El irresistible encanto del poder: así siguen influyéndonos los faraones egipcios

Desde tiempos inmemoriales, el poder absoluto ha ejercido una atracción casi magnética sobre la humanidad. La historia está repleta de figuras que, investidas con autoridad sin límites, fueron veneradas, temidas y, a menudo, recordadas como dioses en la tierra. Entre ellas, los faraones del antiguo Egipto representan un caso excepcional: no solo gobernaron durante más de tres mil años, sino que lograron perpetuar un sistema en el que su autoridad parecía inquebrantable, incluso después de la muerte. Pero, ¿qué es lo que hace que la imagen de estos monarcas siga cautivando a la sociedad moderna?

La respuesta, como bien señala Kara Cooney en Faraones (publicado recientemente por la editorial Pinolia), va más allá de la simple admiración por sus monumentales logros arquitectónicos o su fastuosa iconografía. Su atracción radica en un fenómeno mucho más profundo: el fetichismo del poder. Nos fascina la idea de un líder fuerte, un salvador autoritario que, en medio del caos, imponga orden y seguridad. A pesar de vivir en sociedades que presumen de democracia y participación ciudadana, seguimos idealizando figuras que encarnan la autoridad absoluta, ya sea en la política, la religión o la cultura pop. El culto al faraón, lejos de ser un vestigio del pasado, se mantiene vigente en múltiples formas.

La realeza como espectáculo

Los faraones entendieron mejor que nadie que el poder no solo se ejerce, sino que también se representa. Sus colosales estatuas, sus imponentes templos y los relieves en los que se les muestra dominando enemigos y recibiendo la bendición divina no eran simples expresiones artísticas: eran herramientas de propaganda, cuidadosamente diseñadas para reforzar su imagen como seres inalcanzables.

Hoy en día, esta teatralidad del poder no ha desaparecido. Desde las pomposas ceremonias de las monarquías europeas hasta las escenografías cuidadosamente diseñadas de los líderes autoritarios contemporáneos, la historia demuestra que la puesta en escena sigue siendo clave para consolidar el dominio sobre las masas. No es casualidad que en muchos regímenes modernos los líderes sean retratados en posturas casi faraónicas, con una iconografía que evoca la grandeza de los antiguos monarcas. En este sentido, la veneración hacia los faraones no es solo un fenómeno arqueológico, sino una manifestación de cómo el ser humano sigue respondiendo a los símbolos de poder absoluto.

La paradoja del sometimiento voluntario

Uno de los aspectos más intrigantes de la realeza egipcia es la aparente sumisión voluntaria de su pueblo. A diferencia de otras civilizaciones en las que los monarcas eran cuestionados o derrocados, los faraones lograron mantener un control casi ininterrumpido durante siglos. ¿Por qué las sociedades aceptan el autoritarismo? La Biblia ya lo planteaba en el libro de Samuel, cuando el pueblo de Israel, a pesar de las advertencias, exige tener un rey “como las demás naciones”.

Cooney nos invita a reflexionar sobre esta tendencia a entregar el destino colectivo en manos de unos pocos. Si bien en la actualidad los ciudadanos pueden elegir a sus gobernantes, persiste la tentación de buscar figuras providenciales, líderes que prometan estabilidad y seguridad a cambio de la cesión de derechos y libertades. La historia del Egipto faraónico nos ayuda a entender que el deseo de tener un líder fuerte no es una anomalía, sino una constante en la historia humana.

Desde los templos hasta los relieves monumentales, la representación del faraón era clave para reforzar su dominio sobre el pueblo
Desde los templos hasta los relieves monumentales, la representación del faraón era clave para reforzar su dominio sobre el pueblo. Foto: Istock

El patriarcado y la inmortalidad del poder

La estructura de poder en el Egipto antiguo no solo era absolutista, sino profundamente patriarcal. Aunque hubo mujeres faraonas, estas fueron excepciones en un sistema que asociaba la autoridad con la masculinidad. Cooney argumenta que esta visión del liderazgo ha perdurado en las sociedades contemporáneas, donde el poder sigue siendo, en gran medida, un espacio dominado por hombres.

