El enemigo en el espejo: cómo los trastornos alimentarios distorsionan la percepción y ponen en riesgo la vida

Lo siento, chicos, otra vez será. Mis padres salen esta noche y me toca hacer de canguro de los enanos”, escribe Marta en uno de sus grupos de WhatsApp a las 20:45 horas de la noche del viernes. “¡Qué dices tía! ¡Otra vez! ¿Y así, sin avisar? Si el finde pasado ya te hicieron lo mismo.” “Qué injustos son tus padres.” “Rebélate de una vez, que ya tienes veinticinco tacos, joder.” Marta apaga el móvil para no seguir leyendo. Está sola en casa. Se han ido todos al cine a ver un estreno y a atiborrarse de palomitas —solo de pensarlo le dan náuseas—. Pero a sus amigos les ha mentido para no tener que confesarles que, en realidad, no quiere ir a esa pizzería barata donde acaban cenando otra vez como cada fin de semana.

Mientras el teléfono vibra sin cesar, llenándose de solidarios mensajes de indignación, Marta entra en el baño y se quita las mallas deportivas. Aún le caen los goterones de sudor por la frente, prueba de que el circuito de HIT (siglas de entrenamiento de alta intensidad) que acaba de hacer es efectivo. Sus padres le han escondido las pesas, porque dicen que está obsesionada con el deporte, pero no las necesita para pulirse. Hoy han sido abdominales isométricos, burpees, zancadas, planchas laterales y flexiones, en ciclos de veinte repeticiones.

Se mira en el espejo unos instantes, pero aparta pronto la vista. No se ve guapa. Demasiadas caderas, igual que mamá. Y para colmo, ahí está esa curvita rebelde de su barriga… A mediodía, según ella, comió demasiado. Visto que la dieta de la piña no le funciona, habrá que volver a los laxantes…

Una epidemia silenciosa

Lo de Marta es una anorexia nerviosa de manual. Esta se caracteriza por una restricción extrema de ingesta de alimentos que, por regla general, deriva en un peso corporal demasiado bajo. A esa reducción pueden acompañarle otros métodos drásticos de control de peso, como el ejercicio físico excesivo, el uso de laxantes o diuréticos y la insana costumbre de autoprovocarse el vómito.

Quienes padecen este trastorno no suelen darse cuenta de la gravedad de lo que les sucede.

Ignoran que uno de cada quince anoréxicos muere a causa de la enfermedad. Ignoran también que, de los que siguen con vida, la mitad se recuperan, un 25 % de los pacientes pasan a la cronicidad y otro 25 % tiene secuelas de por vida. De acuerdo con la Asociación Española para el Estudio de los Trastornos de la Conducta Alimentaria, en nuestro país más de 400 000 personas padecen este tipo de trastornos, un 75 % de ellas son mujeres.

En pacientes con anorexia, el cerebro presenta anomalías en regiones clave para la saciedad y la autopercepción.
En pacientes con anorexia, el cerebro presenta anomalías en regiones clave para la saciedad y la autopercepción.

Más allá del peso

El entorno, todo hay que decirlo, no suele ayudar demasiado. A pesar de que la frecuencia de los trastornos de la conducta alimentaria (TCA) se ha disparado en los últimos años, suelen pasar desapercibidos. En gran medida porque arrastran un lastre de estereotipos y prejuicios que distan mucho de la realidad.

No es cierto que una persona deba estar extremadamente delgada para sufrir uno de estos trastornos. Ni que solo si está tan escuálida que se le marcan las costillas se puede considerar que su salud está en peligro.

Un trastorno alimentario no es ni mucho menos sinónimo de infrapeso. Sin ir más lejos, ahí tenemos el trastorno del atracón y la bulimia nerviosa, dos patologías que suelen ir asociadas con sobrepeso u obesidad. En la raíz de ambas, como en la anorexia, existe un desequilibrio entre la ingesta y el gasto energético, que inclina hacia uno u otro lado la balanza según el caso.

Cuando el cerebro ignora el hambre y el peligro

Ni la anorexia ni la bulimia son cosas de ricos, ni mucho menos de adolescentes, como cree el público no ducho en la materia. Los trastornos de la conducta alimentaria no entienden de edad, género, raza, orientación sexual o clase social.

También se equivocan de lleno los que piensan que este tipo de trastornos son una elección que asume quienes los padecen. La ciencia ha demostrado que el sistema nervioso de las personas con TCA no funciona con normalidad. Sin ir más lejos, al escanear el cerebro de un grupo de adolescentes, científicos de la Universidad de Colorado en Denver (EE. UU.) descubrieron dos regiones notablemente diferentes en quienes sufren anorexia nerviosa.

Concretamente, lo que está desproporcionado en estos pacientes es corteza insular o ínsula, un área neurológica que participa en la toma de decisiones, el procesamiento emocional y la atención y que se activa cuando saboreamos la comida; y la corteza orbitofrontal, que en condiciones normales nos indica cuándo nos sentimos saciados. Según Guido Frank, al frente de la investigación, es lógico que una corteza orbitofrontal de mayor tamaño se active antes de que estemos satisfechos. De ese modo, nunca se llega a cumplir el mínimo necesario y saludable de ingesta.

A esto hay que sumarle la función de las neuronas de dos regiones llamadas cingulado caudal anterior y cingulado posterior. Se trata de un puñado de células nerviosas cruciales para detectar errores, monitorizar conflictos y reflexionar sobre uno mismo, o lo que es lo mismo, hacer introspección. Ese mal funcionamiento impide que se genere el oportuno mensaje de error ante prácticas que amenazan la propia vida.

