Era de esperar que los dos cuerpos celestes más próximos a nosotros, el Sol y la Luna, ocuparan un papel protagonista cuando nacieron la mitología y las religiones; antes incluso de que la humanidad se hubiera ganado el nombre, sus integrantes vivían sometidos a una influencia que sufrían o disfrutaban, pero que eran incapaces de llegar a comprender.
Las leyendas entre lo cálido y lo espectral
El deambular de estos astros marcaba el paso regular del tiempo, y su intensidad o humor determinaba el alcance de sus efectos, fueran estos buenos o malos. Pese a su semejanza, eran tan opuestos –uno, cálido y benéfico; la otra, fría y espectral– que solo podían ser complementarios: por eso, muchas leyendas antiguas les buscaban un origen común, acompañado de una explicación por la que nunca aparecían juntos y se repartían el tiempo en el que se manifestaban ante los mortales, pero sin llegar a encontrarse jamás en el cielo.
Los pueblo nativos norteamericanos y la luna
Por ejemplo, un mito de los indios norteamericanos establecía que el Sol y la Luna eran la representación divina de un jefe de tribu y su mujer, y las estrellas, su descendencia. Sin embargo, el primero tenía la costumbre de alimentarse de sus propios hijos, motivo por el cual estos se escondían en cuanto los primeros rayos del amanecer anunciaban la llegada de su padre. Si la Luna desaparecía unos días al mes de la vista de los humanos, era porque se había retirado a llorar por los hijos a los que su marido había conseguido devorar. En el caso de los incas, ambos astros eran hermanos, y, por igual, ancestros de su pueblo.
La Luna y las leyendas nórdicas
La misma relación fraternal hallamos en la mitología nórdica, donde Sol y Luna fueron obligados por los dioses a crear, respectivamente, el día y la noche, y se mantenían en movimiento perpetuo debido a que los perseguían, sin descanso, una pareja de lobos –Sköll y Hati–. Según una leyenda, el Ragnarök –la batalla entre dioses que terminará con el mundo– se iniciará el día en que los cánidos consigan por fin dar caza a los dos hermanos, ya que sumirán a la Tierra en la oscuridad.
La tribu keniata Luhyia y su visión de la Luna
Una creencia de los nativos de la tribu keniata Luhyia establece una variante interesante: Sol y Luna son también hermanos, pero, en un principio, ella era mucho más grande y brillante que él. Lo que sucedió es que el astro rey, impulsado por los celos, la atacó y, en la lucha que mantuvieron, ella cayó en un charco de barro que la ensució y redujo su esplendor.
Dios intervino en ese momento para terminar con las rencillas fraternales entre ambos, y su solución fue ordenarles que aparecieran en el mundo a distintas horas: el Sol luciría de día, y la Luna por la noche, donde su luz, debilitada para siempre por el combate, solo podría servir para amparar las actividades de brujas y ladrones.
Esta es una de las primeras leyendas que convierte a nuestro satélite en protector de actos inmorales, y para nada es exclusiva del pueblo keniata. Todo lo contrario: a través de los siglos, se extendió por muchas civilizaciones, algunas muy cercanas, y fue de la mano con una asociación negativa entre la influencia de la Luna y su pertenencia al sexo femenino.
La Luna como leyenda femenina
El antropólogo e historiador Julio Caro Baroja (1914- 1995) escribió cómo, mientras que a la estrella del Sistema Solar se la ha identificado, de forma casi unánime, como el principio de la vida, “la Luna, a la que con máxima frecuencia se considera como de sexo femenino, es la que, por su parte, preside la noche y la que ampara a los muertos. Las ideas de luna, mes y muerte están relacionadas en más de una lengua, y no solo en las indoeuropeas. Es la mediadora por excelencia, la que sirve para regular las acciones de los hombres, pero no la que da fuerza a sus actos, sino que su luz es fría e indirecta, muerta”.
