Una mujer vestida con ropa deportiva y entrenando en una cancha de baloncesto. Algo que en muchos lugares es natural, en otros puede despertar el odio de una comunidad y convertirse en todo un instrumento de empoderamiento femenino.
Insultos, golpes y persecuciones son solo algunas de las cosas que un grupo de niñas tuvo que experimentar cuando hace diez años un osado padre palestino decidió crear el primer equipo femenino de baloncesto de Líbano, en el campo de refugiados de Shatila.
Su objetivo: salvar a su hija, y a sus amigas, a través del deporte y de la educación. Para que pudieran jugar, puso como condición que las niñas fueran a la escuela y estudiaran.
Al grito de “valientes”, las niñas salen a la pista. Por un rato olvidan los peligros que se ciernen sobre ellas: un matrimonio demasiado prematuro, morir al dar a luz, abandonar la escuela, caer en las drogas para evadir la dura realidad, convertirse en esclavas sexuales, ser violadas o ser víctimas de un crimen de honor.
La periodista catalana Txell Feixas Torras escribe sobre este equipo de baloncesto en su libro “Aliadas”, una historia que ya relató en un capítulo de su primer libro, “Mujeres valientes”, pero en la que quiso profundizar posteriormente para mostrar todas sus capas y su evolución a lo largo de diez años.
Una historia que supone un rayo de luz en un campo de refugiados creado en 1949, concebido en principio para acoger a 3.000 personas obligadas a huir de Palestina y que actualmente acoge a cerca de 40.000 -aunque no hay cifras oficiales-, tristemente conocido, además, por la masacre que ocurrió allí durante la guerra de Líbano de 1982.
Especializada desde hace una década en Medio Oriente, en donde ha cubierto la guerra de Siria, el conflicto de Irak, la caída del grupo militante Estado Islámico o el regreso de los talibanes en Afganistán, entre otros acontecimientos, Feixas Torras describe a mujeres que se niegan a ser vistas como víctimas del machismo.
La entrevista se enmarca en el Hay Cartagena 2025, el festival de literatura e ideas que cumple sus 20 años de celebración en esta ciudad del Caribe colombiano.
En tu libro “Aliadas” recoges la historia del primer equipo de baloncesto femenino de Líbano, nacido en el campo de refugiados de Shatila. ¿Cómo es ese campo y cómo son esas niñas?
El campo de Sabra y Shatila para mí es uno de los sitios del mundo más duros para vivir.
Sin embargo, el libro acaba haciendo un retrato distinto del que tiene mucha gente de esta zona en los suburbios de Beirut y que tenía yo misma cuando entré, que era un lugar oscuro, con mucha densidad, con muchos tipos de violencias, y donde resonaba aún el recuerdo de la matanza de Sabra y Shatila.
Quería retratar ese campo de otra manera, porque cuando entré y profundicé en ese sitio me di cuenta de que en ese lugar oscuro había luz, esperanza, vida, dignidad y resistencia.
Me fascinó que justo en Shatila hubiera nacido el primer equipo de básquet de niñas de todo el país.
¿Eran conscientes desde el principio de lo que suponía acudir a los entrenamientos? ¿De lo que significaba formar parte de ese equipo?
Las niñas son conscientes de lo que han acabado haciendo, porque vivieron los principios. Cuando por primera vez, hace más de 10 años, cogieron una pelota y empezaron a botarla, les escupieron, persiguieron y pegaron.
El entrenador, que era el padre de una de estas niñas, tenía que ir a custodiarlas casa por casa, para protegerlas.
Las que empezaron vieron cómo era casi un insulto para buena parte de su comunidad que una chica se vistiera con chándal y botara una pelota.
Ahora muchas de estas mismas familias han hecho también el cambio con ellas y ven en el deporte un instrumento de empoderamiento.
¿Cuál es el destino de una niña en Shatila?
Muchas de las niñas en Shatila y en esta región entran en espirales de violencias muy estructurales.
Desde el abandono escolar, en el caso de que tengan la suerte de ir a un centro formativo, hasta otras muchas que se pierden en drogas, porque prefieren estar fuera de la realidad antes de sufrir algunas rutinas diarias.
A otras las casan con 10, 11 o 12 años y se quedan embarazadas siendo muy pequeñitas, y algunas mueren o durante el embarazo o en el parto; cuando se hacen mayores, la mayoría pasan a ser sombras de sus maridos, encerradas en sus casas.
En Shatila si no tienes el permiso explícito de tu marido para salir casi no puedes hacerlo.
Realmente el futuro de una niña en Shatila es muy complicado y no digo que la educación salve a todas, pero si hay una puerta es a través de la educación.