Sin embargo, la autora también nos alerta sobre cómo las mismas estructuras que perpetuaron el dominio de los faraones siguen vigentes en formas menos evidentes. Desde la concentración del poder económico en pocas manos hasta la resistencia a la inclusión de las mujeres en los espacios de decisión, el legado del poder absoluto egipcio sigue resonando. Y aunque el patriarcado pueda parecer un sistema en declive, su capacidad de adaptarse y reinventarse lo hace peligrosamente resistente.

Reflexionar sobre el pasado para comprender el presente

El análisis de Kara Cooney no es solo un estudio del antiguo Egipto, sino un espejo en el que podemos ver reflejadas muchas de nuestras propias dinámicas sociales y políticas. Su obra nos muestra que la fascinación por el poder absoluto no es un rasgo exclusivo de las sociedades antiguas, sino un patrón recurrente que persiste a lo largo de la historia.

La pregunta que subyace en Faraones es incómoda pero esencial: ¿hasta qué punto seguimos siendo súbditos de las mismas estructuras de dominación que gobernaron a los egipcios hace milenios? Y, lo que es aún más inquietante, ¿podremos alguna vez liberarnos de la seducción del poder absoluto? Para descubrir más, te dejamos a continuación con un extracto del primer capítulo de Faraones.

Todos somos grupis del faraón, escrito por Kara Cooney

«Esto es lo que hará el rey que gobernará sobre vosotros: tomará a tus hijos y los hará servir con sus carros y caballos, y correrán delante de sus carros… Tomará a tus hijas para que sean perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará lo mejor de tus campos, viñedos y olivares y se lo dará a sus asistentes. Tomará la décima parte de tu grano y de tu cosecha y se la dará a sus funcionarios y asistentes. Tus siervos y siervas, y lo mejor de tu ganado y de tus asnos, los tomará para su propio uso. Tomará la décima parte de vuestros rebaños, y vosotros mismos os convertiréis en sus esclavos. Cuando llegue ese día, clamaréis pidiendo socorro al rey que habéis elegido, y el Señor no os responderá ese día». Pero el pueblo se negó a escuchar a Samuel. «¡No!», dijeron. «Queremos un rey sobre nosotros. Entonces seremos como todas las demás naciones, con un rey que nos dirija y que salga delante de nosotros a librar nuestras batallas».

Soy una egiptóloga en recuperación.

Como muchos de los que trabajamos en este campo, al principio me sentí atraída por el tema debido a un amor inexplicable e irracional por una cultura antigua que se remontaba milenios atrás. Sentí que, de alguna manera, conocía a esos antiguos pueblos, y seguí un impulso indescriptible de meterme en la máquina del tiempo académica para aprender todo lo que pudiera. Llevo trabajando en egiptología desde que entré en la escuela de posgrado en 1994, invirtiendo incontables horas en aprender y enseñar el antiguo lenguaje jeroglífico, memorizando retratos de reyes, viajando una y otra vez a Egipto, y hablando académicamente sobre lo que mi investigación ha descubierto.

La pregunta más habitual que me hacen cuando me subo a un estrado para dar una conferencia, o en un cóctel con una copa en la mano, es por qué elegí ser egiptóloga. La gente quiere saber qué hace una persona como yo en un campo como este. Pero otros egiptólogos nunca exigen mi historia de origen; en el fondo todos sabemos que nuestro impulso por estudiar ese lugar antiguo sigue siendo inexplicable, como las razones por las que nos enamoramos de alguien. El corazón quiere lo que quiere. Tal vez no quiera admitir que me atrajo el deslumbrante oro, las enormes estatuas, las pirámides cuyos códigos aún no se han descifrado, las desvergonzadas muestras de poder. O tal vez me enamoré de la idea de una realeza divina que podía materializar milagros en piedra y elaborar relatos filosóficos de u a religiosidad compleja.