En otras palabras, el cerebro de anoréxicos y bulímicos es ciego y sordo a todas las evidencias objetivas de peligro.

Peso, alimentación
Redes sociales como Instagram refuerzan modelos inalcanzables de belleza y aumentan el riesgo de trastornos alimentarios. Fuente: iStock (composición ERR).

Instagram y la imagen distorsionada del cuerpo

Pero que existan causas fisiológicas que expliquen los trastornos de la conducta alimentaria no exime de culpa a la sociedad. El hecho de que en Occidente asociemos delgadez a éxito y belleza fomenta la aparición de estos trastornos. Sin ir más lejos, el 17,9 % de los hombres adolescentes se muestran extremadamente preocupados por su apariencia física; y el 58 % de las chicas afirman tener sobrepeso, cuando en realidad solo el 17 % de ellas lo sufren.

En este sentido, otro hecho irrefutable es que el riesgo de tener imagen distorsionada de la figura corporal se duplica cuando pasamos mucho tiempo en las redes sociales. Así lo afirman expertos de la Universidad Flinders (Australia) en un artículo publicado en el International Journal of Eating Disorders. El motivo tendría que ver con que, a la hora de compartir imágenes para lucir palmito, escogemos sin dudarlo las que nos hacen parecer más delgados de lo que realmente somos.

De hecho, las redes están llenas de consejos sobre cómo hacerse selfis que disimulen la tripita y las lorzas. De cómo conseguir que, si no tenemos un cuerpo diez, al menos en las fotos de Instagram lo parezca. Así creamos falsas expectativas sobre cuál debe ser su apariencia.

Pero ni las fotos de Instagram son fieles a la realidad, ni lo que Marta ve en el espejo del baño es su reflejo. Su cerebro funciona más bien como esos espejos de los parques de atracciones, que devuelven una imagen distorsionada.

¿Cómo podrían darse cuenta los familiares y amigos de Marta de que algo no va bien antes de que sea demasiado tarde? Que evite las comidas familiares y que esquive a sus colegas con la excusa de que tiene cosas que hacer, o que le duele la cabeza, ya debería ponerlos sobre aviso. Si a eso se le suma que duerme poco, que su humor es cambiante, que le cuesta concentrarse, que se salta las comidas, que pasa más tiempo de lo normal en el baño y que sufre cambios de peso bruscos sin ninguna causa concreta que lo justifique, debería hacer saltar todas las alarmas.

Cuando el trauma abre paso al atracón

Más difícil, en cambio, resulta indentificar a las víctimas de los trastornos por atracón que mencionábamos unas líneas más arriba. Para que la comilona se considere patológica deben coincidir dos elementos: que la cantidad de comida ingerida en un corto espacio de tiempo sea desmesurada y que haya sensación de descontrol.

Durante el atracón, que comienza sin sentir la sensación física de hambre, se come a gran velocidad y casi siempre en solitario o a escondidas. Si bien es cierto que semejante empacho acaba provocando indigestión y dolor de estómago, lo que más cuesta digerir es la culpa y la vergüenza por lo ocurrido. Eso sí, a diferencia de lo que sucede cuando un bulímico se atiborra de comida, aquí no hay purgas (vómitos o laxantes) ni acciones compensatorias en forma de restricción calórica o ayuno. Los atracones deben repetirse una o dos veces a la semana durante tres meses consecutivos para considerarse patológicos.

Eso fue precisamente lo que le sucedió a Mónica Seles, la invencible tenista serbia que fue número uno con apenas diecisiete años y ganó nueve títulos de Grand Slam. En 1993, mientras libraba un duelo de raqueta en tierra batida contra Steffi Graf –otra de las grandes–, un fan de su contrincante la apuñaló por la espalda. Aunque la herida física cicatrizó rápido, el impacto de aquel accidente la sacó de las pistas y también de sus casillas. Volvió a jugar dos años después con quince kilos de más. Y no por “dejadez”, sino porque su relación con la comida había cambiado radicalmente.

Años después, Seles confesó que una tarde tras otra se daba unos atracones de lo más insanos: “Usaba la comida como una droga que me ayudaba a olvidar las cosas malas de mi vida”.

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El trastorno por atracón afecta a más personas que la anorexia y la bulimia juntas, y suele estar invisibilizado. Fuente: iStock (composición ERR).

Desde que a Seles le ocurrió aquello, ha llovido mucho y también hemos aprendido bastante sobre el trastorno por atracón. Por ejemplo, que quienes lo padecen tienen 2,5 veces más riesgo de sufrir trastornos endocrinos, y el doble de probabilidades de padecer enfermedades del sistema circulatorio, según un estudio liderado por Cynthia M. Bulik y publicado en International Journal of Eating Disorders. Es importante porque, lejos de ser anecdótica, esta patología es más frecuente que la anorexia y la bulimia.

Las consecuencias de la anorexia y la bulimia también trascienden más allá de la báscula. Sobre todo hacen que se disparen los ataques cardíacos, el insomnio, los trastornos metabólicos como la diabetes y la osteoporosis. Es más, el Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos (NIH) calcula que los trastornos de la conducta alimentaria causan más muertes que cualquier otra enfermedad mental. Razón de más para no cesar en el intento de entender cómo diagnosticarlos y curarlos.

El gran desafío es crear métodos de prevención y de detección temprana. Y para ello es preciso contar con un consenso que abarque a toda la sociedad.

Cortesía de Muy Interesante



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