Pero ¿de dónde surgió este reparto de sexos?
A fin de cuentas, nada habría impedido que ambos cuerpos celestes fueran considerados de sexo masculino, o incluso que se invirtieran los papeles. La bióloga y ensayista estadounidense Barbara Ehrenreich lo explicó indicando que “hay que tener en cuenta que la periodicidad de la menstruación humana coincide casi exactamente con la del ciclo lunar. Y este debía de tener una importancia fundamental para unos pueblos cuya única fuente de iluminación eran las hogueras. El sol va y viene ateniéndose a unas pautas diarias previsibles. Pero la luna se desvanece por completo durante tres noches al mes, noches que debían de ser de una oscuridad impenetrable y terrorífica. Durante otras tres o cuatro, la luna llena o casi llena ilumina el mundo nocturno, y lo volvía más seguro y amigable para los seres humanos”.
Este farol del cielo hasta permitía que actividades diurnas, como cazar y recolectar frutos, se prolongara hasta después de la puesta de sol. “Dada la importancia de la luna en la vida de los pueblos prehistóricos, no es de sorprender que la diosa arcaica, desde Mesoamérica hasta el Mediterráneo, fuera una diosa de la luna”.
La menstruación, la Luna y lo femenino
En efecto, para Caro Baroja, “la luna, el mes lunar, la idea de mes y la menstruación de la mujer misma” habrían influido “en el hecho de que la luna como divinidad y la mujer como ser humano se hallan una y otra vez asociadas”.
Y Ehrenreich precisa que “a los pueblos que ni siquiera poseían el concepto de explicación científica tal vez les pareciera que el ciclo femenino controlaba el lunar o, por el contrario, que la presencia divina de la luna se expresaba a través del cuerpo de las mujeres”.
Esta asociación iba a ser el origen, en siglos venideros, de no pocos malentendidos sangrientos. Pero es cierto que las antiguas interpretaciones mitológicas de la Luna la identificaban casi siempre con el sexo femenino y con las características entonces asociadas con este, particularmente con la maternidad: así, en la Polinesia se la llamaba Hina, la diosa creadora, y sus representantes en la Tierra eran unas mujeres llamadas wahines, palabra que con el paso del tiempo ha derivado en sinónimo de esposa, prometida o mujer en general.
La Luna con muchos nombres y mitos
Metra, la eterna, gealach y otros nombres
Para los antiguos persas, su nombre era Metra, la madre del mundo “cuyo amor lo traspasa todo”. Según la especialista estadounidense en mitos femeninos Barbara G. Walker, los indios siux la llamaban la “Anciana que no Muere Nunca”; y los iroqueses, la Eterna. Asimismo, “el nombre gaélico de la luna, gealach, se deriva de Gala o Galata, la Madre Luna original de las tribus gaélicas y galas”, especifica Walker.
No es el único antecedente de la presencia lunar en las religiones actuales que esta autora nacida en Filadelfia ha descubierto, y, en su obra “The Woman’s Dictionary of Symbols and Sacred Objects”, presenta una apabullante lista de deidades vinculadas a este astro, empezando por el nombre mismo de Europa, que originariamente significó ‘luna llena’ y fue uno de los antiguos títulos de diosas como Hera, Io, Deméter o Astarté.
Bretaña fue conocida en principio con el nombre de Albión, que, sin perfidias añadidas –pérfida Albión es una expresión para referirse a Inglaterra en términos hostiles o anglófobos–, significaba ‘luna blanca’ y era una referencia directa a la diosa hasta que la cristiandad la masculinizó y la convirtió en el mártir san Albano.
No fue el único caso: otra de las diosas lunares persas, Al-Mah, daría lugar a la palabra hebraica almah para identificar a la mujer núbil, y de ahí pasaría al cristianismo como virgen, sinónimo de María, madre de Jesucristo. Por su parte, los romanos se referían a la Madre Luna primaria, tomada de la Selene griega, con los nombres de Luna o Mana –este último nombre es el mismo con el que se la conocía en los cultos de Escandinavia, Arabia y Asia Central–.
