Muerto el emperador azteca Moctezuma II en 1520 apedreado por su propio pueblo, que lo consideraba un traidor aliado de los españoles (aunque otras teorías apuntan que los hombres de Hernán Cortés lo asesinaron), el poder recayó en su hermano Cuitlahuac, que murió dos meses y medio después de viruela.
Su lugar lo ocupó Cuauhtémoc, primo de Moctezuma. Aunque el nuevo gobernante se mostró valiente al enfrentarse a los españoles, terminaría sucumbiendo (fue apresado en la laguna Texcoco cuando intentaba escapar en una canoa).
La agonía de los mexicas
Durante siglos, el lago que rodeaba Tenochtitlán, la flamante capital azteca, había hecho de barrera contra los invasores, pero Cortés encontró una forma de evitarla: hizo que sus miles de aliados indios transportaran sus barcos por piezas atravesando las montañas, para luego montarlas y lanzarlas al agua. En mayo de 1521, lanzó a su ejército, formado por 600 españoles y 50.000 indígenas, a tomar la ciudad, iniciando un largo sitio.
A finales de julio, la sangre, la muerte y la destrucción estaban más que presentes en la capital azteca. Pero ni ante aquella situación dantesca Cuauhtémoc contempló la rendición. No lo hizo hasta el 13 de agosto, cuando los españoles protagonizaron el asalto al Templo de Tlatelolco, donde tuvo lugar la batalla final y donde toda resistencia resultó ya inútil.
Acompañado de su familia y de unos cuantos dignatarios, intentó escapar en canoa. Para unos, lo hizo por miedo; para otros, para planificar una nueva defensa. Fuera como fuese, los cronistas coinciden en que Cortés se lanzó en su busca y logró atraparlo, sin dejarle ya ninguna oportunidad más que rendirse.
Se cuenta que Cuauhtémoc pidió a Cortés que lo matase por no haber sido capaz de defender su reino. El español, en cambio, le perdonó la vida y le prometió poder seguir en el trono siempre que le pagase el tributo acordado. Pronto se vio que no era un hombre de palabra. Dejó que Cuauhtémoc gobernara Tenochtitlán en teoría, pero en la práctica lo mantuvo prisionero en Coyoacán y transfirió sus poderes a un primo suyo, Tetlepanquetzal, señor de Tlacopan (hoy Tacuba). Le parecía más manejable y dócil y creía que con él evitaría un posible alzamiento.
También coinciden las crónicas en que los españoles lo torturaron para que revelase dónde estaba el inmenso tesoro azteca guardado en el palacio de Moctezuma. Finalmente, el azteca admitió que, después de que los dioses le revelaran que el fin de Tenochtitlán era inevitable, mandó arrojar todo el oro a la laguna.
El oro azteca no se encontró nunca y Cuauhtémoc fue ahorcado el 28 de febrero de 1525, aunque la fecha exacta sigue siendo motivo de controversia. Se sabe, eso sí, que fue durante una expedición de Cortés a la actual Honduras para sofocar la insurrección de Cristóbal de Olid, que se había aliado contra él con un viejo enemigo suyo, Diego Velázquez. Cortés se llevó a Cuauhtémoc para evitar que, en su ausencia, movilizara a los suyos, pero en el trayecto le informaron de que tramaba traicionarlo. Según Bernal Díaz del Castillo, lo ejecutaron por animar a sus súbditos a asesinar a Cortés.
El final de Cuauhtémoc, el último gobernante azteca (tlatoani), estaba probablemente escrito desde que este tuvo la (mala) suerte de hacerse con el mando del imperio y, con él, de la defensa de Tenochtitlán. Con su derrota y posterior desaparición, Cortés se tomó la revancha por la humillante derrota que habían sufrido sus hombres un año atrás, en la llamada Noche Triste del 30 de junio de 1520.
Cajamarca, el final de los incas
El 15 de noviembre de 1532, Francisco Pizarro entraba con sus tropas en Cajamarca, una de las principales ciudades incas, y la encontraba casi desierta. El extremeño estaba seguro de lo que hacía; si pretendía someter a un poderoso imperio de millones de personas con apenas dos centenares de hombres (106 infantes y 62 jinetes, aunque luego se les unirían más hombres), debía ser astuto. Lo más importante era no infravalorar a su rival, el rey Atahualpa, que había ganado el trono tras haber vencido en una atroz guerra civil contra su hermano Huáscar.
