“Yo ayudé a matar al papa”, aseguró el antiguo gánster Anthony Raimondi en una entrevista concedida a The New York Times en 2019, con motivo de la publicación de su libro When the Bullet Hits the Bone. En sus páginas narra cómo su primo, el arzobispo Marcinkus, director entonces del Instituto para las Obras de Religión, llevó a la habitación de Juan Pablo I un vaso de té repleto de Valium mientras él se quedaba vigilando en el pasillo.
Cuando la víctima se durmió, Marcinkus le hizo ingerir cianuro con la ayuda de un cuentagotas. “He hecho muchas cosas, pero no quería estar en la habitación cuando mataran al papa. Sabía que eso me ganaría un billete de ida al infierno”, dijo Raimondi.
Albino el Breve
Más allá de la veracidad de este relato, la muerte de Juan Pablo I ha estado rodeada de incógnitas desde que su cuerpo fuera encontrado inerte – acostado en la cama y con la luz de la mesilla encendida– por sor Vincenza Taffarel a las 05:40 de la madrugada del 29 de septiembre de 1978.

Dos horas más tarde, la agencia de noticias ANSA informaba de su “muerte por infarto”; un rápido intento de transparencia que no logró, sin embargo, acallar los aún más rápidos rumores sobre lo auténticamente sucedido, sustentados en los escasos 33 días de pontificado de Juan Pablo I – Albino Luciani en la vida civil–, en su incipiente carácter reformista (en contraposición al tradicional inmovilismo de la curia) y en informaciones que iban llegando desde el Vaticano.
Entre ellas, la orden del cardenal Villot –a la sazón, camarlengo y secretario de Estado de la Santa Sede– de embalsamar el cadáver ese mismo día, lo que impidió la posibilidad de realizar una autopsia. Así lo denunciaba el diario Corriere della Sera en el reportaje ¿Por qué no una autopsia?: “La Iglesia no tiene nada que temer, por tanto, no tiene nada que perder. Más bien al contrario, tendría mucho que ganar.
Saber a causa de qué murió el papa es un dato histórico legítimo, parte de nuestra historia viviente, y no afecta de ninguna manera al misterio espiritual de su muerte”. El Vaticano respondió apelando al derecho canónico y asegurando que este prohibía la autopsia de un pontífice.

Incógnitas e hipótesis
Para investigadores como Eric Frattini, autor del libro La Santa Alianza, hay más preguntas por responder: “¿Por qué no se avisó al doctor Da Ros si John Magee, secretario del papa, dijo que este había mostrado muecas de dolor varias veces durante el día mientras se apretaba el pecho? ¿Por qué no se dijo que se le habían recetado a Juan Pablo I inyecciones para su problema de baja presión sanguínea? (…) ¿Quién ordenó la retirada de la vigilancia al papa y por qué?”. Tanto el libro de Frattini como otros dedicados a la muerte de Juan Pablo I –entre ellos, En nombre de Dios (1984), de David Yallop, y A Thief in the Night (1989), del historiador John Cornwell– relacionan su final con las finanzas vaticanas y con el oscuro Paul Marcinkus.
Según esta teoría, nada más llegar al cargo el papa ordenó auditar las cuentas del Instituto para las Obras de Religión, más conocido como Banco Vaticano, tras una serie de informaciones que lo relacionaban con golpes de Estado, evasión de impuestos y negocios con la mafia. “¿Es correcto que el Vaticano posea un banco cuyas operaciones incluyen la transferencia de capitales ilegales de Italia al extranjero? ¿Es correcto que ese banco ayude a los italianos a evadir impuestos?”, cuestionaba el diario financiero Il Mondo, el 31 de agosto de 1978, en una carta abierta al papa.
La investigación, realizada por su personal de confianza, fue demoledora. “El banco, que según indicaba su propio nombre había sido creado para fomentar las obras de religión, era, en la actualidad, igual que cualquier otra institución financiera laica. De sus 11.000 cuentas, tan solo 1.650 guardaban alguna relación con la Iglesia. El resto pertenecía a clientes externos”, asevera el periodista Santiago Camacho en su libro Biografía no autorizada del Vaticano (2005).

