La Inglaterra heredera de Enrique VIII y de su monumental enredo sucesorio fue testigo de uno de los reinados más cortos de la historia del país, y probablemente de la historia en general: el protagonizado por Jane Grey o Lady Jane, como era conocida popularmente, quien reinó nueve días y fue una víctima más del colosal embrollo que generó el rey inglés con sus múltiples matrimonios y herederos de distintas progenitoras, casas reales y confesiones religiosas.
En efecto, Enrique VIII, al morir en 1547, dejó tres hijos que podían sucederle en el trono. De su primer matrimonio, con Catalina de Aragón, había nacido María –que reinaría como María I–, nieta de los Reyes Católicos y ferviente católica ella misma en una Inglaterra que había abrazado el anglicanismo creado por su padre para librarse del yugo del papa de Roma.

De su segundo casamiento, con Ana Bolena, nació Isabel, que a la postre se convertiría en Isabel I y que, a diferencia de su hermana, era protestante. Y en su tercer desposorio, con Jane Seymour, el rey inglés había engendrado a Eduardo, que contaba solo nueve años cuando su padre murió. Pese a tener dos hermanas mayores, el único varón fue nombrado sucesor, conforme a las leyes de la época, y ascendió al trono como Eduardo VI. Pero el heredero tenía una salud muy frágil y enfermó gravemente con quince años, apenas seis después de haber sido coronado. Se abría entonces la incógnita de quién ocuparía el trono a continuación.
En ausencia de otro varón en la línea de sucesión directa, la corona no tenía otro posible destino que María, la primogénita. Sin embargo, el catolicismo de su hermanastra no agradaba a Eduardo, que se sentía el primer monarca plenamente anglicano, así que el joven rey, casi en su lecho de muerte, dejó establecido que la reina sería Jane Grey, sobrina nieta de su padre (la joven era nieta de María Tudor, la hermana pequeña de Enrique VIII). De esta manera, la adolescente Lady Jane, con apenas dieciséis años y protestante, se convertía en parapeto frente a la amenaza católica.
La realidad es que podría haber estado preparada para gobernar y para hacerlo bien porque, aunque se había educado fuera de la corte, tenía una formación intelectual sólida y estaba considerada como una de las jóvenes más cultas e inteligentes de Inglaterra. Pero su suerte iba a ser otra y no tendría ocasión de demostrar su valía.
Tras la muerte de Eduardo VI, fue proclamada reina el 10 de julio de 1553 en una ceremonia en la que ya se adivinó que la apuesta por ella iba a ser complicada. No bien había sido coronada, diferentes facciones del pueblo inglés y algunas instituciones relevantes que la habían apoyado al comienzo de su atropellada andadura real empezaron a revolverse en su contra y a dar forma a una rebelión que triunfó rápidamente. Tan solo nueve días después de haber sido nombrada, Jane fue destronada y sucedida por María I.

En poco más de una semana, en definitiva, pasó de reina a prisionera por traición en la Torre de Londres, donde inicialmente iba a purgar su pena. Pero, una vez más, se convertiría en una suerte de moneda de cambio: su padre y sus hermanos se habían unido a la revuelta contra el matrimonio de la reina María –Bloody Mary– con el español y católico Felipe II y esto la convertía en una presencia incómoda, ya que podía erigirse en símbolo y mártir del levantamiento protestante que tanto temían la reina católica y su prometido español. Su ejecución estaba, pues, firmada. El 12 de febrero de 1554 moría Lady Jane, ‘la reina de los nueve días’.
Maria Letizia Bonaparte, una viuda temprana
Si Lady Jane encarnó las aspiraciones protestantes en una Inglaterra en cambio, María Letizia Bonaparte personificaría, en Italia y tres siglos después, la añoranza por mantener en el poder a una dinastía en declive. Nació en París en 1866, durante los últimos años del Segundo Imperio francés. Hija del príncipe Napoleón José Carlos Bonaparte –hijo a su vez del hermano pequeño de Napoleón I– y de la princesa italiana María Clotilde de Saboya, María Letizia era sobrina de los emperadores de Francia, Napoleón III y Eugenia de Montijo. Al pertenecer a la Casa Bonaparte, ostentó desde su nacimiento el título de princesa Napoleón y el tratamiento de Alteza Imperial.
Sus primeros años transcurrieron junto a sus hermanos entre Suiza, Francia e Italia, país al que su madre se había retirado para dedicarse a vivir su fe. Resultado de esta devoción religiosa, María Letizia se crió en un ambiente conventual.

