La existencia de una unidad política bajo el gobierno de un jefe religioso, el papa, siempre ha suscitado una fuerte controversia. Por un lado, figuran aquellos que han deseado una Iglesia desprovista de bienes y reducida a su función espiritual y evangélica, en sintonía con los tiempos apostólicos.
Frente a esta postura, claramente perdedora en la práctica por considerarse casi siempre heterodoxa o herética, están quienes han creído que el poder temporal de la Iglesia ha sido un elemento decisivo en el éxito mundial del cristianismo y el basamento de la civilización.
El patrimonio de Pedro
El vasto conjunto de propiedades conocido por el nombre de Patrimonium Petri arranca desde los mismos orígenes de la constitución de la lglesia cristiana. Constantino I, tras conceder la libertad a los cristianos por el Edicto de Milán (313), les asignó toda una serie de propiedades, bienes y rentas, además del privilegio de inmunidad de impuestos y cargas públicas.
Este patrimonio no se limitó solo a la ciudad de Roma, sino que se extendió pronto por las tierras circundantes, a la península itálica y al ámbito mediterráneo. Con ese patrimonio, la Iglesia costeaba su sustento y procuraba auxilio y ayuda a los pobres.
El traslado de la capital del Imperio a Constantinopla (330), que alejó su centro de gravedad hacia Oriente, sirvió para reforzar la figura del romano pontífice en Occidente. A ello se unió el crecimiento del prestigio de los papas. Inocencio I y León I el Magno hicieron una gran labor por reparar respectivamente los estragos de los saqueos godos de Alarico (410) y de Genserico (455); más mérito aún tuvo que el segundo lograse detener a Atila en Mantua (452). El máximo apogeo de este período se produce bajo el papado de Gregorio Magno (590-604), con posesiones en toda Italia, Dalmacia, Galia y Norte de África.

Sin embargo, el momento señalado como fundacional de los Estados Pontificios sucede con la Iglesia acosada por otro pueblo germánico: los lombardos. Conquistada Rávena, el rey Astolfo dirigió un ultimátum a Roma. En primer lugar, el papa Esteban II (752-757) pidió auxilio a Bizancio, pero fueron finalmente los francos y su rey Pipino –quien poco antes había logrado la legitimación de su acceso al trono por el papa Zacarías– los que en 753 auxiliaron al pontífice.
La doble campaña victoriosa de Pipino sobre los lombardos se saldó para la Iglesia con la donación (756) de los territorios que constituirían el núcleo inicial de los Estados Pontificios. El poder papal obtuvo el Exarcado de Rávena –que comprendía otras ciudades como Bolonia y Ferrara–, la Marca de Ancona, con la Pentápolis, la garantía de seguridad para Roma y la recuperación del resto del ducado ocupado por los lombardos.
Luchas territoriales
Bizancio reaccionó de forma áspera y exigió a Pipino la restitución del Exarcado al Imperio. El rey franco respondió que no había emprendido una campaña militar sino “por amor a san Pedro” y remisión de sus pecados. Asentando así una de las grandes herramientas de poder de Roma, como sucedería en múltiples ocasiones en el futuro, el monarca sabía que la legitimación de su dinastía se la debía al pontífice y que esta se extendía también a los territorios conquistados.
En los siglos posteriores se produciría un intento progresivo de los papas de consolidar su dominio temporal que chocó con las ambiciones de los emperadores, que invadieron repetidas veces los Estados Pontificios. Los sucesores de Pedro se defendieron con la fuerza de sus tropas, pero también blandirían su autoridad religiosa y la excomunión como armas.