El culto a la Luna
Pero hay más: WalKer recurre al teólogo y filósofo cordobés Maimónides (1135-1204) para afirmar que el culto a la luna fue la religión del mismo Adán, y que la Biblia abunda en rastros de su culto en los tiempos anteriores a Yahvé, como los ornamentos lunares que portaban los reyes del Antiguo Testamento; una tradición talmúdica dice que el propio Yahvé tuvo que realizar una ofrenda a la luna en reparación por haberla ofendido. Y Agla, uno de los nombres secretos de Dios, significaba originariamente ‘luz de luna’, ya que se derivaba de Aglaia, uno de los nombres originales de la diosa lunar en la mitología griega.
Buena parte de estas deidades estaban representadas por la imagen del satélite en cuarto creciente, ya que la de la luna llena habría guardado demasiadas similitudes con el disco solar.
La luna en la mitología griega
No hay que esforzarse mucho, en cambio, para rastrear la presencia de la Luna en la mitología griega, ya que esta es abundante y variada. Se la asociaba con Artemisa, hermana melliza de Apolo, y era también conocida con los nombres de Selene y Hécate.
Cada una de ellas representaba un aspecto diferente del satélite: las dos primeras personificaban, respectivamente, sus fases creciente y llena –las más benignas, que ofrecían a la humanidad un resplandor benéfico–; mientras que a Hécate, en cambio, le correspondió un perfil mucho más siniestro, ya que representaba la luna nueva, la oscuridad total, y por ello se la consideraba soberana de las almas de los difuntos, presente en el nacimiento y la muerte de cada humano, es decir, los momentos en los que el alma se unía al cuerpo y se separaba de él.
La hechicería y su relación con la Luna
No es de extrañar que su figura se asociara con la hechicería, y, más concretamente, con la practicada por mujeres, una noción que iba a seguir desarrollándose en los siguientes siglos. De hecho, las tradiciones lunares continuaron ligadas al sexo femenino durante la Edad Media.
A pesar de las advertencias de los representantes de nuevos cultos oficiales, la adoración proseguía, bien en forma de oraciones y ceremonias o de la elaboración de pasteles de avena como ofrenda a la diosa. Pasteles que, por cierto, continuamos consumiendo hoy en día, ya despojados de sus connotaciones místicas originarias, y que son fácilmente reconocibles por su forma de cuarto creciente; el motivo por el que en Francia recibieron el nombre de croissants (‘crecientes’).
Representación de culturas y lo religioso
Walker no se olvida de citar la enorme influencia que este símbolo lunar tuvo en la Arabia preislámica, ya que pasó a representar a todo el país, y sigue haciéndolo en la actualidad. El islam no se portó de forma muy distinta al cristianismo a la hora de absorber los símbolos y mitos anteriores a su llegada, comenzando por Manat, la Madre Luna de La Meca, que en principio protegía a todos sus hijos, quienes se referían también a ella como Al-Lat, ‘la diosa’. Según escribe Walker, “ahora se ha masculinizado como Alá, que prohíbe a las mujeres entrar en los mismos altares que fueron en otro tiempo fundados por sacerdotisas de la Luna”.
Esta masculinización de las principales religiones, donde las diosas originarias cambiaron de sexo o simplemente desaparecieron, iba a acabar convirtiéndose en una ofensiva en toda regla contra los cultos femeninos, con la diosa luna en cabeza. Poco a poco, su influencia fue perdiendo sus dones benéficos hasta convertirse en un ente del que convenía guardarse.
