El 3 de septiembre de 1939, dos días después de la invasión alemana de Polonia, los gobiernos de Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania. Cumplían así con las distintas garantías de protección otorgadas a Polonia en caso de agresión alemana a lo largo de ese año, ratificadas en sendos tratados bilaterales firmados en mayo (Francia) y agosto (Inglaterra). En términos reales, sin embargo, la declaración de guerra no supuso para los polacos la menor ayuda.
En contra de lo que se esperaba, ninguno de los dos países hizo nada que pudiera detener, distraer o entorpecer las operaciones alemanas. En solo cinco semanas, el ejército polaco fue aplastado y Hitler se permitió incluso el lujo de proponer la paz a Francia e Inglaterra, un gesto de cara a la galería que ambos países rechazaron.
Este fue el comienzo de un período de ocho meses (hasta la invasión de Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, el 10 de mayo de 1940) conocido como la Guerra de Broma o la Guerra Falsa –Drôle de Guerre en francés, Phoney War en inglés–, en el que los enfrentamientos militares fueron escasos y los contendientes se dedicaron sobre todo a observarse y esperar. Tal inacción suponía continuar, a pesar del teórico estado de guerra, con la política de apaciguamiento de los gobiernos británico y francés de finales de los años treinta, consistente en darle a Hitler lo que pidiera –el ejemplo más flagrante fue la invasión de Checoslovaquia en dos fases– mientras no se vieran afectados sus propios intereses.
Las consecuencias que esa falta de iniciativa tuvo para los aliados las explicó muy bien Alfred Jodl, jefe del Estado Mayor alemán en 1945, durante los Juicios de Núremberg: “Si no nos hundimos en 1939 fue solo porque, durante la campaña polaca, las aproximadamente 110 divisiones francesas y británicas del Frente Occidental se mantuvieron completamente inactivas contra las 23 divisiones alemanas”.
Miedo a la contienda
Los motivos de esta postura son varios, y entre ellos sobresale el temor a las represalias alemanas. Aunque luego haya sido denostada, en su día la política de apaciguamiento gozó de un enorme apoyo popular. Dos décadas después de la Gran Guerra, se contemplaba con horror la posibilidad de un nuevo conflicto que sin duda sería mucho más brutal.
La guerra moderna ya no distinguía entre militares y civiles; buena muestra de ello eran los previsibles bombardeos aéreos, que provocaban verdadero pánico entre la población, sobre todo tras la masacre de Guernica y los bombardeos japoneses de ciudades chinas. El año anterior a la guerra se vivió con verdadero miedo. Hubo reparto generalizado de máscaras de gas, y en Inglaterra se encargaron miles de ataúdes de cartón para unos muertos que se daban casi por seguros.
Tampoco estaba muy clara la preparación de ambas potencias para enfrentarse a Alemania. En los años treinta, el gasto militar fue motivo de grandes polémicas tanto en Francia como en Inglaterra, donde había un fuerte sentimiento pacifista que se oponía al rearme. Solo en la segunda mitad de la década –y especialmente hacia el final, cuando las intenciones de Hitler eran ya innegables– se inició una carrera contrarreloj para contar con ejércitos que pudieran hacer frente a una agresión alemana (uno de los símbolos de este esfuerzo fue la producción del Spitfire inglés, a partir de 1938).
Cuando la guerra efectivamente llegó, las potencias no pensaron en sus compromisos internacionales, sino en fortalecer la defensa de sus propios territorios y, sobre todo, en evitar acciones que pudieran desencadenar represalias alemanas. Un ejemplo de ello fue la primera operación militar francesa de la guerra, la Ofensiva del Sarre. Según la Alianza Militar Franco–Polaca, en las dos o tres semanas posteriores a la agresión, Francia debía lanzar una campaña de grandes proporciones por el oeste de Alemania de modo que se redujera la presión sobre Polonia. El 7 de septiembre, las tropas francesas penetraron en el territorio alemán de la región del Sarre, donde participaron en varias escaramuzas y tomaron varias poblaciones con muy poca oposición. Las fuerzas alemanas se encontraban combatiendo en Polonia y habían dejado el flanco occidental desprotegido, tal como confirmaría luego Jodl.
