Cuando en 1612 la corona británica procedió a fundar su primera colonia en suelo indio, en el puerto de Surat, nadie habría podido imaginar que algunas décadas después el subcontinente acabaría por convertirse en la joya del Imperio, en la clave de bóveda de la estrategia colonial de la corona británica.
Por aquel entonces los principios morales de la expansión, la oportuna justificación, la daban teóricos como Richard Hakluyt, que fijándose en los intereses británicos en Norteamérica sentenció que “no hay gloria mayor que pueda legarse a la posteridad que conquistar a los bárbaros, rescatar a los salvajes y paganos a la civilidad e integrar a los ignorantes en la órbita de la razón”.
El yugo británico sobre la India se fue estrechando más y más en las décadas sucesivas y, al igual que otras naciones en pleno frenesí colonizador en los cinco continentes, Gran Bretaña se esmeró por producir un cemento ideológico que hiciera de su política imperialista un hecho no solo inevitable sino también justo y deseable.
El discurso civilizatorio se fue haciendo más y más elaborado, apoyado fundamentalmente en las tesis del darwinismo social, coartada para desarrollar el principio de la superioridad de unas razas sobre otras o el de la “carga del hombre blanco”, a la que Rudyard Kipling consagró un polémico volumen en el que interpelaba a europeos y norteamericanos, con el trasfondo de la acción estadounidense en Filipinas, con estas palabras: “Tomad esta carga del hombre blanco / Sus guerras ensañadas por la paz / Saciad las bocas hambrientas / Anhelad el fin de las enfermedades”. La colonización, pues, entendida como deber, obligación moral y responsabilidad histórica.

Con ese argumentario como coartada resultaba mucho más sencilla la digestión, a ojos de la opinión pública, de los excesos permanentes perpetrados por las autoridades coloniales, que les permitieron exportar el 8% del PIB de la India a un país extranjero durante siglo y medio (algunos historiadores opinan que la revolución industrial de Gran Bretaña se llevó a cabo a costa de destruir los prósperos sectores manufactureros indios). El subcontinente era un filón formidable para el Imperio, pero también un polvorín que exigía un titánico empeño intelectual en la justificación de lo injustificable.
Explotación sin medida
Esas incómodas contradicciones se hicieron aún más acuciantes a partir de 1858. Hasta entonces, durante todo el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, la Compañía Británica de las Indias Orientales se había revelado un instrumento muy útil de dominación sin necesidad de establecer costosos (en todos los aspectos) mecanismos de control político y administrativo.
A los estratégicos bastiones comerciales de la primera etapa (Surat, Bombay, Madrás y Calcuta), la Compañía fue añadiendo esferas de influencia hasta certificar el control de Bengala (con la instalación de un nabab títere en 1757), gobernada de facto por la Compañía desde Calcuta, verdadero epicentro del poder británico en ese momento. Fue un período caracterizado por la corrupción crónica y el expolio de recursos sin freno ni medida.

Poco a poco, la Compañía había convertido en papel mojado los acuerdos suscritos con las autoridades mogolas, que otorgaban privilegios a los británicos exclusivamente en el ámbito del comercio exterior. En la práctica, era ya un actor político, económico y militar hegemónico.
La explotación sistemática de Bengala (en realidad, los británicos controlaban ya dos terceras partes del país), el enriquecimiento ilícito y el inevitable deterioro de la imagen de la corona británica llevó finalmente al Parlamento a tomar cartas en el asunto intentando estrechar el control sobre las correrías de la Compañía a partir de la década de los 70. La promulgación de sucesivas leyes en los años venideros terminó por poner Bengala bajo control, aún indirecto, del gobierno británico. La Compañía ya no era un instrumento útil; se había convertido, de hecho, en un gran problema.

Vientos de cambio
La situación había llegado a un punto de no retorno: la imposición de costumbres occidentales que chocaban frontalmente con tradiciones ancestrales de los colonizados, así como la decisión de desmantelar la estructura política del Imperio mogol, con la extinción de la figura del emperador, tenía a buena parte de la población nativa en pie de guerra. Y finalmente cayó la gota que colmó el vaso.
En mayo de 1857, los ejércitos de la Compañía Británica de las Indias Orientales adquirieron fusiles Enfield, cuyos cartuchos tenían que ser mordidos, antes de cargar el arma, por los cipayos (los soldados indios). Tras correr el rumor de que estaban cubiertos de grasa de cerdo y vaca, cuyo consumo entraba abiertamente en conflicto con las creencias de hindúes y musulmanes, algunos cipayos se negaron a utilizarlos, lo que desencadenó una revuelta.