El equipo de baloncesto ha conseguido una cosa muy importante y es que Majdi, el entrenador, pone como condición para que las niñas puedan entrenar que estudien .
No puedes entrenar si no vas a la escuela.
Acercas también la historia de otras mujeres como las del equipo femenino de críquet o las que hacen compresas de tela para paliar la pobreza menstrual. ¿Cómo se ve en Shatila este tipo de movimientos?
Cuando entré en Shatila lo que me fascinó fue este equipo de básquet de niñas, pionero en el país, que había nacido en el campo de refugiados y que además lo entrenaba el padre de una de las niñas.
El equipo femenino de baloncesto era algo que me parecía un milagro y una excepción en el campo de refugiados.
Pero en cuanto me adentré más en Shatila vi que esta luz de un piso donde había una pista de básquet, se iluminaba en muchos otros edificios de este kilómetro cuadrado.
Este milagro no era algo único, sino que casi al lado, había un equipo de críquet con la misma filosofía de empoderar a las niñas, pero además lo lideraba una chica.
Y más allá había un grupo de mujeres viudas que lejos de quedarse en el anonimato y silenciadas como las querían muchos, vieron que hacían falta compresas y se pusieron a coser. Esta resistencia colectiva de las mujeres sorprende.
Si quieres mirar estas regiones, puedes hacerlo viendo a la mujer como víctima, que es lo que a veces tendemos a hacer los medios, pero también como sobreviviente, como agente de cambio.
En el caso del equipo de baloncesto consiguen viajar a otras ciudades para jugar. ¿Qué supone para esas mujeres ver cómo viven otras mujeres en otros países?
Fueron a Madrid como recojo en la parte final del libro, pero además hace poco más de un año vinieron a Cataluña. Aprendimos mucho de ellas.
Jugaron contra muchos equipos femeninos catalanes y fue curioso ver cómo algunas las trataban con condescendencia y pensaban cosas como que un equipo de libanesas, palestinas y sirias no tenía nada que hacer contra ellas.
Casi jugaban con ellas como por caridad y caían en el estereotipo de pensar qué va a saber esa chica con velo. Pero luego se daban cuenta de que esas chicas eran buenísimas, porque habían entrenado mucho y les daban así una lección de humildad.
Ellas por su parte se sorprendieron mucho al ver que la gente que había leído el libro de “Aliadas”, admiraban su valentía. Niñas de su edad de 10, 12, 14, 15 años se acercaban y les decían que querían ser como ellas.
Además, las de Cataluña pensaban, esto que yo doy por sentado que es botar una pelota en el patio del barrio o en la escuela, es algo que estas chicas, que no están tan lejos, no pueden hacer o se juegan la vida para hacerlo.
Dices que las mujeres no quieren ser vistas como víctimas sino como sobrevivientes. De hecho, en tu anterior libro “Mujeres valientes” escribes sobre mujeres empoderadas, cultas y alejadas del tópico que se tiene sobre ellas. ¿Crees que existe una imagen distorsionada de las mujeres de Medio Oriente?
Sí, existe una imagen distorsionada, pero por lo que hemos heredado desde aquí. Yo al final también la tenía.
Cuando me fui de corresponsal a Medio Oriente había leído muchas cosas, pero creo que uno de los grandes aprendizajes que hice fue llegar ahí y darme cuenta de que había un ejército literal de mujeres luchadoras, no víctimas, sino sobrevivientes, agentes de cambio, que aquí nadie me había explicado.
Durante años yo había consumido un periodismo hecho por hombres que ponía a los hombres en el centro. Con lo cual existe una idea y una imagen de la mujer que no es la que es, porque venimos de una imagen de la mujer contada por hombres.
Pero en un contexto en el que las mujeres están principalmente en sus casas, ¿cómo organizar la lucha feminista en Medio Oriente?
La resistencia se hace de forma clandestina en todos estos sitios.
La lucha de las mujeres en esta región a veces parece invisible o seguramente desde aquí, desde nuestra comodidad, nos preguntamos dónde están las mujeres que no salen a protestar, pero primero hay que saber que ahí protestar a veces te cuesta la vida. Puedes ir a una manifestación y no volver.
Pero, además, este trabajo se hace muy en la clandestinidad.
Por ejemplo, en Afganistán, un país más complicado por los talibanes, hay una red clandestina de escuelas para las niñas que no pueden estudiar y bibliotecas secretas.
Aunque no lo veamos, en muchos países del mundo la lucha de las mujeres sigue, pero a escondidas, de forma clandestina.