Su diplomacia, cuando decayó su poderío militar, sería uno de los grandes activos de la Iglesia, con una probada eficacia a lo largo de los siglos hasta la actualidad. Su última aportación fue la mediación en 1984 entre Argentina y Chile para el acuerdo sobre el Canal de Beagle.
Otro conflicto perenne del papado se centró en sus relaciones con las poblaciones de Roma y del resto de los Estados Pontificios. Italia no fue ajena a los movimientos comunales y municipales que se produjeron en Europa a partir del siglo XI. En 1143, el Senado se hizo con el poder civil en Roma y, tras derrotar a las fuerzas del papa Lucio II, quien moriría de una pedrada en el intento de asalto del Capitolio, se declaró una República fuera de la autoridad del pontífice y se exigió que el papado entregara sus posesiones territoriales.
Tras doce años de retorno al antiguo lema Senatus Populusque Romanus, el emperador germano Federico I Barbarroja, que deseaba ser coronado por el papa, entró en Roma (1155) y sometió a las fuerzas comunales. El papa Adriano IV recuperó así los Estados Pontificios y juzgó y ejecutó al líder espiritual de la comuna, el sacerdote excomulgado Arnaldo de Brescia, capturado por el emperador (fue ahorcado, y su cadáver quemado para escarmiento público).

Del Cisma a la expansión
De la influencia germánica se pasó en los siglos posteriores a la de Francia: de 1305 a 1378, los papas residieron ininterrumpidamente en territorio francés, instalando su corte en Aviñón. La lucha entre Francia y los partidarios de un papa romano y más autónomo del poder imperial generaría el llamado Cisma de Occidente o de Aviñón.
El caos y la confusión provocados por el cisma debilitaron en extremo a la Iglesia y a los Estados Pontificios. Ausentes los papas de Roma, se exacerbaron las divisiones y numerosas ciudades se alejaron del poder pontificio. La Iglesia llegó a contar con tres papas: el romano Gregorio XII, el aviñonense Benedicto XIII (el ‘papa Luna’) y el ‘antipapa’ Juan XXIII (su nombre fue borrado luego de la lista de papas y reutilizado), elegido en el Concilio de Pisa, que quiso sin éxito deponer a los otros dos.
Restablecida la autoridad única del papa con la elección de Martin V en Constanza (1417), los territorios pontificios registraron una fuerte expansión en el siglo XVI con Alejandro VI y Julio II. El poder imperial del momento lo ejercía España, en especial durante los reinados de Carlos I y Felipe II, que, aunque no supusieron mermas territoriales para el papado, provocarían episodios de enfrentamiento como el saqueo de Roma (1527) por las tropas imperiales de Carlos I de España y V de Alemania.

Los papas del Renacimiento de nuevo fueron todos italianos, rodeados de una curia italianizada. Abandonaron las ambiciones de gobernar el mundo y se concentraron en una extensión territorial moderada en la península itálica, donde, junto con el ducado de Milán, las repúblicas de Florencia y Venecia y el reino de Nápoles, formaban los cinco principati.
Príncipes del Renacimiento
Los papas, a través de la arquitectura a gran escala y el mecenazgo (Bramante, Miguel Ángel, Rafael…), se afanaron entonces en hacer de la capital del cristianismo también el centro del arte y la cultura. La reforma de la Iglesia quedó aparcada y los papas se convirtieron en unos príncipes del Renacimiento totalmente secularizados, al igual que los miembros de su curia.
Concedieron una preferencia vergonzosa a sus sobrinos o hijos bastardos e intentaron establecer así dinastías basadas en linajes hereditarios: Riario, Della Rovere, Borgia, Médici… Mantenían con mano de hierro el celibato para su Iglesia mientras ellos gozaban de esposas y amantes, reconocían públicamente a sus hijos y celebraban sus matrimonios con esplendor y boato en el Vaticano.
La corrupción y el desenfreno papal sirvieron de excelente caldo de cultivo para las tesis reformistas de Martín Lutero. La Iglesia católica se quebró y la violencia y la guerra se apoderaron de Europa. En Italia y España, los pequeños grupos protestantes fueron reprimidos y la Santa Inquisición hizo valer su fuerza implacable y terrible para asentar los valores de la Contrarreforma inspirada por el Concilio de Trento.

En Francia, hubo ocho guerras civiles contra los hugonotes (3.000 protestantes fueron masacrados en París en la noche de San Bartolomé); en los Países Bajos, los calvinistas se enzarzaron en una guerra de ocho años con España. Finalmente, Alemania quedó asolada por la guerra de los Treinta Años (1618-1648), de desastrosas consecuencias no solo para católicos y protestantes, sino también para daneses, suecos y franceses.

La Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la larga guerra y reconoció a la Iglesia reformada, debilitó notablemente al papado. Su autoridad quedaba muy mermada ante una laicización de la política que no admitía ya interferencias que no procedieran de intereses estrictamente temporales. El pontífice dejó de ser la cabeza reconocida y escuchada de los pueblos cristianos y el árbitro de la política europea. Esta debilidad papal se producía en el contexto de una sociedad civil que reclamaba mayor protagonismo y autonomía.
La batalla ilustrada
En el siglo XVIII, todos los acontecimientos tendrán graves repercusiones para la Santa Sede. El siglo de la Ilustración y las luces no solo cuestionará la Revelación y las religiones, sino también la figura y la razón de ser del papado y de un Estado dirigido y gobernado por el clero. La Revolución Francesa primero y Napoleón después supusieron un fuerte revulsivo con decisivas consecuencias para el tablero político italiano y, naturalmente, para los Estados Pontificios.
Si desde un primer momento Roma se identificó con la coalición de países que se enfrentaron a la Revolución y mantuvo un precario equilibrio, la irrupción de Napoleón Bonaparte lo cambió todo. El general corso derrotó a las tropas de Austria, la potencia que había relevado a España en Italia, y avanzó imparable por la península itálica.
El 15 de febrero de 1798, las tropas francesas ocupan Roma, la someten a saqueo y proclaman la República. Pío VI, octogenario y casi paralítico, se ve obligado al exilio y muere un año después. Toda Italia, de forma directa o indirecta, incluidos los restos de los Estados Pontificios, queda en poder de Napoleón.

El sucesor de Pío VI, Pío VII, fue elegido en 1800 y pudo volver a Roma. Sin embargo, a pesar de la derrota napoleónica en Waterloo, nada volvió a ser igual. La Ilustración, el liberalismo y los movimientos revolucionarios cambiaron la mentalidad europea y los principios democráticos ganaron adeptos.
En Italia, no solo entre los revolucionarios, crecía el sentimiento nacionalista a favor de un Estado coincidente con la península. A pesar de ello, seguía siendo difícil de comprender que el pontífice romano careciera de poder temporal y acabase siendo súbdito de otro poder. El dilema para muchos católicos se centraba en cómo conseguir la unidad de Italia sin desposeer al papa de sus Estados.
La actual ciudad-estado
El papado, en estas circunstancias, recurrió de nuevo a tropas extranjeras –a Austria– para sofocar los levantamientos y mantener la independencia. Para los patriotas italianos, la Iglesia católica se convirtió a partir de entonces en opresora y en un obstáculo para sus pretensiones.
La insurrección no dejó de crecer y al papa solo le quedaron Roma y parte del Lacio. Finalmente, pese a una nueva intervención exterior a través del ejército francés de Luis Napoleón, el 20 de septiembre de 1870 las tropas italianas entraban en Roma. Era el fin de los Estados Pontificios.

El Parlamento italiano, de modo unilateral, concedía al papa, implícitamente considerado súbdito italiano, honores soberanos y una dotación anual. Los palacios del Vaticano, Letrán y Castelgandolfo y todos sus anexos gozarían del privilegio de extraterritorialidad y serían considerados exentos de impuestos. El papa lo rechazó todo y prescribió a sus fieles la abstención en las elecciones, excepto en el ámbito municipal.
De la situación de hostilidad inicial (la cuestión romana) se fue pasando a lo largo de los años posteriores a signos de una conciliación que deseaban tanto el gobierno como los ciudadanos. En contra de las previsiones que apuntaban a una complicación de este proceso, la llegada al poder del nuevo régimen fascista de Mussolini facilitó finalmente el acuerdo. Por los Pactos de Letrán (1929), básicamente se reconocía la absoluta soberanía del Estado de la Ciudad del Vaticano y sus propiedades, mientras que la Santa Sede reconocía al Reino de Italia bajo la dinastía Saboya, con Roma como capital.
Letrán alumbró al país más pequeño en extensión y población del mundo, la única teocracia y la última monarquía absoluta de Europa. El Vaticano es hoy el soporte temporal y territorial que alberga la Santa Sede, máxima institución de la Iglesia católica y sujeto de derecho internacional, con el papa como jefe de Estado y más alta autoridad religiosa.

Cortesía de Muy Interesante
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