Para este y otros autores, el intento de Luciani de poner orden en las cuentas vaticanas habría precipitado su final. Camacho cita otras muertes oscuras tras ese 29 de septiembre, como el hallazgo, cuatro días después y en un parque de Roma, del cuerpo ahorcado del padre Giovanni DaNicola, confidente de Juan Pablo I; o las extrañas defunciones, entre 1979 y 1982, de cinco cardenales relacionados con las investigaciones sobre el Instituto para las Obras de Religión y la Banca Ambrosiana, todos “en buen estado de salud y con una media de edad de 69 años”.
Disparos en la Plaza de San Pedro
Tampoco el siguiente pontífice se libró de la sombra de las conspiraciones tras su elección, el 16 de octubre de ese 1978, como Juan Pablo II. La más famosa estalló la mañana del 13 de mayo de 1981, mientras celebraba la tradicional audiencia general semanal: el turco Mehmet Alí Agca le disparó tres veces en la plaza de San Pedro perforándole el estómago e hiriéndole también en la mano y el hombro derechos. Ya en el hospital, se descubriría que la medalla de oro que llevaba colgada del cuello había desviado una de las balas hacia la mano.

“Durante los largos meses de recuperación, el deseo de saber quién había dado la orden de asesinarle se convirtió en una obsesión para Juan Pablo II. Leyó todos los informes (…) que caían en sus manos procedentes de la CIA, la BND alemana, el Mossad israelí, el servicio secreto austríaco o el espionaje turco, pero ninguno de ellos daba una respuesta a su pregunta”, detalla Eric Frattini.
En su libro Gideon’s Spies (2015), el experto en espionaje Gordon Thomas relata cómo, en noviembre de 1983, el entonces jefe de la Santa Alianza (los servicios secretos vaticanos), monseñor Luigi Poggi, le dio la tan ansiada respuesta tras reunirse en varias ocasiones con el jefe del Mossad, Yitzhak Hofi. Tanto los israelíes como los americanos estaban convencidos de que el atentado había sido organizado desde Teherán por el ayatolá Jomeini por encargo del KGB, como represalia por el apoyo de Wojtyla al sindicato polaco Solidaridad, que estaba poniendo al Kremlin en apuros.
¿Fue la misma respuesta que Alí Agca dio al papa cuando ambos se reunieron a solas el 23 de diciembre de 1983 en la prisión de Rebibbia? Puede que nunca lo sepamos, a tenor de la frase de Luigi Poggi tras el encuentro: “Agca sabe cosas solo hasta cierto nivel. Más allá de ese nivel no sabe nada. Si se trató de una conspiración, fue tramada por profesionales, y los profesionales no dejan huellas. Uno nunca encuentra nada”.

Tres cadáveres en la noche
La misma frase volvería a revolotear sobre el pontificado de Juan Pablo II 15 años más tarde, pero con diferentes protagonistas. Poco después de las 21:00 del 4 de mayo de 1998, una monja encontró tres cadáveres en uno de los edificios vaticanos. Pertenecían a Alois Estermann, comandante de la Guardia Suiza, de 43 años, su esposa Gladys Meza Romero, trabajadora en la embajada de Venezuela ante la Santa Sede, de 49, y el cabo del mismo cuerpo Cédric Tornay, de 23.
El primer examen de la escena, realizado por el comandante de la gendarmería vaticana Camillo Cibin, indicó que los tres habían muerto por disparos, muy posiblemente del arma reglamentaria de Tornay (como más tarde quedaría acreditado).
Estos datos, unidos a que solo unas horas antes de su muerte Estermann había sido ascendido a comandante, bastaron para que el portavoz vaticano, Joaquín Navarro-Valls, ofreciera una rápida versión oficial apuntando a viejas rencillas entre jefe y subordinado: “En un arrebato de locura, el cabo mató con su pistola reglamentaria a su comandante y a la esposa de este, y el Vaticano tiene la certeza de que todo ocurrió así”.