Pero esa fuerza inexpugnable de la regla antigua, que antes me resultaba tan atractiva, ahora se ha vuelto amarga. Fue como darse cuenta de repente de que estás en una relación abusiva. Esa repentina aprensión no es tan cruda como la de un adicto que toca fondo; es mucho más sutil. Tu pareja te trata muy bien cuando está de buen humor y te compra cosas bonitas. Pero todo parece estar a su favor y empiezas a cuestionarte tu realidad. ¿Te está diciendo la verdad? ¿Deberías someterte constantemente a su supuesto buen juicio? Cuando lo que creías que eran verdades morales se convierten una y otra vez en mentiras, es hora de admitir que tienes un problema y buscar una salida.

Sin embargo, escapar de una situación tan asimétrica puede ser difícil. El cambio cognitivo no suele consistir en huir despavorido de un maltratador físico en plena noche. Pero sí exige desaprender lo aprendido o recordar lo olvidado. Cualquier víctima de las formas más matizadas de control psicológico sabe que es necesario un reentrenamiento cognitivo para ver lo que antes no se podía reconocer, para comprender que el líder de tu secta no tiene realmente en cuenta tus intereses, que puedes existir por ti mismo.

Las analogías con parejas maltratadoras y líderes de sectas pueden parecer exageradas. Pero de repente no puedo evitar ver a mis antaño amados reyes egipcios —y sus asombrosamente bellas producciones artísticas y cerebrales— a la luz de la política de poder empapada de testosterona del sistema patriarcal en el que vivo. Me estoy convirtiendo rápidamente en antipatriarcal y antifaraón, sea cual sea la forma que adopte el absolutismo, antiguo o moderno. Ahora vivo en un extraño mundo intermedio en el que se ha invertido el guion, en el que esos magníficos y cincelados reyes se han revelado como matones y narcisistas.

Podría decirse que soy una ingenua. Y, por supuesto, podría ser cierto. Pero ¿cuántas de nosotras hemos tenido profundas obsesiones con el mundo antiguo —¡Me encantan los templos egipcios! ¡Adoro la mitología griega!— que en realidad son síntomas de una adicción permanente al poder masculino que no podemos dejar?

Este libro presenta un análisis de cómo nos convertimos en blanco fácil para el próximo autoritario carismático que aparezca. Ya es hora de que nos demos cuenta de cómo se utiliza el fetichismo de las culturas antiguas para apuntalar el poder moderno. Y tenemos que admitir —en algún lugar en el fondo— que pensamos que el patriarca poderoso, que tiene el control, es extremadamente atractivo. Solo entonces sabremos cómo aplastarlo.

El pensamiento antipatriarcal no significa ser antimacho; tengo un hijo y un marido, y los quiero y los apoyo a ambos. Ser antipatriarcal significa negarse a apoyar un «gobierno de los padres», en el que unos pocos elementos masculinos de la sociedad se apropian de la mayoría de los recursos: un escenario en el que el miedo, la violencia, la amenaza, la vergüenza y la moralina se utilizan para mantener a todos a raya. El patriarcado ha sido el sistema social humano por excelencia desde los albores de la revolución agrícola, cuando la agricultura y la ganadería permitieron a un pequeño porcentaje de hombres monopolizar la mayor parte de los bienes materiales de la sociedad. También fue la época en que nacieron el matrimonio y los códigos legales, la religión organizada y la realeza. El patriarcado se mantuvo fácilmente durante el hipercapitalismo de la revolución industrial. Y los benefactores del patriarcado no son solo los hombres. Las mujeres también han ayudado a imponer el patriarcado, para sobrevivir o para beneficiarse individualmente.