Hermosa y físicamente parecida a las hermanas de Napoleón I, cuando llegó el momento de casarla, por supuesto, no se le dio la opción de que fuera por amor. Inicialmente se había previsto que se desposara con su primo, el príncipe Manuel Filiberto de Saboya-Aosta, pero hubo un cambio de planes y terminó decidiéndose que se casara con el padre de su prometido, es decir, con el hermano de su madre, el efímero rey de España Amadeo I, príncipe de Saboya y I duque de Aosta.
En esta decisión influyeron varios factores. Por una parte, los nostálgicos del Imperio de Napoleón I ansiaban ver en este enlace alguna posibilidad de reinstaurar la dinastía Bonaparte en una posición influyente, ya que la boda suponía la unión de un miembro de la saga con una casa reinante en Europa. Por otro lado, Amadeo veía con buenos ojos a su sobrina, de buen talante, simpática y de fácil convivencia. “Contento lei, contenti tutti”, decían del monarca italoespañol. Y, por último, no faltaban voces que afirmaban que María Letizia deseaba librarse del control materno al que se veía sometida.
La boda, lógicamente, supuso un gran escándalo, no solo por la diferencia de edad (más de veinte años) sino porque eran familia carnal. Sin embargo, consiguieron la necesaria dispensa papal y tío y sobrina contrajeron matrimonio en 1888, convirtiéndose así ella en princesa y duquesa consorte. El enlace, celebrado en la capilla de la Sábana Santa de la catedral de Turín, fue fastuoso. La novia llevaba un manto de águilas imperiales y abejas bordadas en oro y plata, y una corona con más de un millar de diamantes.

Pero la alegría y las aspiraciones duraron poco. María Letizia enviudó al año y medio de desposarse, pues Amadeo falleció en enero de 1890. Los tres hijos de su primera esposa heredaron entonces casi todos los bienes de su padre y de su madre, dejando poco a María Letizia y a su hijo Umberto, nacido durante el breve matrimonio.
Dependieron a partir de entonces de la asignación económica que les pasaba la casa real italiana, no sin recelos, ya que el escándalo persiguió a madre e hijo por distintas razones: a Umberto –que moriría a los 29 años víctima de la llamada gripe española– por díscolo y a Letizia por mantener una relación amorosa pública con un militar veinte años más joven que ella. La sobrina nieta de Napoleón I murió en Turín, en 1926, y descansaría finalmente junto a su tío y marido, Amadeo, y la primera esposa de este, la que fuera reina consorte de España María Victoria dal Pozzo, su tía.
María de las Mercedes, la consorte más amada
Fue precisamente el siguiente rey de España tras Amadeo de Saboya –y tras una breve I República (1873-1874)–, Alfonso XII, el que hizo protagonizar a otra mujer un nuevo episodio de poder de corta duración. Se llamaba María de las Mercedes de Orleans y Borbón, y con ella escribió una historia de amor realmente de cuento.
Nacida en Madrid en junio de 1860, María de las Mercedes era la quinta hija de Antonio de Orleans, duque de Montpensier, y de la infanta Luisa Fernanda de Borbón, hermana de Isabel II, reina en ese momento de España y madre del futuro Alfonso XII. Tras pasar su infancia en Sevilla, se exilió con su familia al ser desalojada del trono español su tía por la llamada Revolución Gloriosa, en 1868.
En 1872, en un encuentro familiar, María de las Mercedes conoció a su primo Alfonso. Ella era entonces una niña de doce años, de refinada educación francesa, no especialmente bella pero con unos ojos oscuros y cautivadores y una abundante melena, que solía recoger en trenzas. Decidida, inquieta y simpática, cautivó de inmediato a su primo y comenzaron una relación que consolidaron a base de encuentros en las reuniones familiares.
El noviazgo fue mal visto desde el principio, ya que Isabel II estaba profundamente enemistada con su cuñado, el duque de Montpensier, y el gobierno que había reinstaurado a los Borbones prefería casar a Alfonso con alguna princesa europea. Pero, tras su proclamación como rey en diciembre de 1874, Alfonso XII manifestó su férreo propósito de contraer matrimonio con su prima.
Y, finalmente, la boda se celebró el 23 de enero de 1878, entre otros motivos porque el presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, captó el apoyo del pueblo al romance y lo convirtió en una campaña a favor de la monarquía recién restaurada.

