Entre los años 1933 y 1945, tuvo lugar en Alemania un genocidio planeado estratégica y científicamente para eliminar a las supuestas razas inferiores, los Untermenschen o “subhumanos”, como los etiquetaron sus exterminadores. Entender cómo se llegó a ese siniestro epíteto y al horror del Holocausto requiere desplazarse a principios del siglo XX y conocer, aunque sea por encima, las ideas racistas que surgieron y se desarrollaron por aquellos años.
Bibliografía de la infamia
En 1855, el conde de Gobineau había publicado su ensayo La desigualdad de las razas humanas, considerado el primer libro racista “científico”. En él aparecen ya los principios generales que justificarían la gran matanza del siglo XX: que las razas humanas existen, que degeneran por contaminación y que la más pura es la raza blanca. Por supuesto, su tesis interesó a los alemanes. Richard Wagner buscó la amistad de Gobineau y aceptó su influencia.

Pero la gran discusión racial se produjo con el cambio de siglo. En unos pocos meses, entre 1899 y 1900, aparecieron tres obras clave sobre el asunto. La primera, Los fundamentos del siglo XIX, era de Houston Chamberlain, un británico fanáticamente germanizado que contrajo matrimonio con la hija menor de Wagner y seguía las tesis de Gobineau, incluyendo de su cosecha al pensamiento judeocristiano como el principal enemigo de la raza superior. Cuando murió este exaltado germanófilo, Adolf Hitler asistió a su funeral.

En 1899 también se publicó Las razas de Europa, del economista americano W.Z. Ripley, que proponía una división étnica de los pueblos europeos en tres categorías, la mediterránea, la alpina y la teutona, basándose en datos antropométricos y en índices de capacidad craneal. El índice más bajo correspondía a zonas periféricas como Noruega, Escocia, Portugal y norte de Africa. El más alto se daba, según Ripley, en el centro de Europa, el Adriático oriental y el occidente de Francia.
Apenas unos meses más tarde, ya en 1900, el antropólogo francés Joseph Deniker, en su Razas y pueblos del mundo, proponía ampliar a seis el número de razas europeas y añadir otras cuatro secundarias. Su propuesta llamaba raza nórdica a la que Ripley llamaba teutona, y litoral a la mediterránea, mientras que la raza alpina habría tenido origen en el macizo central francés. Además añadía la raza adriática, la oriental y la raza ibérica, que incluía la Península y las islas mediterráneas hasta el sur de Italia.
Arios, los amos de la tierra
La controversia académica exaltó las ideas racistas de la época promoviendo la aparición de propagandistas como el influyente político norteamericano Madison Grant, enemigo de la inmigración, que categorizó y jerarquizó a las supuestas razas poniendo por encima de todas a la nórdica o teutona en su libro de 1916 La caída de la Gran Raza. De acuerdo con su punto de vista, el hombre europeo es el hombre blanco por antonomasia, y los europeos más puros son los escandinavos y los germanos del norte. Sentaba así las bases de la teoría racial supremacista llamada nordicismo.