La figura del faraón combinaba poder religioso y político, convirtiéndolo en el intermediario entre los dioses y los hombres
La figura del faraón combinaba poder religioso y político, convirtiéndolo en el intermediario entre los dioses y los hombres. Foto: Istock

Pero algunas de nosotras empezamos a pensar que el patriarca que antes parecía tan sexi ahora parece cansado, panzón, egoísta y cruel. Las religiones dominadas por los hombres, que nos atemorizaban hasta la sumisión con la amenaza del ostracismo de la «buena sociedad», ya no tienen el mismo poder sobre nosotros. De repente, se nos están cayendo las vendas de los ojos.

Sin embargo, no podemos limitarnos a destruir nuestros becerros de oro o quemar nuestros iconos, porque serían maniobras manipuladoras dentro del mismo sistema patriarcal; al fin y al cabo, las revoluciones suelen engendrar más hombres fuertes. Aun así, si no podemos inclinarnos y reclamar un trozo más grande del pastel, es hora de que nos demos cuenta de una vez de que el pastel no existe para todos de la forma en que creemos que existe. Si queremos un futuro más justo en el que todos tengamos las mismas oportunidades —la misma posibilidad de alcanzar la prosperidad y la felicidad—, el patriarcado tiene que desaparecer.

El Antiguo Egipto puede ayudarnos a comprender por qué nos inclinamos tan fácilmente hacia el autoritarismo, por qué nos atrae y nos reconforta. Este libro no es en absoluto una crónica; no es una historia de los reinados de los reyes egipcios con un cuidadoso recuento de las pruebas de todo lo que sabemos y lo que no. Es, en cambio, una impresión comparativa de los imposibles atractivos del gobierno masculino, tanto ayer como hoy.

Y es una historia que necesito contar. De hecho, ¿quién podría estar mejor preparado para explicar cómo ejercían su poder las personalidades que hacían luz de gas que alguien que estuvo muy dentro de la secta como creyente convencido?

Cuando contemplamos las pirámides, los tesoros de oro del rey Tutankamón o los altísimos pilones del templo de Karnak, ¿pensamos en la realeza divina egipcia como algo megalómano y totalitario?

Probablemente no. Nos extasiamos ante su asombrosa belleza. Pero este es el poder clave del patriarcado, y nuestra continua glorificación de sus esfuerzos solo permite ese poder. No quiero que nadie que lea este libro piense que es un examen voyerista de la antigua realeza primitiva, un tipo de institución en la que nunca participarían ellos mismos. Seguimos participando en ella.

El salvador autoritario

En el libro bíblico del Génesis, un rey egipcio perturbado por un sueño pidió a un hombre extranjero encarcelado que se lo interpretara. Ese hombre era José, el niño que había sido arrojado a un pozo por sus hermanos cuando se pusieron celosos de su túnica multicolor. Al enfrentar al rey, José fue interpelado por su habilidad para comprender la voluntad de los cielos. Respondió: «Vienen siete años de gran abundancia en toda la tierra de Egipto, pero les seguirán siete años de hambre». Una interpretación horripilante, sin duda, pero José sabía que la realeza egipcia estaba bien equipada para este desafío. «Que el faraón nombre comisionados sobre la tierra para que tomen una quinta parte de la cosecha de Egipto durante los siete años de abundancia», aconsejó. «Que recojan toda la comida de estos buenos años que se avecinan y almacenen el grano bajo la autoridad del faraón, para guardarlo en las ciudades como alimento. Esta comida debe mantenerse en reserva para el país, para ser utilizada durante los siete años de hambruna que vendrán sobre Egipto».

