Desde su gigantesco desprendimiento en 1986, el iceberg A-23A ha recorrido miles de kilómetros por las gélidas aguas del océano Austral. Pero ahora, cuatro décadas después de separarse de la plataforma Filchner, el titán helado comienza a despedirse de una forma dramática y visualmente sobrecogedora. Una reciente imagen satelital de la NASA ha revelado que el mayor iceberg actualmente a la deriva en el planeta está perdiendo su estructura por los bordes, desintegrándose en una marea de fragmentos de hielo que flotan como estrellas sobre un océano oscuro.
El último viaje del gigante blanco
El A-23A no es un iceberg cualquiera. Con una superficie que rondaba los 3.100 kilómetros cuadrados a inicios de mayo de 2025 —una extensión similar a la isla de Mallorca—, esta masa de hielo ha sido durante años la más grande registrada en los mares del hemisferio sur. Aunque se desprendió de la Antártida en 1986, su destino ha estado marcado por largos periodos de estancamiento. Durante casi 30 años, permaneció encallado en el mar de Weddell, atrapado por el lecho marino, hasta que en 2023 logró liberarse y comenzó su lento desplazamiento hacia el norte.
Su travesía lo llevó a cruzar el temido Pasaje de Drake, también conocido como el “cementerio de icebergs”, una zona donde los colosos antárticos suelen perecer en medio de corrientes traicioneras y temperaturas cada vez más cálidas. Allí, A-23A giró durante meses dentro de un gigantesco vórtice oceánico hasta que, a finales de 2024, logró liberarse de nuevo y dirigirse hacia un destino que ha resultado ser también su condena: la isla de Georgia del Sur.

Desde marzo de 2025, A-23A ha quedado varado a unos 100 kilómetros al suroeste de esta isla remota del Atlántico Sur, un verdadero santuario de biodiversidad que alberga algunas de las mayores colonias de pingüinos rey del planeta, junto a elefantes marinos, focas y albatros. La colisión del iceberg con un banco submarino ha detenido su avance y ha iniciado su descomposición acelerada. Lo que para la ciencia es un espectáculo fascinante, para la vida marina podría ser una amenaza silenciosa.
Según la NASA, solo entre marzo y mayo de este año, el iceberg ha perdido más de 360 kilómetros cuadrados de superficie, un proceso que los científicos denominan desgaste del borde. Este fenómeno se produce cuando las temperaturas más cálidas y el oleaje provocan la fragmentación progresiva de los márgenes del iceberg. Aunque el núcleo sigue intacto, ya hay miles de pequeños bloques flotando alrededor, algunos de ellos de más de un kilómetro de longitud, lo suficiente como para representar un serio peligro para la navegación.
Un colapso en cámara lenta… o no tanto
Aunque se esperaba que la desintegración de A-23A tardara años, el ritmo de pérdida de masa es notable. Uno de los fragmentos más grandes, ya bautizado como A-23C, se separó del flanco sur del iceberg en abril y ha comenzado su propia deriva hacia aguas abiertas. Este desprendimiento sugiere que el gigantesco bloque podría estar más fracturado internamente de lo que indican las imágenes visibles desde satélite.
Además, un delgado pero evidente cinturón de escombros helados se extiende ya por el lado norte, vestigio de un colapso súbito causado por varios días de clima soleado en latitudes relativamente templadas para un iceberg. El A-23A se encuentra actualmente a unos 55 grados sur, fuera de las aguas más frías que durante décadas lo preservaron.
El U.S. National Ice Center ha informado que su superficie se ha reducido tanto que podría perder pronto su estatus como el mayor iceberg del mundo, superado por el D15A. Pero más allá de los récords, la pregunta que preocupa a los científicos es qué impacto tendrá este coloso moribundo en el ecosistema marino.
Ecosistemas que dependen del equilibrio del hielo
Georgia del Sur es un lugar extraordinario no solo por su aislamiento, sino por el equilibrio delicado que sustenta su vida salvaje. La presencia de un iceberg de tal magnitud cerca de la isla puede alterar los patrones de alimentación de especies como los pingüinos, que podrían verse forzados a realizar travesías más largas para buscar alimento.
Además, el deshielo progresivo libera agua dulce y nutrientes al océano, modificando la salinidad y temperatura del entorno marino. En algunos casos, esto puede enriquecer las aguas y fomentar la proliferación del fitoplancton, base de la cadena trófica antártica. Pero un cambio demasiado brusco o prolongado podría alterar ciclos biológicos esenciales.
Situaciones similares ya se han observado. En 2020, el iceberg A-68, otro coloso desprendido de la Antártida, llegó incluso más cerca de Georgia del Sur. Las alarmas saltaron ante el riesgo de colapso ecológico. Sin embargo, su ruptura temprana evitó mayores consecuencias. A-23A, en cambio, se muestra más resistente. Su destino será, probablemente, una lenta desaparición en el Atlántico, con efectos que aún están por medirse.

Un aviso desde el sur helado
A-23A es, en muchos sentidos, un fósil flotante. Calvado en 1986, ha sobrevivido al cambio climático durante casi cuatro décadas. Su viaje, ahora hacia el ocaso, nos recuerda que la criosfera es uno de los sistemas más sensibles del planeta. Con el aumento global de las temperaturas, el desprendimiento de grandes icebergs es cada vez más frecuente.
Más allá del espectáculo visual que ofrece su fragmentación desde el espacio, su historia es una advertencia. El deshielo no es solo una cifra en un informe climático: es un fenómeno que altera ecosistemas, modifica corrientes oceánicas y redefine los equilibrios naturales de regiones enteras. Y lo hace a la vista de todos, si sabemos dónde mirar.
Cortesía de Muy Interesante
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