Atahualpa estaba, en aquel momento, en la cima de su poder y comandaba a un ejército muy numeroso y curtido en batallas. Había accedido a encontrarse con los españoles al día siguiente en Cajamarca, y Pizarro estaba convencido de que su propósito era eliminarlo a él y a sus soldados. Pero el inca no pensaba dirigirse a una batalla. Había averiguado que los españoles no eran dioses, como sospechaba en un principio, pero si su pueblo seguía creyéndolo y veía cómo los recién llegados, entre el terror y la admiración, se achicaban ante su poder, creerían que él era un ser superior a los dioses y lo considerarían más todopoderoso aún.
Cuando el 16 de noviembre Atahualpa entró en Cajamarca sobre unas imponentes andas adornadas con plumas, oro y plata sostenidas por porteadores, no podía imaginar la tragedia que estaba a punto de desencadenarse. Los españoles les habían preparado una encerrona. Pizarro había dividido a sus hombres en tres grupos y el artillero Pedro de Candía había colocado cuatro falconetes en el Templo del Sol, desde donde tenía el campo libre para disparar sobre la plaza. Bien escondidos, los de Pizarro vieron avanzar la impresionante comitiva inca pacientemente, esperando el momento.
Cuando los incas estuvieron repartidos por toda la plaza, Atahualpa preguntó: “¿Dónde están esos perros?”. Un oficial le respondió que habían huido por miedo al poderío inca y todos quisieron creerle. En ese momento, Pizarro ordenó a su sacerdote hablar con Atahualpa. Y es que, antes de recurrir a la violencia, los conquistadores estaban obligados a intentar convertir a los nativos. Así, Vicente de Valverde, con el crucifijo en una mano y la Biblia en otra, intentó persuadirle de que debía reconocer la autoridad del único Dios y la del emperador Carlos V.
Su tentativa no solo fue en vano, sino que los acontecimientos se precipitaron cuando Atahualpa pidió al capellán las Sagradas Escrituras, para luego arrojarlas al suelo. Mientras el sacerdote se retiraba, Pizarro dio la señal de ataque: “¡Santiago y a ellos!”, y se inició “una orgía de sangre y gritos” en lo que constituyó “uno de los sucesos más luctuosos de toda la conquista”, como apunta el historiador Esteban Mira Caballos, autor de Francisco Pizarro. Una nueva visión de la conquista del Perú.
El efecto sorpresa resultó devastador. Al mismo tiempo que las cuatro piezas de artillería abrían fuego, los jinetes se precipitaron sobre aquellos hombres indefensos, dando espadazos a derecha e izquierda desde su posición de superioridad. El pánico se desató entre los incas, que intentaban escapar de aquella ratonera. Los aceros atravesaban los sayos de algodón de los nativos, infligiéndoles terribles heridas. Fue una carnicería. Aunque las cifras varían mucho según las fuentes, se calcula que hubo entre 1.500 y 2.000 muertos, incluido el séquito de Atahualpa. El mismo Pizarro atrapó al soberano cuando todos los porteadores que lo protegían habían caído.
Con la élite del ejército inca fuera de combate, muertos o presos, derrotar a la tropa en plena espantada debió resultar sencillo. Según los cronistas, la mayoría murieron aplastados, pisoteados o asfixiados por sus propios congéneres, y no hubo ninguna víctima española.
Ante esta aplastante victoria, la pregunta es por qué las fuerzas incas, muchísimo más numerosas, no pudieron liquidar a las españolas. Las razones que suelen darse son la superioridad de la tecnología militar española y que Pizarro imitó a Hernán Cortés en el actual México: capturó al rey dios y esperó a que sus súbditos fueran desmoronándose. Estos dos factores, junto con el total desconocimiento por parte de Atahualpa de cualquier posible invasor exterior, habría sido lo que habría movido a Pizarro a lanzar el anzuelo que Atahualpa mordió.
De todos modos, como apunta Mira Caballos, debió de haber algo más. En su biografía sobre el conquistador indica que, mientras el líder azteca recibió con verdadero terror a las huestes de Cortés, a las que creía dioses, Atahualpa era más inteligente y se personó en Cajamarca con más curiosidad que miedo, seguro de vencer a los invasores, pero sin infravalorarlos.