Como pueden atestiguar millones de fieles, el plan de José funcionó. El rey retuvo grano, lo almacenó y lo redistribuyó entre su pueblo durante esos siete años de escasez. En realidad, era extraordinariamente sencillo. Gracias a su poder autoritario, este rey pudo planificar con antelación y salvar a su pueblo. No hubo disputas ni retrasos en la corte que llevaran a todos a la ruina. Este rey egipcio, llamado «faraón» — apelativo que deriva de la palabra palacio, per-aa en la antigua lengua egipcia— se impuso porque no hubo voces que se le opusieran, ni necesidad de congraciarse con la voluntad del pueblo, ni resistencia de las élites molestas por pagar impuestos adicionales. Y como este rey tenía la voluntad ilustrada de planificar con antelación para su país —por no mencionar el acceso a los astutos consejos para poner un plan en marcha—, tuvo éxito en la lucha contra la hambruna.

Desde la perspectiva de una estadounidense que observa cómo el gobierno federal y los locales luchan por combatir una pandemia que los expertos veían venir desde hace décadas (después de todo, los historiadores estudian plagas mucho más mortíferas), una respuesta estratégica de este tipo parece inalcanzable. Durante la reciente pandemia de COVID-19, nos vimos envueltos en un remolino de rumores, cambios de rumbo de última hora, instituciones desfinanciadas y paralizadas, bravatas de nuestros líderes y la politización descarada de una crisis en la que ponerse una mascarilla, llenar los dormitorios de estudiantes o hacer cola para vacunarse se convirtieron en temas candentes.

Tal vez haya algo de cierto en la idea de que una población puede tener demasiadas libertades; puede que la libertad nos encadene mientras añoramos un pasado místico y apócrifo. En tiempos tan inciertos, es reconfortante evocar una época que percibimos como idílica, en la que reyes fuertes eran capaces de hacer cumplir las normas con fi meza, gestionar las finanzas de su país con facilidad, intervenir con sabiduría y mantener a todo el mundo a salvo. En el contexto de ese ensueño, no podemos evitar preguntarnos por qué nuestros líderes no actúan.

¿Tenía el relato bíblico de la hambruna egipcia un núcleo de verdad en el registro histórico? No directamente. Pero tenemos imágenes de reyes distribuyendo riqueza entre su pueblo. Una de las imágenes favoritas del faraón Akenatón, de la XVIII dinastía, repetida por los cortesanos en los relieves que adornan las capillas de sus tumbas, muestra al soberano y a su esposa Nefertiti asomados a su ventana de apariciones mientras arrojan tesoros de oro a las minúsculas y alegres élites de abajo. Era un tema muy popular: la graciosa entrega de abundantes riquezas por parte del rey desde los almacenes de su palacio. El rey cuidaba de su pueblo, como el faraón de la historia del Génesis. Vemos a las élites agradecidas inclinándose, con los brazos levantados para recibir esas baratijas de oro del dios-rey y su familia, como el tipo de la ofici a de la esquina que está agradecido por la opción de compra de acciones que se le ha concedido para que no se vaya a otra parte.

Algunos sostienen que Akenatón fue el primer monoteísta del mundo; otros se oponen vehementemente a esta suposición. Pero independientemente de cómo clasifiquemos su cambio de paradigma, Akenatón se entregó por completo a su nuevo dios, Atón, construyendo templos al aire libre que no requerían ninguna estatua, animal sagrado ni otro icono para representarlo. Este fue el rey que impuso por primera vez a la humanidad la noción de que dios era único, omnipresente y omnisciente: una eminencia redonda y perfecta a lo lejos en el cielo, un misterio que solo el rey podía percibir, como si dijera: «Solo yo puedo enseñarte las realidades de tu mundo». (No puedo ser la única que discierne ecos de esa filosofía en la estructura del fanatismo autoritario moderno).

Si visitas los templos antiguos de Luxor hoy en día, es posible que observes en muchos casos una figura del dios Amón toscamente esculpida junto a una imagen de un rey nítidamente tallada, sin darte cuenta de que tales relieves conservan las huellas de una épica diferencia de opiniones de antaño. Akenatón ordenó que se eliminarán todas las imágenes de Amón, pero los reyes posteriores las hicieron tallar de nuevo de manera tosca. La cuestión aquí es que Akenatón estaba tan seguro de su filosofía que podía eliminar cualquier imagen que ofendiera su pensamiento. Y por muy extravagantes que fueran sus demandas, por muy derrochadoras que parecieran sus generosas ofrendas —carne y pan amontonados en cientos de altares y abandonados a su suerte—, sus ayudantes las llevaban a cabo. Ese era el poder de la antigua realeza egipcia.