A veces en Occidente, como dices, es fácil caer en intentar aleccionar a las mujeres musulmanas sobre feminismo desde el punto de vista de una mujer occidental. ¿Qué es ser feminista en Medio Oriente? ¿Dónde queda el hecho, por ejemplo, de llevar velo?
Ser feminista en Medio Oriente no es tanto una cuestión de elección. Ahí ser feminista y ser consecuente con ello es una cuestión de supervivencia.
Yo tenía muchos debates con chicas con el tema del velo, primero porque desde aquí juzgamos muy fácilmente. Sin embargo, ellas te dicen: primero pregúntame por qué lo llevo o por qué no y quizá entonces puedas juzgarme mejor.
Además, también te dicen cosas como que a lo mejor esas cadenas que ves en su velo son como tus cadenas invisibles, esas que no ves, pero que están ahí, como puede ser la talla de tus vaqueros, la operación que te has hecho en la nariz o el botox que te quieres poner.
Es decir, vigila con ver ataduras en nosotras y no las tuyas en tu sociedad.
También te hacían reflexionar al echarte en cara cosas como el nivel de feminicidios que existe en Occidente. Al final una de las lecciones es no aleccionar al otro lado, sino acompañar en el feminismo.
Se puede ser feminista y llevar velo. Totalmente. Les molesta que se simplifique a la mujer del mundo árabe que lleva pañuelo como algo incompatible con defender los derechos humanos. No es así para nada.
Además, te das cuenta hablando con ellas que son muchas de estas mujeres con velo las que hacen un trabajo profundo en su comunidad para extender el feminismo y luchar contra el machismo, porque son ellas las que pueden hablar con otras compañeras a las que tú seguramente no tendrías acceso.
Desde aquí tendemos a simplificar y a juzgar muy rápido y te das cuenta que la realidad siempre es más compleja.
Pero ¿se puede cambiar la realidad en países tan regidos por religiones?
Creo que la educación es la punta de lanza de todo. Cuando la mujer tiene acceso a formación es cuando empieza a derrumbarse el sistema patriarcal y machista.
Por eso, todos los regímenes, cuando ven que sus mujeres empiezan a tomar los libros, es cuando se asustan de verdad, porque son conscientes del poder que tiene esa mitad de población que quieren analfabeta, callada, silenciada, encerrada.
Con lo cual, para mí el antídoto contra estos regímenes misóginos, machistas, patriarcales es sin duda la educación.
En tu libro “Mujeres valientes” cuentas la historia de 13 mujeres valientes. ¿Cuál es la que más te afectó y por qué?
Me afectaron todas las historias, pero, quizá porque cuando la escribí no había visitado el país, la historia de una mujer afgana embarazada que le dice a una amiga mía que es ginecóloga, “si es una niña, mátala; si es un niño, sálvalo”.
Esta historia me impactó, pero después he ido varias veces a Afganistán y he visto que me quedé corta, que realmente es un apartheid de género, una guerra silenciosa, sin armas, pero que mata cada día a mujeres y niñas que se suicidan porque no ven futuro en ser mujer en este país.
Ahora las niñas no pueden estudiar, no pueden trabajar, no pueden pasear solas, no pueden protestar, no pueden reírse, bailar y exponer su voz en público. Es un terror.
Me acuerdo que al principio, al pensar en una madre que se pregunta si debe nacer o no su bebé en caso de ser niña, decía “qué mala madre”, cómo puedes desear la muerte de la niña que llevas en el vientre. Pero después de ir a Afganistán, si hubiera sido esa madre, si estuviera allá, hubiera deseado que mi niña no viniese a un mundo como el de ese país.
Antes del regreso de los talibanes, hubo años de esperanza para las afganas. Pero ahora, como dices, las afganas son víctimas de un apartheid de género. ¿Qué supone ser valientes en países como Afganistán?
Supone jugarte la vida.
Ser valiente en Afganistán es saber que toda acción que hagas, por pequeña que sea, como puede ser salir a la calle sin tu acompañante masculino obligatorio, o salir a un parque a pasear, oír tu voz en público o reírte o bailar por las calles, te puede llevar a una detención, a una desaparición o incluso a que te maten.
Ser valiente en Afganistán ahora es jugarte la vida, porque la vida que tienes tampoco te merece la pena. Lo que te cuentan ellas es que no tienen nada que perder.
Su vida es estar en casa, que es una cárcel, sin hacer nada, sin futuro, sin poder estudiar o trabajar, sin ningún tipo de ocio, sin poder relacionarse con sus amigas, entonces “¿para qué vivir?”, se preguntan, y piensan, “voy a intentar cambiar esto, aunque me maten por luchar”.
Ser valiente ahí es un tipo de valentía que no es la de aquí.
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Cortesía de BBC Noticias
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