Durante el conflicto se desarrollaron tecnologías revolucionarias que se trataron de ocultar al enemigo: las armas secretas. No dieron el fruto esperado, pero algunas pusieron los cimientos para avances espectaculares tras la guerra.
La batalla de los mensajes cifrados
Quien controla la información tiene ganado medio combate. El Tercer Reich pensaba que, gracias a sus máquinas Enigma, sus comunicaciones eran inviolables, algo que iba a pagar muy caro.
Las máquinas Enigma, que permitían codificar y desencriptar mensajes, eran un prodigio electromecánico, pero no eran tan seguras como se pensaba –entre otras cosas, porque en su origen habían sido un producto comercial que cualquiera podía adquirir–. Los polacos, primero, y luego los ingleses, en las instalaciones de Bletchley Park, fueron desentrañando los códigos con paciencia y matemáticas. Como tal cosa no se supo hasta varias décadas después de la guerra, los mandos alemanes nunca llegaron a saber que a partir de 1942 sus mensajes eran leídos rutinariamente.
La codificación del corazón Enigma
El corazón de Enigma estaba formado por sus engranajes extraíbles que, en número de tres o cuatro, codificaban cada letra que se introducía en el teclado. Cada engranaje estaba, a su vez, integrado por dos series de veintiséis contactos enlazados entre sí por cables eléctricos de forma predeterminada –había cinco combinaciones diferentes–, de modo que cada giro del engranaje alteraba la clave y, a su vez, hacía rotar el siguiente y lo llevaba hacia una nueva posición. Una última pieza, la rueda de repetición –a la derecha del despiece–, impedía que, por azar, una letra coincidiera consigo misma al codificarse. Esta característica, que aparentemente aumentaba la seguridad, facilitó la tarea de los descifradores británicos.
Para manejar estos dispositivos se utilizaba un teclado conectado mediante un cableado. Este iba alterando las letras que se tecleaban antes de mandarlas al cajón de engranajes. Sus posiciones y rotaciones iniciales se cambiaban regularmente, a fin de incrementar la seguridad del encriptado. Una vez introducidos los engranajes y realizadas las conexiones de clavija en el orden acordado, el usuario pulsaba una letra en el teclado –la M, en este ejemplo–, que enviaba una señal a la clavija correspondiente.
Esta la desviaba hacia la clavija con la que está conectada –la F– que, a su vez, la remite al primer engranaje. Así, con tres engranajes se sucedían doce cambios de señal, más dos adicionales en el reflector, tras lo cual la señal de salida llega al panel de luces, iluminando la letra codificada –la H–, elegida entre unos 159 trillones de combinaciones posibles.
El hombre que ganó la guerra
Probablemente, Alan Turing evitó que el conflicto se prolongase dos o tres años más. Este matemático británico diseñó en 1940 la Bombé, una máquina que replicaba las combinaciones de la Enigma a partir de un mínimo de datos que permitían avanzar a través de secuencias lógicas. Para vergüenza del Reino Unido, Turing fue procesado y condenado por homosexual. Se suicidó en 1954 sin que ninguno de los que sabían todo lo que se le debía moviera un dedo por él.
La máquina Enigma podía transportarse y utilizarse fácilmente en cualquier enclave, una ventaja que, por ejemplo, permitía enviar las órdenes codificadas a las unidades en el campo de batalla casi en el acto. Cada submarino llevaba uno de estos dispositivos, con los que recibía instrucciones y comunicaba regularmente su posición al alto mando. Este tenía así una imagen clara de la situación de estas embarcaciones en el Atlántico; igualmente clara la tuvieron los ingleses cuando decodificaron su funcionamiento.
Los ingenios que se emplearon en el mar utilizaban cuatro engranajes, en vez de los tres habituales, lo que dificultaba la tarea de desencriptado. La captura de una máquina intacta en el submarino U-110 así como el libro de códigos de transcripción facilitó mucho las cosas a los decodificadores aliados.
La amenaza de las bombas volantes
El ingeniero Wernher von Braun soñaba con viajar a la Luna, pero entre 1935 y 1945 se dedicó a destruir ciudades en la Tierra. Paradójicamente, los cohetes que ideó, enclavados en el programa de las Vergeltungswaffen –armas de represalia–, aceleraron la derrota nazi, pues dilapidaron recursos fundamentales para Alemania.
