Rudyard Kipling (1865-1936), narrador y poeta británico nacido en Bombay y autor de El libro de las tierras vírgenes (El libro de la selva), dijo en cierta ocasión: “La providencia ha creado a los maharajás para ofrecer un espectáculo al mundo”. Y nada describe mejor la imagen que de los príncipes indios tenían los británicos y, por ende, toda Europa. El choque de culturas y su propia exuberancia los habían convertido casi en una caricatura, pero la realidad es que eran una casta privilegiada con dos mil años de dominio absoluto a sus espaldas y que ostentaban un poder real.
Idealizados desde la Antigüedad por la tradición popular, las epopeyas del Ramayana y el Mahabharata los habían exaltado. Así, como descendientes del dios sol y de la diosa luna, fueron durante milenios los artífices de la historia de la India, y los británicos lo sabían; por eso, no cometieron el error de quitarles su grandeza.
En 1858, Gran Bretaña se anexionó la India, pero solo controlaba directamente el 60%; el resto siguió nominalmente en manos de los maharajás, a los que el Imperio británico no dudó en proteger y mantener. Bajo el dominio inglés, la India se convirtió en un país unitario, pero cada maharajá gobernaba su territorio junto con sus ministros, que eran consejeros mediadores entre los príncipes y los ingleses.

No se les privó de ningún derecho; al contrario, adquirieron otros provenientes de Gran Bretaña, como el saludo de las armas o los privilegios en el Durbar (la reunión de la corte). Había una India británica, administrada directamente por los ingleses, y otra India administrada por los príncipes, que contaba con una autonomía relativamente importante que aseguraba una continuidad de las tradiciones.
Así las cosas, los nobles indios, educados en el lujo entendido como manifestación suprema del poder, se enzarzaron en una competición para asombrar a los británicos, escalar en la jerarquía colonial y ganarse la salva de 21 cañonazos (la máxima distinción a la que podían aspirar). Los británicos alentaron este dispendio porque aumentaba el respeto de los súbditos por su príncipe y les hacía olvidar que, en realidad, este estaba controlado por la corona británica. Esos hombres eran legendariamente caprichosos porque se creían de origen divino, porque los ingleses les protegían y porque el pueblo les adoraba.
Una vida de lujo indecente
Cada nabab, nizam, rana o rajá –títulos que luego los británicos simplificarían como maharajá o gran rey (rajá es un término sánscrito que significa ‘quien gobierna’ y el prefijo maha es ‘grande’)– tenía un patrimonio escandaloso. No menos de once títulos, seis esposas y doce hijos de media, varios elefantes, trenes privados, Rolls-Royce, joyas, palacios, harenes, caballos pura sangre… Su estilo de vida era realmente fastuoso. Unos comían en platos de cerámica de un solo uso y regalaban su peso en oro por su cumpleaños; otros iban más lejos, como el maharajá de Gwalior, que servía los postres a sus invitados sobre los vagones de un pequeño tren de diamantes que daba vueltas alrededor de la mesa.

También han pasado a la historia por sus extravagancias el maharajá de Bikaner, que recubrió su Cadillac de oro, el de Bahawalpur, que dormía en una cama de plata, o el de Junagadh, que celebró una espectacular boda para sus perros a la que invitó a príncipes y dignatarios, incluido el virrey (aunque este declinó la invitación).
Y hablando de excentricidades, el maharajá de Mysore convirtió en polvo buena parte de sus muchísimos diamantes porque le hablaron de sus propiedades afrodisíacas: poca pérdida para un hombre que era dueño de uno de los mayores palacios del mundo (tenía seiscientas habitaciones, veinte de ellas ocupadas por animales disecados) y que se sentaba en un trono de oro macizo. Otro que dio mucho que hablar fue el maharajá de Kapurthala –el que se casaría con la bailarina española Anita Delgado–, que mandó construir al pie del Himalaya una reproducción del Palacio de Versalles, el Palacio Jagatjit de Kapurthala.

La riqueza de un soberano indio se medía también por el número, la edad y el tamaño de los elefantes que poblaban las cuadras de sus palacios –algunas de las cuales albergaban hasta trescientos animales– y que desfilaban por la ciudad adornados en las fiestas. Al macho más fuerte le correspondía el honor de llevar el palanquín del maharajá, un trono de oro macizo tapizado de terciopelo y coronado por una sombrilla, atributo del poder principesco. Los adornos del animal –los brazaletes de las patas y las cadenas que le colgaban de las orejas– eran también de oro.
Pero los tiempos cambiaron y llegaron los Rolls-Royce. El maharajá Madhavrao Scindia de Gwalior fue el primero en poseer uno, que pasó a ser conocido como ‘la perla del Este’ pues, en un alarde de excentricidad, lo hizo cubrir con polvo de perlas. Con los automóviles, había surgido una nueva forma de competición entre los maharajás.
La vida lujosa era una forma de expresar su riqueza y su poderío militar, algo que hacían tanto en actos públicos como el Durbar o las procesiones religiosas como en su vida privada, que transcurría en un palacio que era a la vez sede del gobierno, corte, residencia familiar, guarnición militar y taller artesanal, pues tenían a su servicio a gran cantidad de artistas y artesanos.