Los festejos nupciales duraron más de una semana y fueron escaparate de la modernidad que estaba llegando a España: el día antes del enlace, los novios hablaron por teléfono y Madrid estrenó alumbrado eléctrico con motivo de la boda real, a la cual, al día siguiente, la novia llegó en tren, en un vagón enteramente forrado de raso blanco. El enlace se celebró en la basílica de Atocha y los recién casados recibieron el fervor de los madrileños en el camino de regreso a palacio. El pueblo estaba subyugado con la historia de amor entre los jóvenes.
A la boda siguió una corta luna de miel en El Pardo, tras la que los reyes retomaron su agenda pública hasta que se anunció que la reina se encontraba indispuesta. Embarazo, se rumoreó; y efectivamente, lo fue, pero malogrado, pues María de las Mercedes perdió el bebé que esperaba y empezó a padecer problemas de salud. Apenas seis meses después de haber sido coronada, se conoció la peor de las noticias: padecía fiebres tifoideas. Y, en tan solo una semana, esta enfermedad acabó con su vida. Fue el 26 de junio de 1878 y tenía dieciocho años. Su reinado no había alcanzado el medio año.
La muerte de su esposa hundió al rey. Se retiró de la vida pública y viajaba con frecuencia a El Escorial para permanecer largas horas ante el sepulcro de la reina difunta, que no pudo ser enterrada en el panteón real, reservado a las reinas con descendencia. En el año 2000 sería trasladada a la catedral de la Almudena de Madrid, cuya construcción impulsó, y en cumplimiento del deseo de su esposo su lápida reza: “María de las Mercedes, dulcísima esposa de Alfonso XII”.
Inés de Castro, la reina cadáver
El impacto que produjeron esta prematura y trágica muerte y la desolación del rey hizo correr por todo Madrid una cancioncilla popular: “¿Dónde vas, Alfonso XII, dónde vas, triste de ti? Voy en busca de Mercedes, que ayer tarde no la vi. Si Mercedes ya se ha muerto, muerta está, que yo la vi…”. Estaba basada en un antiguo poema medieval, el Romance del Palmero, sobre los amores del rey Pedro de Portugal e Inés de Castro; curiosamente, otro ejemplo de reinado en femenino ya no solo efímero, sino también póstumo.
Según cuentan las crónicas, entre la historia y la leyenda, Inés fue una noble gallega nacida sobre 1325 en Monforte de Lemos (Lugo). De familia emparentada con los antiguos reyes de Castilla, era hija de Pedro Fernández de Castro, primer Señor de Monforte y nieto del rey Sancho IV. En 1339 se trasladó a Portugal para formar parte de la corte de su prima, Constanza de Castilla, futura esposa de Pedro I, hijo de Alfonso IV, rey de Portugal.
Pero el amor es ciego y no entiende de parentescos, y Pedro se enamoró de Inés, cayó rendido a sus encantos pese a la oposición de su padre. Este, que veía detrás de la relación las aspiraciones de la Casa de Castro a la corona portuguesa, expulsó a Inés de la corte.
Verdad o mentira, los dos amantes continuaron adelante y la oportunidad de estar legítimamente juntos pareció surgir diez años después, cuando Constanza moría tras dar a luz. Pedro aprovechó esta circunstancia para hacer retornar a Inés de Castro a su lado, en contra de la orden de su padre. Ambos se instalaron en Coimbra y empezaron a vivir en el monasterio de Santa Clara.
Tuvieron cuatro hijos y en 1351 solicitaron al papa la dispensa para casarse. Pero la corte papal rechazó su petición y el rey Alfonso IV siguió considerando a su nuera una amenaza para la corona. Así que el 7 de enero de 1355, estando su hijo Pedro de caza, el rey decretó la ejecución de la gallega. Cuando Pedro conoció la muerte de su amada enfureció y se revolvió contra su padre, iniciando un cruento enfrentamiento que acabó cuando su padre murió y él se convirtió en Pedro I, rey de Portugal.