Aun así, Francia nunca se planteó utilizar la artillería pesada ni hacer nada que realmente pudiera ser de utilidad a los polacos. Es más, cumpliendo órdenes del comandante en jefe del ejército, Maurice Gamelin, las tropas se mantuvieron siempre a más de un kilómetro de distancia de la línea Sigfrido, el equivalente alemán de la línea Maginot. En cuanto Alemania empezó a tener controlada la invasión de Polonia, sus fuerzas fueron regresando al oeste y Francia decidió replegarse. El 17 de septiembre, Gamelin ordenó a las tropas volver a la línea Maginot.
En Inglaterra se siguió una política igualmente cautelosa, con la que se trató de evitar las temidas represalias alemanas. El primer ministro Chamberlain se mostró devastado por el inicio de la guerra que había intentado evitar por todos los medios: “Todo aquello por lo que he trabajado, todas mis esperanzas, todo lo que he creído a lo largo de mi vida pública yace en ruinas”, dijo al Parlamento ese 3 de septiembre. A partir de entonces, intentó contener el conflicto y confió en que medidas que afectaran a la economía alemana, tales como el bloqueo, obligarían a Hitler a negociar o incluso provocarían su caída.
Tensión en el Gobierno británico
No era el único en tratar de que la guerra permaneciese latente, a ver si era posible que al final quedase en nada, un empeño que acabó rayando en el absurdo. Cuando el político conservador Leo Amery –junto a Churchill, uno de los grandes detractores del apaciguamiento– sugirió que se bombardease la Selva Negra, donde los alemanes almacenaban enormes cantidades de explosivos, el ministro del Aire, sir Kingsley Wood, le respondió: “¿Es usted consciente de que eso es propiedad privada? ¿Qué me va a proponer ahora? ¿Que bombardeemos Essen [ciudad alemana]?”. El mismo argumento se utilizó para descartar los bombardeos de fábricas.
En el gabinete de guerra que se formó para afrontar la situación, Chamberlain incluyó a Winston Churchill, a quien también nombró Primer Lord del Almirantazgo –es decir, jefe de la Marina–. Churchill era conocido por la temeridad de sus planteamientos en relación a Hitler y por una cierta desmesura de carácter, que en el pasado había conducido a estrategias peligrosamente osadas. Era el principal responsable del desastre de Galípoli, en la Primera Guerra Mundial, una tragedia que en esos días estuvo muy presente. Como era de esperar, la relación no fue fácil.
El primer ministro se quejaba de que Churchill lo atosigaba con constantes memorándums con posibles acciones –también aseguró que lo hacía para poder citarlos en el futuro en sus memorias, y acertó–, algunas de las cuales tuvo que parar, como el envío de una flota al Báltico (Operación Catherine) que se desechó por arriesgada y costosa en recursos.
Otro plan de Churchill, este aprobado por el Consejo Superior de Guerra anglo–francés (órgano conjunto que funcionó durante esos primeros meses), fue el de minar los ríos y canales alemanes, empezando por el Rin, al que se harían llegar minas flotantes de diez kilos arrojándolas en afluentes franceses (en otros casos, de la tarea se encargarían los bombarderos de la RAF). En marzo de 1940, llegó a haber 6.000 minas preparadas, pero el primer ministro Paul Reynaud vetó la idea por miedo a que los alemanes bombardearan París. La medida acabó poniéndose en marcha el 10 de mayo, día de la invasión de Francia.
Una broma sangrienta
La idea de que esos ocho primeros meses constituyeron un período incruento es muy discutible, sin embargo; al menos para los miles de personas que perdieron la vida. Es cierto que en tierra casi no hubo enfrentamientos, pero la Batalla del Atlántico se lanzó desde el primer minuto y, al margen de los perjuicios ocasionados por los respectivos bloqueos –en especial, la carencia de alimentos–, en el mar hubo episodios horriblemente sangrientos.