Pero lo que a primera vista parecía devoción al dios ahora huele a comportamiento narcisista, incluso psicopático. Al final, los reyes tienen tanto poder que pueden realizar crueldades asombrosas y, al mismo tiempo, gobernar y comportarse con aparente generosidad. Un régimen autoritario puede llevar a cabo un censo nacional como herramienta para ayudar a crear equidad social, pero puede utilizar esa misma información para perseguir y eliminar a los indeseables. Stalin, Mao, Kim y Trump exigieron desfiles militares y sobrevuelos para disfrute de algunos de sus pueblos, mientras otros se quedaban sin hogar y pasaban hambre. Si se les preguntara, la mayoría de las personas que viven hoy en democracias liberales dirían que no querrían que un rey las gobernara porque no quieren estar sujetas a los caprichos e intereses egoístas de un solo hombre. La sociedad es intrínsecamente desigual, pero una sociedad gobernada por un rey se percibe como tremendamente desigual. Los reyes pueden iniciar guerras con sus vecinos por desacuerdos tontos, y de hecho lo hacen, lo que provoca muerte, destrucción, ruina económica y agitación política. (La Primera Guerra Mundial, por ejemplo, fue una conflagración masiva desencadenada por las disputas entre primos hermanos de la realeza victoriana que devastó a las familias corrientes al aniquilar a una generación de hijos y destruir hogares y negocios).

La lista de inconvenientes de tener un rey es interminable. Un gobernante puede ser inestable y malhumorado, con un giro oscuro que encienda todo en llamas. Un rey puede ser estúpido, demasiado inepto para saber que está cometiendo un terrible error. Un rey puede estar loco, ser tan deficiente mental que no pueda ver la razón en los consejos de sus asesores. Y sea cual sea su estado psicológico, un rey suele rodearse de aduladores que le dicen lo que quiere oír, por lo que vive en su propia cámara de eco de devoción propagandística a sí mismo. Incluso en el momento en que su pueblo se vuelve contra él, el hombre más sorprendido por la ferocidad del rencor popular es, de hecho, su blanco.

Un gobernante es casi siempre un hombre. Rara vez las mujeres llegan a este puesto superior, quedando normalmente relegadas a ejercer su influencia detrás del trono. En Egipto, algunas mujeres fueron coronadas reinas, pero solo cuando había algún tipo de crisis. Aquellas mujeres que conseguían romper el techo de papiro tenían que someterse a una serie de compromisos, desde permanecer sin pareja y aceptar el consejo constante y no solicitado de los hombres hasta no tener ningún legado tras ser borradas de los libros de historia. Entonces, como ahora, el patriarcado guardaba celosamente los pasillos del poder, diciendo que solo un hombre podía hacer el trabajo, que el pueblo lo necesitaba, que estarían inseguros sin él. Sin embargo, los regímenes autoritarios tienen algunas ventajas. Un rey proporciona un equilibrio de poder. Tanto para las élites como para los ciudadanos de a pie, seguir a un rey es un comportamiento de aversión al riesgo. Puede que la gente no tenga tanta libertad como desearía, pero no tiene que luchar constantemente por su puesto. Para los que tienen riqueza, les permite mantener una ventaja, asegurándose de que nadie más pueda hacerse con el aro de bronce de la movilidad social.

