Antes que todos los demás, estuvo Gilgamesh. Puede que sea una frase algo exagerada, pero pocas dudas caben de que la leyenda de este héroe es una de las primeras de las que tenemos constancia escrita en la historia de la humanidad. La versión más completa de su epopeya se encuentra en unas tablillas sobrevivientes de la biblioteca de Nínive, que construyó el rey de Asiria Asurbanipal en el siglo VII a. C.
No obstante, esta simplemente recoge algunos viejos mitos sumerios que por entonces ya llevaban circulando muchos siglos –se estima que fueron puestos por escrito por primera vez entre 1800 y 1600 a. C., aunque pudo ser antes– y que los escribas organizaron para crear una historia con principio y fin.
2/3 divido y 1/3 humano
Gilgamesh comparte origen y poderes con otros muchos héroes clásicos, y en muchos relatos posteriores encontramos coincidencias con su historia, como un origen semidivino, un mar de los muertos que debe cruzarse con un barquero, una puerta guardada por antecesores de las esfinges y hasta el diluvio universal. Producto de la unión entre la diosa Ninsun y un mortal, Gilgamesh era “dos tercios dios y un tercio hombre”, como se lee en su saga. Estaba dotado del atractivo de su madre y de una fuerza sin límite, “como la de un búfalo con la cabeza alta. Sin rival es el choque de sus armas”.
Las estatuas y grabados con su imagen nos transmiten ese ideal de belleza, según los cánones de la época, pues Gilgamesh aparece en todos ellos con la cuidadísima barba y melena características de la nobleza, y ataviado con unos ropajes que parecen corresponderse más con los de un aristócrata que con los de un guerrero. Y no es un retrato inexacto, porque Gilgamesh fue, ante todo, un monarca, que reinaba sobre la inexpugnable ciudad de Uruk, que él mismo había construido.
Un tirano poderoso
Sin embargo, su reinado no estuvo exento de polémica y, al parecer, sus abusos en el ejercicio del poder llevaron a sus súbditos a pedir a los dioses que, de algún modo, pusieran freno a sus excesos. Estos, en respuesta, crearon a Enkidu, opuesto a Gilgamesh en muchos aspectos: era, como él, enormemente poderoso, pero frente a la rica ornamentación y alta posición de su rival, Enkidu representaba la vuelta al salvajismo primigenio.
Habitaba en la selva, entre las bestias, e iba cubierto de pelo, hasta que una mujer –una cortesana, según algunas versiones, una sacerdotisa de la diosa Ishtar, según otras– se unió a él y cohabitaron durante siete días y siete noches, pasados los cuales Enkidu había perdido buena parte de su ferocidad. Lo suficiente, al menos, para dar sus primeros pasos en la civilización.
Acompañado por la mujer, llegó a Uruk, donde conoció a Gilgamesh y se enfrentó a él, según suele suceder en este tipo de mitos. El rey resultó vencedor, pero aquel combate fue el inicio de una amistad imperecedera entre ambos guerreros, que acometerían grandes hazañas, como matar al gigante Humbaba, con dientes de león y cuerpo de dragón, que custodiaba los cedros del dios Enlil.
El toro celestial
Las proezas de Gilgamesh no pasaron desapercibidas a Ishtar, la diosa del amor, que se prendó de él. Este, sin embargo, la rechazó de forma terminante y le recordó sus infidelidades con pasados amantes y el triste final que todos habían tenido. El despecho de la diosa fue tal que creó un toro celestial y lo envió para que acabara con él y destruyera su ciudad; cada resoplido de la bestia abría una gigantesca sima por la que caían cientos de guerreros, hasta que Enkidu logró asirlo por los cuernos y gritó: “¡Gilgamesh, hermano, golpea con tu espada!”. Este lo hizo así, y entre los dos lograron matarlo.
Enkidu cometió entonces la imprudencia de burlarse de Ishtar y arrojar su lanza contra su rostro. Enfurecida más allá de lo imaginable, esta centró en él su venganza y exigió a los demás dioses que lo castigaran con una muerte lenta, que le llegó después de doce días de enfermedad. “He soñado mi final. El pájaro negro de la muerte me cogió en sus garras y me llevó a la casa del polvo –el inframundo–, el palacio de Irkalla, reina de la oscuridad.” Esas fueron las últimas palabras que Enkidu dirigió a Gilgamesh, momentos antes de fallecer.

En busca de la inmortalidad
El deceso de su amigo impulsó la siguiente etapa –y la más ambiciosa– de la historia del héroe: encontrar y comprender las razones de la muerte y conocer el secreto por el que los hombres expiran, pero los dioses viven eternamente.
El guardián del mismo era su antepasado Utnapishtim –para los babilonios– o Ziusudra –para los sumerios–, que había sobrevivido al diluvio que algunos dioses habían enviado en tiempos remotos para acabar con nuestra especie.
Pero llegar hasta él no era nada fácil. Para ello, tuvo que superar tremendos desafíos, entre ellos luchar con los monstruos que guardaban la puerta de los picos gemelos de Mashu, que custodiaba el sol naciente y poniente. Estas criaturas híbridas, mitad humano y mitad dragón, podían matar con su mirada, pero Gilgamesh era más dios que hombre. “He venido en busca de mi ancestro Utnapishtim y, aunque tengo miedo, debo pasar”, dijo, y le abrieron la puerta.
Al otro lado, le esperaba Siduri, diosa de la sabiduría, que le anunció que nunca conseguiría su propósito de ser inmortal. A pesar de ello, Gilgamesh prosiguió y cruzó el Mar de la Muerte, en una embarcación guiada por el barquero Urshanabi, con especial cuidado de no tocar sus aguas.

El secreto de la serpiente
Así, por fin se presentó ante Utnapishtim, que le reveló la existencia de una planta que crecía en la otra orilla del mencionado Mar de la Muerte, con espinas afiladas como las rosas, que restituía la juventud de quien la comiese. Con la ayuda de Urshanabi, Gilgamesh la encontró y emprendió el camino de vuelta a Uruk, para probarla primero con los ancianos y luego consigo mismo. Pero, durante el trayecto, una serpiente se la arrebató.
Decepcionado, Gilgamesh regresó a su ciudad. Pese a sus esfuerzos, la inmortalidad seguía siendo un privilegio exclusivo de los dioses. La única excepción fue la serpiente. Gracias a haberse hecho con la planta, obtuvo el don de rejuvenecer, como lo demuestran sus cambios de piel.
Cortesía de Muy Interesante
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