A los soldados nativos de la Compañía se unieron miembros de diferentes clases sociales, que marcharon sobre Delhi y forzaron la restauración del emperador mogol Bahadur Shah II. El motín se extendió como la pólvora por el norte de la India, pero finalmente fue sofocado el 8 de julio de 1859.
El alzamiento fue, no obstante, un alarmante toque de atención. El gobierno británico hizo buena la máxima lampedusiana: cambió todo para que todo quedara como estaba. Se procedió a una limpieza total de la administración y la Compañía Británica de las Indias Orientales fue definitivamente desplazada. Se procedió a una profunda reestructuración del ejército, a la implementación de reformas económicas que perseguían erradicar el monolítico comercialismo imperante hasta entonces. Comenzaba la era del Raj británico.
El amanecer de una nueva era
La reina Victoria era nominalmente desde ahora la cabeza del gobierno de la India, autoproclamada emperatriz en 1877, si bien la acción ejecutiva real recaía en un nuevo ministerio encargado de gestionar en exclusiva los asuntos de la India, directamente supervisado por el Parlamento británico de Londres.

Los antiguos gobernadores de la Compañía dieron paso a los virreyes. Pero la agilidad de la administración no fue el único objetivo de este intenso lavado de cara. Era necesario integrar a los nativos, aun tímidamente, en la toma de decisiones. Hasta entonces, el Consejo Legislativo estaba compuesto exclusivamente por británicos. A partir de 1861 se decretó la incorporación de indios a dicho órgano –manteniéndose, por otro lado, el sistema de pequeños principados locales (más de quinientos) que Londres se comprometió a preservar– y se fijó un compromiso de no intervención en asuntos religiosos.
En la práctica, las buenas intenciones se tradujeron en cambios demasiado modestos. La estructura social tradicional de los nativos se vio severamente alterada por la imposición progresiva de un clasismo de corte occidental. El gobierno efectivo siguió en manos de funcionarios de origen británico y la apertura a los nativos del Servicio Civil Indio (la élite burocrática del país), uno de los presuntos pilares del nuevo régimen, fue un completo fracaso.

En líneas generales, los oficiales británicos que prestaban servicio en la India seguían perpetuando esa actitud y gestión arrogante y xenófoba en una administración cada vez más burocratizada, tan propia del darwinismo social que habían mamado y que el gobierno británico no supo reconducir y erradicar adecuadamente.
Los impuestos sobre la tierra y la sal, así como el lucrativo monopolio sobre el comercio del opio con China, fueron los pilares económicos que garantizaron la sostenibilidad del modelo. Más de 50.000 mil kilómetros de vías de ferrocarril vieron la luz en este período, sin tener en consideración que el transporte exprés de productos manufacturados a bajo precio procedentes de Inglaterra acabaría por arruinar los mercados locales tradicionales de artesanía, empujando a los nativos a una dependencia insostenible de la agricultura. El Raj había fracasado a la hora de cicatrizar las heridas de la Rebelión de los Cipayos. La sociedad india exigía reformas mucho más profundas.

Mientras, la expansión de los dominios británicos en Asia, que dilataban las fronteras de la India, no dejaba de crecer. La victoria en la segunda guerra anglo-afgana supuso el establecimiento de un protectorado británico en Afganistán, e idéntica suerte corrió Birmania como consecuencia de la tercera guerra anglo-birmana. El Raj británico parecía estar en la cúspide de su poder, pero el tumor había empezado a destruirlo por dentro.
El principio del fin
En diciembre de 1885 tuvo lugar en Bombay la primera reunión del Congreso Nacional Indio con representación, en la persona de sus 73 delegados, de todas las provincias. La semilla de una India independiente acababa de sembrarse, pero una vez más el virrey y las autoridades británicas optaron por ignorar los hechos tildando a los miembros del Congreso de extremistas. Lo cierto es que el sentimiento nacionalista crecía en India a marchas forzadas.

La primera partición de Bengala en 1905, una ambiciosa subdivisión provincial que establecía una frontera totalmente arbitraria que desdeñaba los sentimientos identitarios de sus habitantes, provocó una oleada de protestas en todo el país, un tsunami de indignación y un boicot a los productos británicos. A pesar de sus enormes diferencias, hindúes (divididos a su vez en revolucionarios y moderados) y musulmanes encontraban espacios comunes para contestar al ya insoportable yugo de Londres. Las tímidas medidas de las autoridades coloniales (como la apertura real del Congreso Legislativo a los nativos) llegaban demasiado tarde.
El estallido de la I Guerra Mundial no hizo sino incrementar las cotas de indignación. Más de un millón de soldados nativos de la India participaron en la contienda (con ciento cincuenta mil bajas) sin que eso se tradujera en derechos de ningún tipo como ciudadanos del Imperio. La ola nacionalista era imparable. El Raj británico era ya, al término de la Gran Guerra, un muerto viviente. La desintegración era inexorable y había llegado la hora, finalmente, de que los indios tomaran las riendas de su propio destino.

Cortesía de Muy Interesante
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