Por otra parte, en Europa se había llegado a la misma conclusión. Apoyados en su doble condición de lingüista y arqueólogo, los estudios del prusiano Gustaf Kossina buscaron en el racismo una explicación histórica para el gran enigma lingüístico de su tiempo: la lengua indoeuropea o indogermana. Cien años antes, otro alemán llamado Franz Bopp, lingüista y orientalista, había reparado en el extraño e innegable parecido de las lenguas orientales con las europeas.
Y de ahí salió la idea, hoy incuestionable, de la existencia de una lengua primitiva común a Europa, que llegó a la India a mediados del milenio II a.C. y produjo los idiomas sánscrito y avéstico. La presencia de este idioma en el subcontinente indio quedó relacionada con su conquista por un pueblo foráneo, el de los arios.
Así se formó el artefacto seudocientífico ario: en tiempos muy remotos, un grupo humano habría emprendido una conquista triunfal hacia el sur y el oeste. Por las escasas menciones en los textos, estos arios parecen haber constituido una casta social superior, señores que construyeron un enorme imperio en tiempos arcaicos. ¿Y a qué raza podían pertenecer sino a la nórdica, la raza claramente superior? Conclusión: aquellos conquistadores y aristócratas, aquella Gran Raza que dominó el mundo en el remoto pasado habría sido la teutona.
En esa ensalada de conjeturas, el nacionalismo alemán con viejas raíces románticas, el Völkisch, encontró el medio para apuntalar su propio artefacto teórico. De esta manera, el nazismo tenía sus motivos (supuestamente “científicos”) para situar en primer lugar la pureza de la raza. Había que explicar a los alemanes que por sus venas corría la sangre que había dominado el mundo en épocas remotas debido a una superioridad real, aunque largamente aletargada.
El destinado a sacar a la raza de su letargo se llamaba Adolf Hitler, y su partido era el nacionalsocialista, el Partido Nazi. Era el argumento decisivo para predicárselo al pueblo alemán de 1930, ahogado por las condiciones de paz de Versalles y la hiperinflación: “Nosotros, ahora derrotados, somos la raza superior, descendientes de los que en el pasado fueron los dueños del mundo. Y en esa realidad inmutable de la supremacía de nuestra sangre debemos apoyar nuestra confianza en volver a convertirnos en los amos de la Tierra durante los próximos mil años”.

Judíos: el enemigo impuro
Si lo esencial era la supremacía de la estirpe germana, contaminada por el roce con grupos humanos inferiores a lo largo de los siglos, un gobernante responsable debía atender sobre todo a este mandato histórico: limpiar y depurar la raza. El sueño era constituir una nación de seres perfectos desde el punto de vista étnico, lo cual bastaba para hacerlos perfectos desde todos los demás puntos de vista. Serían precisas unas cuantas generaciones para llevar a cabo ese designio depurativo, así como una mano de hierro a la hora de extirpar del cuerpo social a los elementos impuros. Una mano que fue, entre otras, la del principal responsable intelectual de la ideología racista de los nazis: Alfred Rosenberg.
Rosenberg era el nazismo puro, un teutón del Báltico convencido de las tesis de Gobineau y Chamberlain. Se había inscrito en el partido antes que el propio Hitler y formó parte de los grupos semicientíficos y más bien esotéricos que dieron forma a las creencias secretas nazis, como la disparatada Sociedad Thule, que situaba en la Atlántida el hogar de los arios y sostenía que la Tierra está hueca y habitada por dentro.

Rosenberg, que sentía un profundo desprecio hacia todas las formas de religión, publicó un volumen de lectura difícil titulado El mito del siglo XX en el que cambiaba el concepto de lucha de clases por el de lucha de razas, que a su juicio había sido el motor de la historia humana. Por supuesto, para Rosenberg la raza contaminadora y enemiga de la teutona era la judía.
Los judíos no eran unos recién llegados a Alemania: estaban allí desde los tiempos del Imperio romano y sus condiciones de vida habían pasado a lo largo de los siglos por innumerables vicisitudes y pogromos. Las Cruzadas y la época de la peste negra fueron tiempos de grandes matanzas. En 1394 se quemó vivos a millares de judíos, acusados de envenenar los pozos para extender la peste, en Worms, Maguncia, Estrasburgo, Frankfurt, Colonia, Hanover y Erfurt. Pero en el siglo XX ya no iba a tratarse de ataques esporádicos, sino de una estrategia metódica dirigida al genocidio total. Los amenazantes avisos de Mein Kampf no debían ser ignorados.

