El caso de las glossopetrae o lenguas de piedra puede ser el ejemplo más claro de cómo un mito queda derribado por los avances de la ciencia. Estos objetos se engloban en una larga tradición –algunas de cuyas variantes siguen contando con creyentes en nuestros días, con consecuencias nada inofensivas– que atribuye propiedades mágicas a hallazgos para cuyo origen los conocimientos de la época no pueden encontrar explicación. El recurso más fácil es echar mano de leyendas y seres fantásticos y, como consecuencia, conferirles las propiedades místicas de que gozaban sus supuestos propietarios.
Sin embargo, las glossopetrae no son más que fósiles; en concreto, restos de dientes de tiburón. Pero cuando fueron descubiertas no se sabía y, de hecho, el concepto de fósil estaba muy lejos de acuñarse definitivamente. Costaba explicar qué eran exactamente aquellas extrañas piezas de piedra, todas enormemente parecidas y con una forma tan definida que solo podía justificarse yendo más allá de los azares de la naturaleza. Sin duda, o eso se discurría, se había dado algún tipo de intervención sobrenatural en su proceso de creación.
¿Dientes de ogro?
Nadie pensó, desde luego, que tuvieran alguna relación con el entorno marino, ya que la mayoría de las que iban apareciendo se encontraban en yacimientos situados muy tierra adentro. Parecían dientes –de hecho, lo eran–, pero ninguna criatura conocida los tenía de piedra. En cambio, abundaban las leyendas sobre todo tipo de seres monstruosos dotados de características imposibles, por lo que comenzaron a circular historias que los relacionaban con dragones, ogros e incluso gigantes, en aquellos de mayor tamaño.
Hubo científicos de la Antigüedad que, dentro de sus capacidades, intentaron encontrar una explicación racional. Así, Plinio el Viejo (23-79), político romano que combinaba sus deberes para con el pueblo con una enorme pasión por el estudio de la naturaleza –prueba de ello es su obra magna, “Historia natural”, publicada en el año 74–, buscó la justificación en los cielos, y argumentó que se trataba de diminutos cuerpos celestes que se precipitaban sobre la Tierra durante los eclipses de luna.
¿Una maldición?
Por entonces, todavía no se las llamaba glossopetrae. Este término, con el que han pasado a la historia, tiene que ver con la visita que hizo Pablo de Tarso –posteriormente, san Pablo– a la isla de Malta, en el siglo I. Durante su estancia, fue mordido por una víbora, pero aunque el ofidio no logró matarle, el ataque lo enfureció sobremanera. Tanto que echó una maldición sobre todas las serpientes de la isla, como resultado de la cual sus bífidas lenguas se convirtieron en piedra.
Este episodio tardó en conocerse, pero cuando lo hizo alcanzó gran trascendencia y popularidad, no tanto por su veracidad, sino porque representaba la victoria de las fuerzas del bien, centradas en el santo, sobre las del mal, de las que los ofidios han sido uno de los símbolos más recurrentes. Y también bautizó, en apariencia para siempre, a los misteriosos objetos.

Un curalotodo
Por todo ello, se les atribuyó un origen sagrado y, por lo tanto, grandes poderes benéficos. De ellas se decía que servían de antídoto contra la mordedura de las serpientes si se frotaban sobre la herida y que protegían contra los venenos si se tomaba la precaución de sumergirlas en cualquier bebida sospechosa antes de ingerirla. Pulverizadas, curaban la fiebre, distintas clases de dolores, la epilepsia, la sífilis e incluso el mal aliento.
Asimismo, se aseguraba que facilitaban los rituales de adivinación, ya que los arúspices podían leer el futuro de quienes poseían una con mayor facilidad. No es de extrañar que las glossopetrae se convirtieran en objetos codiciados, y que muchas personas estuvieran dispuestas a pagar generosas sumas de dinero por hacerse con una.
Las más apreciadas, como cabía esperar, eran las de Malta, aunque también destacaban algunos raros ejemplares de enorme tamaño, mayor que el de una mano humana, que se atribuían de nuevo a los dragones u otras bestias mitológicas. Hasta el siglo XIX no se identificaría a su más que probable propietario, el Carcharocles megalodon, un gigantesco tiburón prehistórico que podía alcanzar los 18 metros de longitud.
Los propietarios más pudientes encargaban engarzar las piezas de un tamaño más común en colgantes de plata y otros adornos, lo que les servía de elemento de ostentación y, al mismo tiempo, les garantizaba la protección contra el mal en caso de apuro.
Estudios razonados
Hasta el siglo XVII no comenzaría a arrojarse luz sobre el misterio de las lenguas de piedra y aun así tardó bastante tiempo en cuajar.
En 1666, dos pescadores atraparon un tiburón blanco (Carcharodon carcharias) en las costas de la Toscana. Por orden del gran duque Fernando II de Médici, la cabeza del animal fue enviada a Florencia para que la examinara uno de los científicos más brillantes de la época, Nicolás Steno (1638-1686). Este anatomista danés, que se había establecido en Italia y formaba parte de la Academia de Experimentos, una institución que como da a entender su nombre estaba dedicada a la ciencia experimental, estaba familiarizado con la leyenda de las lenguas de piedra.
Cuando comenzó su estudio, encontró abundantes similitudes entre estas y los dientes del escualo que tenía en su laboratorio. ¿Podrían las glossopetrae no ser otra cosa que dientes de tiburón fosilizados por el paso de los milenios?

Desmontando un mito
Si bien los científicos del momento ya trabajaban con fósiles, faltaba una teoría definitiva sobre su origen. Algunos naturalistas afirmaban incluso que crecían por sí solos entre las rocas. Para muchos, la hipótesis de Steno, que mantenía que las glossopetrae podían ser restos petrificados de peces desaparecidos, no parecía tener sentido, ya que, como se ha indicado antes, algunos especímenes se habían encontrado muy lejos del mar más cercano.
Steno empezó entonces a recorrer el interior de Italia, donde realizó nuevos hallazgos, como más fósiles de dientes de tiburón encontrados junto a otros que correspondían a conchas y caracolas. La única explicación era que aquellos terrenos habían estado sumergidos bajo el mar mucho tiempo atrás, antes de que la evolución geológica propiciara de algún modo el ascenso de los mismos.
Este investigador publicó sus conclusiones en 1667, en su tratado Elementorum myologiae specimen. Buena parte del mismo está dedicado al estudio del escualo que le habían enviado, pero en él también demuele el mito de las glossopetrae para sustentar su nueva teoría sobre el origen de los fósiles.
En cuanto a las diferencias entre las lenguas de piedra y los dientes de los tiburones vivos, aludió a la teoría fundamental de la materia, formulada por Demócrito en el siglo V a. C., para explicar que el tiempo podía alterar la composición química de los fósiles sin que por ello cambiaran de forma.
El trabajo de Steno inició la paleontología moderna, pero ¿terminó con el mito de las glossopetrae? Sería pedir demasiado: la creencia en sus propiedades continuó hasta el siglo XX. Por ejemplo, en algunas zonas rurales de Gran Bretaña se las conocía como piedras del calambre, porque se creía que curaban sus síntomas, además del reuma y el dolor de muelas.
Cortesía de Muy Interesante
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