El 3 de septiembre, a las pocas horas de la declaración de guerra, un submarino alemán hundió el trasatlántico SS Athenia –es decir, un buque civil–, lo que causó la muerte de 112 personas entre pasajeros y tripulación. El día 17, la imprudencia de Churchill condujo a otra catástrofe: suya fue la decisión de enviar portaviones a cazar submarinos alemanes, una táctica inefectiva y peligrosa que habían desaconsejado varios expertos. El resultado fue el hundimiento del HMS Courageous, que dejó 519 muertos.
El 14 de octubre, los alemanes llevaron a cabo una acción verdaderamente espectacular: la voladura del HMS Royal Oak en la bahía de Scapa Flow, en las islas Orcadas, principal fondeadero de la Marina británica. En una operación de enorme audacia y perfectamente planeada por la Kriegsmarine, un submarino U-47 se coló en la bahía atravesando zonas de muy escasa profundidad y sorteando buques hundidos que debían servir de protección y, en mitad de la noche, hizo saltar por los aires el acorazado inglés, mientras todos dormían. Luego se marchó sin que pudieran darle caza. Murieron 834 marineros. La guerra no llevaba aún ni mes y medio y los aliados no querían atacar por miedo a las represalias.
Los desastres marítimos no afectaron solo al bando aliado. En diciembre tuvo lugar la Batalla del Río de la Plata, en la que el buque alemán Graf Spee, que se dedicaba fundamentalmente a atacar mercantes en zonas tan remotas como el Atlántico sur o el Índico, se enfrentó a dos acorazados ingleses y acabó refugiándose en la bahía de Montevideo, donde solo podía permanecer 72 horas. Engañado por la inteligencia británica para que creyese que cuando saliera a mar abierto habría una fuerza aliada descomunal esperándolo, el capitán, Hans Langsdorff, hundió su propio barco y se suicidó.
Ni el gobierno francés ni el inglés sobrevivieron al período conocido como Guerra de Broma. El primer ministro Daladier se vio obligado a dimitir en marzo del 40 por la incapacidad de Francia para ayudar a Finlandia en la Guerra de Invierno contra la URSS, y fue sustituido por Paul Reynaud. Chamberlain se convirtió en un cadáver político en la dramática sesión del Parlamento del 10 de mayo de ese año, convocada para dar cuenta de la desastrosa campaña de Noruega.
Mala suerte con las palabras
El 4 de abril, el primer ministro inglés había hecho una de esas declaraciones trascendentales que, igual que la de la “paz para nuestro tiempo” tras los Acuerdos de Múnich, luego le perseguirían. Dijo que Alemania se había equivocado al no aprovechar su superioridad inicial y sentenció: “Hitler ha perdido el autobús”. Como si se hubiera propuesto dejarle en ridículo, el día 9 Alemania invadió Noruega, un país fundamental estratégicamente porque le daba salida al Atlántico y le proporcionaba mineral de hierro para fabricar armas.
En su intento de desalojar a los alemanes de Escandinavia, el Reino Unido se enfrentó a la primera prueba realmente seria de la guerra, y el resultado fue una derrota sin paliativos. La campaña estuvo dominada por la imprevisión y el caos: los soldados no llevaban ropa ni equipo para el clima subártico; tampoco artillería antiaérea para defenderse de los Stukas, que los despedazaron. Hubo decisiones contradictorias, vacilaciones sobre los objetivos (¿Narvik o Trondheim?), rencillas entre generales y almirantes… Al cabo de un mes, tras unas informaciones iniciales absurdamente optimistas, a lo más que podían aspirar era a concluir con éxito una heroica retirada.
En la sesión del 10 de mayo, mientras Alemania daba por terminada la “broma” y lanzaba toda la fuerza de la Blitzkrieg sobre Europa occidental, Chamberlain fue sometido en la cámara a una humillación sin contemplaciones. Hubo citas de Oliver Cromwell (“Lleva usted demasiado tiempo para el poco bien que ha hecho”) y abucheos de veteranos de la Gran Guerra cargados de medallas. El primer ministro salió de allí conmocionado, temblando y con los gritos de “¡Fuera!” resonándole en los oídos, pero dispuesto a resistir. No hubo forma. Había demasiados vetos cruzados.
Cortesía de Muy Interesante
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