Estatua Akenatón
La historia de los faraones nos muestra cómo la humanidad ha perpetuado la fascinación por líderes fuertes e indiscutibles. Foto: Istock

Pero sin un rey, puede haber altos niveles de competencia dentro de la sociedad, ya que todos luchan ferozmente en un juego de suma cero. Sin un rey, no hay nadie interesado en elaborar estrategias con diez pasos de antelación, solo una masa de hombres fuertes que agarran lo que pueden conseguir en un momento de oportunidad. Sin un rey, los ricos pueden abusar y explotar al pueblo sin ningún control de sus acciones. Sin un rey que reparta pequeñas porciones del pastel a su antojo, el caos es absoluto. Sin un rey que conecte con la divinidad, hay discordia religiosa. Y sin un rey, no hay nada bello que consumir con los ojos, el estómago o los oídos: nadie que encargue impresionantes templos policromados, estructuras monumentales, sonatas sobrecogedoras, banquetes para reventar botones o representaciones escénicas hilarantes.

Dejando a un lado los peligros del despotismo, muchos de quienes lidiamos con los agotadores absurdos y las constantes disputas inherentes al «gobierno del pueblo» preferiríamos relajarnos en el fuerte y paternal abrazo de un rey que nos dijera qué hacer. Anhelamos seguridad. Deseamos orden. En China, donde comenzó el nuevo coronavirus, el régimen autoritario actuó con rapidez, cerrando completamente las ciudades y protegiendo la salud de su pueblo. Y, por supuesto, aunque la gente escuchara teorías conspirativas, nunca podría hacer más que meditarlas en silencio mientras seguía órdenes.

Por el contrario, durante la pandemia de coronavirus en Estados Unidos, los líderes elegidos democráticamente discutieron constantemente, se degradaron unos a otros y se negaron a autorizar cierres, el uso obligatorio de mascarillas, ayuda financiera o servicios sociales de emergencia. Cada decisión era una batalla política, no una respuesta de salud pública.

Portada del libro 'Faraones'

Por supuesto, hay un paso muy corto entre promover la ley, el orden y la seguridad pública y utilizar el autoritarismo para el engrandecimiento personal de unos pocos, o utilizar la fuerza bruta y centralizada del Estado contra los enemigos, o exigir la asociación con el estimado líder para obtener capital social —como el oligarca ruso que sale de caza con Putin, o los senadores estadounidenses que ensalzan sus historias sobre la última vez que estuvieron con el presidente, en una amenaza no tan sutilmente transmitida a quienes no siguen la línea del partido—. Tal vez un rey otorgaría una especie de gracia divina a nuestra desordenada existencia humana, empoderándonos (a algunos de nosotros) en el proceso. Pero si este es el gobierno que algunos anhelan, con demasiada frecuencia se convierte en el gobierno que merecen.

Gran parte de la población mundial actual vive en repúblicas democráticas (o al menos así se las denomina). Incluso Vladimir Putin es «elegido» hoy en día. Las expectativas modernas dictan que se celebren elecciones de presidentes y parlamentos para que el Fondo Monetario Internacional, las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional puedan sentirse bien desembolsando sus fondos. Hoy en día, las monarquías, las dictaduras y los estados policiales se rechazan o, al menos, no se apoyan abiertamente.

Pero algunos de nosotros vivimos en lugares que se están volviendo cada vez más autoritarios, y nuestros líderes más reyes con cada elección manipulada, mientras nos rodeamos de la difusa y cálida mitología de que todos disfrutamos de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, que «el pueblo» toma las decisiones, que las protestas importan, que tenemos algo que decir sobre nuestros líderes. Y, sin embargo, día tras día, a medida que nuestras privilegiadas posiciones en la sociedad se reducen a engranajes impotentes de la maquinaria corporativa, nosotros —como las personas maltratadas que creen que sus parejas las quieren de verdad pero que solo están pasando por un mal momento— optamos por la negación, ignorando las verdaderas agendas de nuestros señores, adhiriéndonos más al matón, pensando que el fin justifica los medios, jugando a la democracia.

Cortesía de Muy Interesante



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