¿Y cuál fue su primer cometido tras subir al trono? Por supuesto, ajusticiar a los asesinos de su amada, proclamar su matrimonio secreto como válido ante las Cortes y coronar a Inés como reina de Portugal. Para ello, exhumó su cadáver, lo hizo sentar en el trono, lo engalanó con vestiduras reales y obligó a todos los nobles y cortesanos, bajo pena de muerte, a que besaran la mano momificada de su amada esposa como símbolo de los honores debidos.
Según cuenta la leyenda, tras la ceremonia de coronación se llevaron a cabo los funerales reales de Inés y su cuerpo descansó para siempre en una tumba de mármol blanco que había hecho construir su esposo en Alcobaça, una obra maestra de la escultura gótica. Frente a ella, el propio Pedro I mandó erigir su sepultura, de manera que, cuando llegara el día de la resurrección y ambos cuerpos se levantaran, lo primero que vieran fuera el rostro de su ser amado.
La heredera china sin nombre
No solo Europa ha sido escenario de reinas efímeras: Asia también ha sido testigo de brevísimos episodios de mujeres al mando. Curioso fue el de la hija del emperador Xiaoming, desconocida hasta tal punto que, si bien se sabe que llevaba el apellido Yuan (de su dinastía), se desconoce su nombre.
Xiaoming de Wei del Norte fue emperador de la dinastía nómada Xianbei que gobernó el norte de China de 386 a 534. Hijo único del emperador Xuanwu, nació en Luoyang en el año 510 y ascendió al trono a los cinco años, ocupando su madre, la emperatriz viuda Hu, tan inteligente como corrupta, la regencia.
En 528, Xiaoming tuvo una hija, nacida de su relación con su concubina favorita, Pan. Pero, pensando en la sucesión, la abuela de la pequeña, la emperatriz viuda Hu, declaró falsamente que era un varón. En ese momento, el emperador Xiaoming tenía 18 años y estaba cansado del control que su madre ejercía sobre su administración, y aún más del amante y mal consejero de esta, Zheng Yan, al que despreciaba, así que ordenó al general Erzhu Rong atacar a la emperatriz Hu para obligarla a eliminar a Zheng Yan.

Aunque Xiaoming luego se arrepintió de esta decisión, la noticia había llegado ya a oídos de Zheng Yan, que aconsejó a la emperatriz viuda que envenenara a su hijo porque era una amenaza. Y ella lo hizo. Xiaoming murió con tan solo 18 años y se abrió entonces la incógnita de su sucesión.
Tras asesinar a su hijo, la emperatriz declaró a la hija (oficialmente hijo) de Xiaoming y Pan emperador durante unas horas, hasta que admitió que era en realidad una niña y la reemplazó por un varón, Yuan Zhao, hijo de un familiar lejano de Xiaoming, de solo dos años de edad. De este modo, la hija de Xiaoming encarnó el poder apenas unas horas, no fue reconocida por las generaciones posteriores y no tuvo ni tan siquiera la gloria de pasar a la historia por su propio nombre.
El general Erzhu Rong, cansado de las corruptelas de la regente, acabó con su vida y con la del pequeño Yuan Zhao arrojándolos al río Amarillo. Nombró nuevo emperador, Xiaozhuang, al que casó con su hija. Tras cuatro breves sucesores, la dinastía acabaría en 535.
Cortesía de Muy Interesante
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