De las Leyes de Núremberg a los ‘Einsatzgruppen’
Con la llegada de los nazis al poder en 1933, Hitler nombró a Rosenberg jefe de Relaciones Exteriores del partido, y los judíos empezaron a sentir que la cosa iba en serio. En 1935 se aprobaron las leyes raciales conocidas como Leyes de Núremberg, inspiradas en parte por Rosenberg y elaboradas por Wilhelm Frick, que tendría la responsabilidad histórica de ser ministro del Interior del Reich a lo largo de diez años, al que ayudaron el abogado Wilhelm Stuckart y Julius Streicher, director del periódico antisemita más influyente, Der Stürmer.
Aquellas infames leyes definían quién era judío y quien no, arrebataban la nacionalidad alemana a los judíos, los despojaban de sus bienes, prohibían las relaciones sexuales entre gentiles y judíos bajo penas severísimas, impedían ejercer a los profesionales judíos y castigaban a los empresarios que los contratasen. En una palabra: estaban pensadas para hacer imposible la vida social y económica de aquella comunidad en los territorios del Reich. Y, de paso, también la de gitanos, negros, discapacitados, homosexuales y restantes Untermenschen.

Frick era un fanático sanguinario, pero aún los hubo peores. Por ejemplo, el siniestro trío formado por Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS, Reinhard Heydrich, jefe de Seguridad del Reich, y Adolf Eichmann, ayudante de Heydrich, a quienes incumbió la responsabilidad efectiva del Holocausto.
Himmler era un vocacional, un tipo al que le encantaba su trabajo. Nadie lo apreciaba excepto Hitler, que lo había convertido en su herramienta personal. Asumió voluntariamente la dirección del campo de Dachau, y con las experiencias allí vividas redactó el espeluznante manual que dictaba cuál debía de ser el trato que asumirían los prisioneros de los campos.
Fue el creador, ya en la guerra, de los célebres Einsatzgruppen, auténticos escuadrones de la muerte integrados por SS que se encargaban de “limpiar” el territorio que las vanguardias del ejército iban ganando para el Reich; una especie de ejército escoba. Esa limpieza era muy sucia: consistía en eliminar sin miramientos a todos los Untermenschen civiles que encontraban. Y esto sin ninguna responsabilidad ni supervisión excepto la de sus superiores en las SS, quienes no solían protestar demasiado por las monstruosidades que sus grupos de liquidadores oficiales llevaban a cabo por toda Europa.
La Noche de los Cristales Rotos
Pero antes de la guerra y de la Solución Final, hubo un episodio que puede considerarse el culmen del odio antisemita previo al Holocausto, y a la vez detonante del mismo.
El 7 de noviembre de 1938, un joven judío de 17 años llamado Herschel Grynszpan, cuya familia ha sido deportada a Polonia y sobrevive en terribles condiciones, decide vengarse en nombre de todos los suyos y, tras colarse en la Embajada de Alemania en París, hiere gravemente de cinco tiros a bocajarro a Ernst vom Rath, el tercer secretario de la sede diplomática.

La noticia del atentado da la vuelta al mundo y despierta una fuerte reacción en la patria natal de Vom Rath. Miles de judíos han dejado ya Alemania, pero muchos líderes nazis piensan que la expulsión está siendo demasiado lenta. El atentado es justo la excusa que Adolf Hitler ha estado buscando para golpear con dureza a los que quedan: un judío armado ha atacado a un alemán inocente sin que mediase provocación alguna. El ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, inicia enseguida una campaña de prensa en la que describe la indignación del pueblo y culpa al “judaísmo del mundo”. El ataque no es obra de un solo individuo, sino el primer paso de una conspiración judía, brama.
Exaltados por sus palabras, los habitantes del estado de Hessen comienzan la cacería esa misma tarde. Se producen ataques a sinagogas, con destrozos del mobiliario y agresiones a quienes tratan de resistirse. Por esos mismos días, la jerarquía del Partido Nazi se halla reunida en Múnich para recordar a las víctimas del fallido Putsch de 1923. El 9 de noviembre por la tarde, Hitler se encuentra sentado en el sitio de honor de la cervecería Bürgerbräu, donde 15 años antes proclamó el inicio de la revolución nacionalsocialista.

