubrió durante décadas. Lo cierto es que, al haber dejado de reconocer antes de la invasión a la Segunda República Polaca como gobierno legítimo y al no haber, por tanto, existido declaración oficial de guerra, la URSS no se consideró obligada a tratar a los polacos capturados según las convenciones del ius in bello (derecho de guerra), sino que los despachó como “rebeldes” contra los nuevos gobiernos socialistas de Ucrania y Bielorrusia y los masacró con saña en numerosas ocasiones.
Las mayores matanzas fueron la del hospital militar de Grabowiec, el 24 de septiembre (42 muertos, entre personal sanitario y pacientes), las posteriores a las batallas de Grodno y de Szack, entre el 24 y el 28 (cientos de oficiales polacos fueron ejecutados), y sobre todo la espeluznante masacre de Katyn, ya en 1940, en la que se cree que pudieron perecer más de 20.000 personas.
… Y crímenes de otros
Por supuesto, los nazis no les fueron a la zaga a los soviéticos en vesania y crueldad, sino todo lo contrario. Lo más curioso es que hubo varios episodios de colaboración entre ambos invasores, pese a sus diferencias ideológicas, cuando unos y otros se encontraron avanzando en direcciones opuestas por territorio polaco.
Así, la Wehrmacht capturó la fortaleza de Brest con la ayuda de la 29.ª Brigada de Tanques soviética tras la Batalla de Brest Litovsk, el mismo 17 de septiembre de 1939. Y no solo eso: el general Guderian y el general de brigada soviético Semión Krivoshein presidieron juntos el desfile para celebrar la conquista. Igualmente, Lwów se rindió a los soviéticos el 22 de septiembre después de que los alemanes les hubieran entregado el mando de las operaciones en la zona.
Pero, dejando a un lado estas anécdotas, lo cierto es que, en el caso de Hitler, la persecución de los polacos obedecía a un plan predeterminado y secreto de genocidio que, poco después, incluiría también entre sus potenciales víctimas a sus “amigos” rusos. Su nombre en clave era Plan General del Este (en alemán, Generalplan Ost, o GPO) y fue elaborado en colaboración con Himmler en 1939 –y luego modificado en 1940– en el marco de las actividades de la Oficina Central de Seguridad del Reich, un órgano de las SS.
Se trataba de un documento estrictamente confidencial, cuyo contenido solo era conocido por los jerarcas de más alto nivel del nazismo, en el que se detallaba un proyecto de limpieza étnica concebido para ser realizado en los territorios que Alemania ocupara en la Europa del Este; empezando, claro está, por Polonia. Su objetivo: ampliar el famoso Lebensraum germano a costa de las etnias orientales “inferiores”.
Así, según el GPO, la población eslava debía ser en parte exterminada, en parte deportada y en parte germanizada para, por un lado, garantizar el espacio vital necesario a Alemania y un suministro “infinito” de alimentos a sus ciudadanos y, por otro, conjurar el “peligro eslavo” (si bien menor que el “peligro judío”, también trascendente).
Algunas de las estrategias propuestas en el plan –generar hambrunas requisando toda la producción agrícola disponible para enviarla a Alemania, disminuir drásticamente el nivel de vida de los eslavos, propagar enfermedades entre ellos, fomentar su esterilización, internar a la mayor cantidad posible en campos de trabajo forzado, prohibir sus manifestaciones culturales…– iban a ser, desgraciadamente, puestas en práctica enseguida en la Polonia ocupada, lo mismo que lo serían más tarde en Ucrania, Bielorrusia y Rusia cuando la Wehrmacht las invadiera en el marco de la Operación Barbarroja.
6 de octubre de 1939
Tras la capitulación de Varsovia, acaecida el 28 de septiembre, la suerte de Polonia estaba echada, pero los combates aún continuaron una larga semana más. Así, la Batalla de Modlin, en la que los alemanes emplearon la artillería clásica para rendir una fortaleza del siglo XIX sobre el río Narew, se prolongó agónicamente hasta el día 29. Poco antes había concluido la Batalla de Tomaszów Lubelski, la segunda mayor de la guerra tras la de Bzura y aquella en que más fuerzas blindadas utilizaron ambos contendientes. En este choque, los carros polacos consiguieron repeler el avance alemán por un tiempo hasta que se vieron cercados por culpa, otra vez, de su inferioridad numérica.
Finalmente, entre el 2 y el 5 de octubre tuvo lugar la última confrontación entre los ejércitos polaco y alemán, la Batalla de Kock. En ella se enfrentaron el Grupo Operativo Independiente Polesie, comandado por el general Franciszek Kleeberg, y el XIV Cuerpo Motorizado del ejército alemán, dirigido por el general Gustav von Wiedesheim.
El primero era la última fuerza operativa que le quedaba al ejército polaco, refugiada en los bosques al noroeste de la ciudad de Kock, y los alemanes creían que su mando ignoraba que Varsovia había caído y que por eso aún plantaba cara a la Wehrmacht. Fuera o no así, los combates resultaron encarnizados, contra lo que esperaba el mando alemán de unas tropas desmoralizadas y abandonadas a su suerte. Pero el empeño de Kleeberg estaba destinado al fracaso, y el 6 de octubre Polonia capituló por completo ante Alemania (y, subsidiariamente, también ante Rusia).
Una tibia respuesta internacional
La primera acción bélica de Hitler en su carrera por la conquista de Europa se había completado con éxito. Un éxito reforzado por la tibia reacción de las potencias democráticas: a la declaración de guerra de Francia y el Reino Unido –que, por otra parte, no dijeron apenas nada de la invasión soviética, salvo un vago comentario de Chamberlain sobre la necesidad de respetar y restaurar la integridad del Estado polaco– siguieron las de otros países como Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Sudáfrica, pero en la práctica la Segunda Guerra Mundial quedó en stand by durante meses, a falta de una verdadera contraofensiva de los aliados, resguardados tras la Línea Maginot y tras la descabellada idea de que, a lo mejor, Hitler se conformaba.
No fue así, como bien sabemos, y mientras el mundo decidía qué hacer a continuación los polacos se convirtieron –como antes los judíos alemanes, los austríacos y los checoslovacos– en víctimas sacrificiales de la locura y el terror nazis: un 20% de la población murió en los años de la ocupación y otros muchos, casi todos, pasaron por las más espantosas penalidades.
Cortesía de Muy Interesante
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