El paso decisivo del tiempo junto a la Luna
El historiador Francés Jean Delumeau, en su obra “El miedo en Occidente” (1979), recuerda que, ya desde la antigüedad, numerosas civilizaciones “atribuyeron a las fases de la luna un papel decisivo sobre el tiempo, así como sobre el nacimiento y el crecimiento de los humanos, de los animales y de las plantas”. Durante la Edad Media –del siglo V al siglo XV–, esta creencia permanecía vigente y el estado del satélite determinaba el momento propicio para recoger las cosechas, cuidar a los animales y, desde luego, contraer matrimonio.
El Renacimiento –siglos XV y XVI– no mejoró las cosas, ya que en Europa se tenían en cuenta las fases de la Luna para actividades tan diversas como “cortarse el pelo o las uñas, tomar una purga, practicar una sangría, partir de viaje, comprar o vender e incluso comenzar una enseñanza —nos cuenta Delumeau. Y añade—: En la Inglaterra del siglo XV era también una imprudencia casarse, o ir a vivir a una casa nueva, cuando la luna menguaba”.
Los lunáticos y la caza de brujas
Otros de sus efectos era producir la locura –origen del término lunático– e incluso la peste cuando estaba en conjunción con otros planetas. El concepto de deidad regidora del tiempo quedó en el olvido, y “en la Europa del inicio de los tiempos modernos son sobre todo los aspectos negativos de la luna los que se subrayan, precisamente en la medida en que es cómplice de las fechorías de la noche”, apunta Delumeau.
No era, desde luego, el mejor momento para adquirir semejante fama, si se considera que, casualmente o no, esa concepción coincidió con los inicios de la caza de brujas en numerosos países del Viejo Continente. La conjunción luna-noche-mujer nunca tuvo efectos tan funestos, ya que la inmensa mayoría de los condenados por brujería fueron personas del sexo femenino, y en todas sus presuntas confesiones la noche y la luna aparecían como sus principales aliadas. Era una fusión de los antiguos mitos de diosas nocturnas con la presunta existencia de sectas paganas que adoraban al diablo, aparecida a principios de siglo XV.
La creencia en Selene, Hécate y Diana se metamorfoseó en adoración satánica. Y los aquelarres, o reuniones de brujas y brujos, tenían lugar siempre de noche, aunque la presencia de la luna llena no se señalaba como un componente imprescindible para su convocatoria. Y, con todo, todavía en el siglo XVII se encuentran testimonios del culto a este astro en Irlanda y la Baja Bretaña, donde pueblos evangelizados siglos atrás seguían arrodillándose ante la luna nueva para rezar el padrenuestro.
El cambio de la imagen de la Luna durante el romanticismo y el humanismo
Nuevas corrientes sociales, religiosas y culturales, tan variadas como el humanismo –ligado al Renacimiento– y el romanticismo –surgido a finales del siglo XVIII–, fueron contribuyendo, cada una a su manera, a dar un importante giro.
La invención del telescopio había puesto el satélite mucho más cerca del ojo de los estudiosos, sustituyendo aquella aura mitológica que presagiaba desastres y epidemias por una exploración cada vez más precisa de sus características físicas y orbitales, mientras que los prodigios de las revoluciones industriales concibieron las primeras fantasías literarias sobre la posibilidad de que, alguna vez, el hombre llegara a hollar su superficie.
Las leyendas de la Luna en las predicciones actuales
Hoy, los mitos lunares parecen ajenos a las mentes del siglo XXI; y, con todo, no podemos olvidar el revuelo causado en las redes sociales, y en no pocos medios considerados serios, cada vez que, en los últimos años, se ha producido el fenómeno de la superluna.
Las explicaciones de astrónomos y expertos en el satélite apenas han servido para borrar la oleada de predicciones nefastas. Y es que el poder de la Luna ha alimentado leyendas durante demasiado tiempo como para que eso desaparezca de la noche a la mañana. Mientras, aquí seguimos, esperando la próxima superluna o el próximo eclipse lunar sin más preocupación que la posibilidad de que las nubes nos roben la oportunidad de disfrutar de sus vistas en el cielo.
Cortesía de Muy Interesante
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