Cuando están empezando a cenar, entra un ayudante y le entrega una nota: Vom Rath ha muerto en París. El Führer se vuelve hacia Goebbels, sentado a su lado. Ambos empiezan a comentar en voz baja las posibilidades de sacar partido de la situación. Hitler decide que el Estado no hará nada para detener ninguna venganza espontánea contra los judíos. Todo lo contrario: “Hay que dejar que las SA vayan a por ellos”, susurra, en referencia a la violenta organización paramilitar del partido, que todavía cuenta con varios millones de hombres armados.
Una orgía de violencia dirigida por las SA
Los líderes nazis corren al teléfono y, con unas cuantas llamadas, activan una red a gran escala que envía mensajes a todas las ramas de las SA, las SS y la Gestapo en toda Alemania. Cuando cae el sol, todas las estaciones de policía y de bomberos han recibido instrucciones. “Se esperan manifestaciones contra los judíos por todo el Reich en el transcurso de la noche”. Se ha dado permiso para destruir tiendas y casas, pero no para cometer robos. La policía no debe interferir a menos que los ataques afecten a alemanes.
Las ramas locales de las SA reciben la orden de quemar las sinagogas y destruir las tiendas y propiedades judías, cosa que debe hacerse sin uniforme e instigando a los habitantes de la localidad para que participen. Un minuto después de la medianoche, los bomberos de Múnich reciben la primera llamada de aviso. Los “manifestantes” han roto el escaparate de una tienda judía de ropa y le han prendido fuego. Tres minutos más tarde, llega la primera alarma grave: las llamas envuelven la sinagoga de la ciudad. La Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht) ha comenzado.

La orgía de violencia es inaudita. En Dortmund, los Camisas Pardas sacan a rastras a la calle a un judío rumano y lo obligan a caminar a cuatro patas durante varios kilómetros mientras una masa cada vez mayor le pega e insulta. En Aschaffenburg, al norte de Baviera, una familia judía se despierta en mitad de la noche sobresaltada por el taconeo de unas botas que se acercan: dos hombres van hasta donde se encuentra el padre y, sin mediar palabra, lo matan, y a otro miembro de la familia lo raptan y lo llevan a un bosque cercano, donde lo atan a un árbol y lo usan de diana para practicar tiro al blanco. Por todo el país, turbas furiosas, comandadas por hombres de las SA, atacan a judíos en las calles, roban los comercios, entran en las viviendas y, en los peores casos, tiran a sus habitantes por la ventana.
Jóvenes nazis, padres de familia y señoras distinguidas participan codo con codo en el vandalismo y los crímenes, que continúan durante todo el día siguiente (10 de noviembre) y van cada vez a peor. Algunas de las agresiones más atroces tienen lugar en los Sudetes, Berlín y Viena, donde los nazis ni siquiera se molestan en disfrazarse y actúan de uniforme. En el colmo de la perversión, llegan a atacar un jardín de infancia judío.
La violencia es seguida de saqueos indiscriminados. Armados con todo tipo de instrumentos –de martillos a hachas–, destrozan puertas, ventanas, espejos y cuadros; luego, “confiscan” el dinero y las joyas de sus víctimas. Ni siquiera los muertos se libran del odio: las tropas de asalto irrumpen en los cementerios, profanan las tumbas y hacen añicos las lápidas.
La antesala del Holocausto
A última hora de la tarde, la violencia finalmente se aplaca –Hitler decide pararla y Goebbels emite a tal fin un comunicado por radio–: Alemania ha concluido su primer pogromo desde la Edad Media. La reacción de la prensa internacional va del escándalo a la incredulidad. Es la primera vez que el mundo comprueba la total falta de escrúpulos de los nazis; no obstante, salvo unas cuantas protestas formales, las potencias democráticas no moverán un dedo en contra de Hitler.

Este, entretanto, ha decidido que el “castigo” aún no es suficiente. Los judíos alemanes deberán pagar un total de 1.000 millones de marcos por el despreciable crimen contra Vom Rath y por los desperfectos de la Kristallnacht. Todas estas medidas entran en vigor inmediatamente, igual que otras disposiciones restrictivas. Treinta mil judíos acaban en Dachau, Sachsenhausen y Buchenwald sin juicio. Los campos de exterminio como tales todavía no existen, pero el cautiverio es una señal de lo que les espera bajo el régimen nazi.
Cortesía de Muy Interesante
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