El autor también argumenta que su derrota se debió a tres grandes errores tácticos: evacuar Cajamarca y acudir a una trampa mortal; llegar a la ciudad en unas andas sostenidas por 80 nobles, una posición muy visible y arriesgada que facilitó su apresamiento, y haber tomado poco antes chicha (bebida alcohólica de maíz), lo que habría favorecido su pasividad y poca resistencia.
Tras unos meses prisionero en su palacio, Atahualpa ofreció a Pizarro llenar una estancia de oro y plata a cambio de su libertad. De nada le sirvió pagar un rescate de más de seis toneladas de oro y once de plata, pues terminó procesado y condenado a morir en la hoguera, acusado de idolatría, rebeldía y de reunir un ejército secreto para liberarlo y eliminar a sus captores.
Para evitar la hoguera, aceptó ser bautizado y, el 26 de julio de 1533, el renombrado Francisco de Atahualpa murió por garrote. La ejecución del líder americano, que recibió numerosas críticas por parte española, significó el hundimiento definitivo del Imperio Inca.
¿Fue el clima el culpable del colapso maya?
En el siglo VIII, el sur del actual México y otras zonas de América Central estaban dominados por los mayas, unos diez millones, en docenas de ciudades. Solo en Tikal (hoy Guatemala) vivían cerca de 90.000, pero el mundo maya que hallarían los españoles en el siglo XVI era solo una sombra de lo que había sido.
¿Qué pasó para que una civilización tan próspera durante casi dos milenios se derrumbase? ¿Por qué las ciudades se vaciaron? ¿Cómo murieron millones de personas, algunas asesinadas brutalmente? La ciencia lleva siglo y medio intentando resolverlo.
Hay muchas teorías sobre el colapso maya clásico (hubo uno anterior, en el siglo II): guerra, invasión, migración, enfermedad, sobreexplotación… Quizá una combinación de factores, como apunta Jared Diamond, autor de Colapso. Habría sido clave la fuerza de trabajo dedicada a construir ciudades monumentales, que habría causado deforestación y reducido las tierras de cultivo.
Otra hipótesis es la que sostiene Dick Gill, autor de Las grandes sequías mayas. Agua, vida y muerte, quien asegura que los mayas murieron de hambre y sed a causa de una serie de devastadoras sequías en los siglos IX y X. A medida que aumentaba la falta de agua, la población dirigió su mirada hacia sus sacerdotes gobernantes, los únicos que podrían salvarles gracias a su contacto directo con los dioses.
Pero el milagro no llegaba, así que tal vez decidieron actuar por su cuenta. Eso explicaría que personas de buena posición hubieran sido salvajemente asesinadas, como prueba el hallazgo de cadáveres que exhiben símbolos de poder y que podrían pertenecer a la élite sacerdotal. ¿Los habrían sacrificado para intentar apaciguar a las divinidades?
También Jaime Awe, del Instituto de Arqueología de Belice, encontró posibles pruebas de muertes violentas entre los siglos VIII y X en una cueva, para los mayas el punto de contacto con los dioses. Los esqueletos mostraban evidencias de haber sido decapitados en sacrificios, prueba de que la sociedad maya estaba al límite, próxima a su desaparición. Las ciudades decayeron en esa época y se dejó de construir a principios del siglo IX, fecha que coincide con el colapso de la cueva.
Otros estudios realizados en Belice avalan la teoría de la sequía. Los análisis de sedimentos de la laguna Elbow Caye, realizados por equipos de las universidades de Rice y Louisiana (EE. UU.), probaron que entre los años 800 y 900 las lluvias fueron escasas. Otra investigación, llevada a cabo en estalagmitas de más de 2.000 años de la cueva de Yok Balum, cerca de la antigua ciudad maya de Uxbenká, concluyó que un período de lluvias abundante empezó en el siglo IV, que coincide con la época dorada maya, y que de los años 660 a 1100 las condiciones se volvieron más secas.
Como sociedad agraria, dependía de la lluvia. En los trópicos, la energía solar es más fuerte y hay un área con una franja de aire caliente, que sube y se enfría, y luego descarga generosamente. Gracias a ello, se extendieron rápido. Pero a lo largo del año, esto cambia y también lo hace la lluvia. Durante unos meses apenas llueve, lo que habría dejado a los mayas vulnerables durante la larga estación seca. En definitiva, el clima debió de ser un factor clave en la desaparición de su imperio.
Cortesía de Muy Interesante
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