Porque podían… Y porque debían
Todos estos lujos no solo se los permitían los maharajás porque podían, sino también porque debían hacerlo. En el Indostán, la opulencia del líder era símbolo de la prosperidad de su pueblo. Mediante el darshan –el acto de ver y ser visto–, el maharajá y sus súbditos participaban de una íntima conexión de la que todos salían reforzados. De hecho, algunos maharajás hindúes eran considerados la personificación terrenal de una divinidad, y los musulmanes, “la sombra de Dios”.
Pero todo cambió con la adopción de los gustos occidentales. Culturalmente, fue una catástrofe. En el siglo XX, muebles, ropa, joyas y hasta palacios se van empapando de la influencia europea y el mecenazgo de los maharajás abandona las milenarias tradiciones artísticas locales para volcarse en los palacios art déco, los retratos fotográficos de Man Ray o Cecil Beaton y los viajes de compras a París.
Ejemplo de ello fue el maharajá de Indore, quien, educado en Oxford, cayó subyugado por el arte occidental. Su gusto por las vanguardias artísticas y decorativas de la Europa de las décadas de 1920 y 1930 le llevó a levantar la primera construcción modernista de su país: el Palacio Manik Bagh (1930–1933). También encargó a grandes joyeros como Van Cleef & Arpels, Harry Winston o Chaumet espléndidas piezas para su esposa y para él y posó para Man Ray.

Del maharajá de Patiala se dice que se presentó en la joyería Boucheron con seis cofres con siete mil diamantes y catorce mil esmeraldas para que le diseñaran con ello exquisitas joyas. De este maharajá recibió Cartier el mayor encargo de su historia. Y, mientras ese dinero que salía de la India salvaba de la bancarrota a más de una marca europea y americana durante la recesión de los años 30, el trabajo de los artesanos indios iba muriendo.
Educados en Occidente
Desde que se convirtieron en vasallos de la reina Victoria, los maharajás aceptaron ciertos cambios en su educación y en sus costumbres más primitivas. Muchos príncipes recibieron una formación al estilo inglés en la propia India, en institutos creados por los británicos para la élite nativa. Garantizar a los hijos de los maharajás una educación de tipo occidental permitía poder controlar su futuro. Algunos fueron educados por preceptores occidentales y otros viajaron a Europa (Inglaterra, Alemania y Francia, sobre todo). De esta educación híbrida nacieron príncipes abiertos y progresistas que dotaron a sus reinos de escuelas, hospitales y tribunales de justicia, y que siempre velaron por el buen entendimiento entre las distintas comunidades religiosas y étnicas.

Uno de ellos fue Jagatjit Singh, el maharajá de Kapurthala. Criado en el harén rodeado de sirvientas y niñeras y de un lujo inimaginable para cualquier niño europeo, de sus tutores ingleses recibió clases de física y química, mientras que de los indios aprendió posturas del Kama Sutra. Adorado por sus súbditos (fue el monarca que más tiempo reinó, 55 años) y respaldado por una inmensa fortuna, siempre creyó que Oriente y Occidente eran complementarios, que se necesitaban el uno al otro, e intentó cerrar el abismo que los separaba, entre otras cosas, casándose con una española.
Una esposa europea
Entre las excentricidades a las que más de uno no pudo resistirse estaba la de casarse con una europea. Ello fue lo que llevó a la española Anita Delgado a convertirse en la esposa favorita de un maharajá cuya fortuna hacía palidecer las de las casas reales europeas. En 1908, con 17 años, la andaluza se casó con Jagatjit Singh; fue la maharaní de Kapurthala durante dieciocho años. Al ser una de las primeras bodas entre un príncipe indio y una europea, su relación fue un escándalo, pues implicaba el reconocimiento de una igualdad que cuestionaba la jerarquía racial y de clase del Imperio. La mezcla de razas podía crear una clase de angloindios capaces de desafiar al poder británico (cosa que, efectivamente, ocurrió).
A Anita –la princesa de Prem Kaur de Kapurthala– los británicos le hicieron la vida imposible, pero la española era tan seductora y tan distinta al resto de las mujeres que, mientras la denostaban, se morían por conocerla.

El fin de la leyenda
Tras la independencia, una de las primeras tareas que tuvo que afrontar el primer ministro Nehru fue integrar en la nueva república a 562 maharajás que sumaron sus estados al recién creado país. En un primer momento, su fidelidad se premió con compensaciones económicas: una renta vitalicia, exenciones fiscales y el derecho a conservar uno de sus lujosos palacios.
En realidad, hicieron un mal negocio, ya que en 1971 Indira Gandhi les retiró la subvención estatal, sus privilegios y el derecho a utilizar sus títulos (muchas familias reales –como las de Kapurthala, Hyderabad, Gwalior, Jodpur o Jaipur– continuaron utilizándolos, aunque solo tuvieran ya valor nominal). Conservaron ciertos derechos simbólicos no escritos y siguieron gozando del favor popular y viviendo en sus lujosos palacios: los que pudieron, claro, que para ello tuvieron que reinventarse en la política o los negocios.

Cortesía de Muy Interesante
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