Pero esta versión no satisfizo a todos y la prensa internacional comenzó a barajar sus propias hipótesis: que Estermann tuviese una relación homosexual con Tornay, que Tornay tuviese una relación con la esposa de Estermann, que Tornay descubriese algún secreto oculto de su jefe…
Ese mismo mes, el diario alemán Berliner Kurier publicó un reportaje que relacionaba a Estermann con los servicios secretos vaticanos y con los de la República Democrática Alemana, la Stasi. Markus Wolf, jefe de la Stasi, había alimentado esta teoría con su libro autobiográfico Man without a Face (1997), en el que aseguraba que los alemanes orientales tenían un agente encubierto en el Vaticano desde 1980, apodado ‘Werder’. Más tarde, en una entrevista a un medio polaco, Wolf lo reconoció abiertamente: “Nos sentimos muy orgullosos en 1979 cuando conseguimos reclutar como agente a Estermann. Aquel hombre tenía acceso ilimitado a la Santa Sede y, con él, nosotros también”.
¿Decía la verdad Markus Wolf o solo intentaba apuntarse a una teoría conspirativa en boga? Porque lo cierto es que estas no han dejado de aumentar desde entonces, como enumera Frattini: “Que la Santa Alianza ‘ejecutó’ a Alois Estermann debido a todo lo que sabía sobre las operaciones encubiertas de esta; que Estermann fue asesinado por un Tornay que lo amaba y se sentía desdichado porque el comandante lo había sustituido en su cama por otro joven guardia; que murió por sus estrechas relaciones con el Opus Dei o el clan masónico de la logia vaticana; que fue asesinado por sus antiguas relaciones con algún servicio de espionaje del Telón de Acero…”.
Como la versión oficial no ha cambiado desde la ofrecida por Navarro- Valls, la familia de Estermann solicitó la reapertura del caso el 15 de diciembre de 2019, amparándose en el descubrimiento de nuevas pruebas y en la rapidez con la que se cerró la investigación. El tiempo dictará sentencia.
Los casos Orlandi y Gregori
Como quizá también la dicte con Mirella Gregori y Emanuela Orlandi, dos jóvenes de 15 años desaparecidas en Roma en circunstancias muy extrañas. La primera fue Mirella Gregori, el 7 de mayo de 1983, tras despedirse de su madre diciéndole que había quedado con un antiguo compañero de clase llamado Sandro. Apenas un mes después, el 22 de junio, era Emanuela Orlandi, hija de un funcionario vaticano, quien dejaba de dar señales de vida; en su caso, al salir de la escuela de música donde estudiaba flauta, en pleno centro de la ciudad. Las similitudes en ambas desapariciones y el poco tiempo transcurrido entre ellas han llevado siempre a relacionarlas entre sí, dando lugar a múltiples teorías.

Algunas se relacionan con el Vaticano, como la apuntada por el exorcista Gabriele Amorth, quien, en una entrevista con CNN en 2012, señaló la posible existencia de una red de pederastas: “Uno de los gendarmes del Vaticano se encargaba de reclutar a las chicas. La red implicaba al personal diplomático de una embajada de la Santa Sede en el extranjero”. Precisamente, uno de los vecinos de Mirella Gregori pertenecía a la gendarmería del Vaticano, pero enseguida la policía lo descartó como sospechoso.
También se ha especulado con que las secuestrara un grupo terrorista vinculado a Alí Agca para usarlas como moneda de cambio para su liberación. Incluso se las ha relacionado con la mafia, concretamente con el capo Enrico De Pedis, acusado por su novia, Sabrina Minardi, de haber secuestrado a Emanuela Orlandi con su ayuda y haber enterrado luego el cuerpo bajo los cimientos de un edificio a las afueras de Roma. Su declaración fue corroborada en 2013 por otro criminal llamado Marco Acetti, pero nada pudo probarse, al haber muerto De Pedis en 1990.
La última ‘pista’ sobre el posible paradero de ambas la recibió en marzo de 2019 la familia Orlandi: fue el envío anónimo de la fotografía de un ángel que preside la tumba de la princesa Sofía von Hohenlohe en el Cementerio Teutónico situado junto a la basílica de San Pedro, junto a esta frase: “Busquen donde señala el ángel”. Tras varias gestiones con la Santa Sede, la policía procedió a abrir la tumba y otra colindante, pero allí no había ningún resto humano. El misterio sigue sin resolverse.

Cortesía de Muy Interesante
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