El coste del proyecto Aggregat 4, más conocido como V2 –así se denominaron unos misiles balísticos ideados por los alemanes para atacar poblaciones aliadas– ascendió a 40.000 millones de euros de 2018, es decir, casi la mitad de lo que costó el Proyecto Manhattan, que daría origen a la bomba atómica.
En vez de obtener un arma tan decisiva como esta, los alemanes produjeron un cohete que transportaba una tonelada de explosivos a unos 300 km y no podía apuntarse contra blancos que no fueran del tamaño de una ciudad. Hitler esperaba que tras los golpes de los misiles sus enemigos suplicarían la paz. Por el contrario, la Fuerza Aérea británica arrojó sobre Alemania en un mes más toneladas de bombas que todas las V2 lanzadas desde 1944 hasta el fin de la guerra.
En los ataques de las V2 sobre Londres y Amberes murieron 7.250 personas, lo que significa que cada víctima costó a los nazis unos 5 millones y medio de euros.
Objetivo: EE. UU.
A diferencia de Alemania, Japón logró bombardear suelo continental de Estados Unidos. Para ello se utilizaron los fusen bakudan, unos pequeños globos de hidrógeno hechos de pasta de papel que acarreaban 25 kg de explosivos. Viajaban por la corriente fría en chorro que había descubierto en 1925 el meteorólogo Wasaburo Oishi. Un sistema de lastres permitía que el globo lanzara sus bombas pasada la costa americana.
De los 900 que se enviaron, al menos 300 llegaron a su objetivo, pero la prensa estadounidense mantuvo un férreo silencio, y los japoneses, que pensaron que habían caído en el mar, cancelaron el proyecto.
Medidas aéreas desesperadas
Cuando la defensa del Reich se hizo perentoria, los gerifaltes alemanes impulsaron el desarrollo de distintos cazas a reacción, en vez de incrementar la producción del reactor Messerschmitt Me 262, que había entrado en servicio en 1944, y tratar de solventar sus problemas técnicos.
He 162 Salamander
El general de la Luftwaffe Adolf Galland no se sentía feliz con el proyecto Volksjäger, que pretendía producir un caza a reacción de bajo coste y fácil de usar, para que fuera tripulado por miembros de las Juventudes Hitlerianas que hubieran recibido adiestramiento en planeadores. A sus ojos, tal idea solo distraería recursos del bien probado Me 262 Schwalbe, y le parecía una locura mandar a luchar a adolescentes sin la mínima preparación de combate.
Y, sin embargo, el He 162 Salamander fue, pese a todos los presagios, un avión sorprendente, con unas características realmente avanzadas y, lo más asombroso de todo, desarrollado en un tiempo récord: la convocatoria del proyecto tuvo lugar en junio de 1944, el He fue seleccionado en agosto y el nuevo caza –que, al final, fue puesto en manos de pilotos experimentados– realizó su primer vuelo en diciembre. Entró en producción en enero de 1945.
Me 163 Komet
La idea de desarrollar un interceptor cohete, tan veloz que ningún avión enemigo pudiera oponérsele, resultaba tan atractiva que nada frenó el proyecto que se puso en marcha para tal fin. Ni siquiera que la piloto de pruebas Hanna Reitsch casi se matara durante el quinto vuelo del que acabaría denominándose Me 163 Komet y que esta misma considerase que se trataba de un avión tan inútil como peligroso.
Los resultados en combate de este extravagante ingenio, que debía ascender a casi 950 km/h, atacar al enemigo en una única y veloz pasada y aterrizar planeando, demuestran que Reitsch tenía razón. Aquellos “huevos alados”, como eran conocidos coloquialmente, derribaron diecisiete bombarderos, tarea en la que fallecieron más de dos docenas de pilotos propios, la mayoría en accidentes durante el despegue o el aterrizaje.
Resulta complicado describir el Ba 349 Natter –víbora–, ya que ni siquiera está claro que pueda considerarse un avión. En principio, iba a ser un misil antiaéreo, pero, ante lo difícil que era equiparlo con un sistema de guía adecuado, se optó por que fuese tripulado. El resultado fue un estilizado ingenio que usaba la misma planta propulsora que el çKomet y debía lanzarse en posición vertical desde una plataforma de despegue.
La idea era que alcanzara al enemigo a 800 km/h, disparase una andanada de cohetes y descendiera planeando. Algo tan inusual no habría pasado del papel de no ser porque Heinrich Himmler apoyó el proyecto. El Natter fue construido en fábricas de las SS con mano de obra esclava.
Cortesía de Muy Interesante
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