Reescriben la historia de la era victoriana: la vida de los pobres en el siglo XIX era más feliz, limpia y esperanzadora de lo que se creía

La era victoriana se ha convertido en un sinónimo de opresión, suciedad, pobreza y represión moral. Las imágenes que arrastramos del siglo XIX británico están marcadas por el hollín de las chimeneas industriales, las fábricas repletas de niños extenuados, y las lúgubres calles de Londres bajo una niebla espesa y siniestra. Sin embargo, bajo esa superficie oscura, existe una historia diferente. Una historia de resiliencia, de cambios significativos en la calidad de vida, y de una población que, a pesar de todo, supo adaptarse e incluso encontrar motivos para la esperanza y la felicidad.

En los últimos años, diversos estudios de historiadores sociales han puesto en tela de juicio la visión tradicional de la era victoriana como un periodo sombrío y desesperanzado. Las fuentes disponibles, desde registros laborales hasta correspondencias personales, revelan que muchos británicos de clase trabajadora no solo soportaron las condiciones de la industrialización, sino que también supieron beneficiarse de las transformaciones sociales y económicas que esta trajo consigo.

La revolución de las fábricas: entre la dureza y la oportunidad

No se puede negar que la industrialización trajo consigo una etapa inicial de explotación laboral masiva. Las fábricas textiles y las minas de carbón eran, a menudo, espacios peligrosos donde los trabajadores —incluidos niños— soportaban jornadas interminables y riesgos físicos constantes. Pero esta imagen, por sí sola, resulta incompleta. A medida que avanzaba el siglo, la legislación laboral empezó a tomar forma, limitando el trabajo infantil y mejorando la seguridad en los centros de producción.

El trabajo en fábricas también ofrecía ventajas que otras formas de empleo no podían proporcionar. Frente a la servidumbre doméstica o el trabajo agrícola, donde la jornada era interminable y sin separación clara entre lo personal y lo profesional, el horario de fábrica ofrecía estructura y previsibilidad. Además, desde mediados del siglo XIX, se introdujeron mejoras como la jornada de diez horas y el medio día libre los sábados, lo que permitió a muchas familias obreras disponer de tiempo para el ocio.

Durante el siglo XIX, muchos trabajadores encontraron formas de prosperar en medio del cambio industrial
Durante el siglo XIX, muchos trabajadores encontraron formas de prosperar en medio del cambio industrial. Foto: Wikimedia

Algunos empresarios pioneros incluso construyeron comunidades modelo, como Bournville en Birmingham, donde los trabajadores disfrutaban de viviendas decentes, escuelas y zonas verdes. Aunque no eran la norma, estos ejemplos demuestran que la relación entre patrón y obrero no siempre estuvo basada en la opresión.

La pobreza como estado transitorio

El estereotipo del pobre victoriano encadenado a los infames workhouses también merece una revisión. Es cierto que estas instituciones podían ser duras, y que el nuevo sistema de asistencia implantado en 1834 tenía como objetivo disuadir a los necesitados de buscar ayuda. Sin embargo, muchos de los relatos más espeluznantes sobre estos lugares se vieron amplificados por periodistas sensacionalistas y escritores que buscaban generar conmoción.

En la práctica, muchas personas que caían en la pobreza lo hacían de forma temporal, recurriendo a diversas estrategias para salir adelante: desde el trabajo informal y el trueque hasta el apoyo de redes familiares y vecinales. La caridad, tanto privada como eclesiástica, jugaba un papel importante, y muchos sabían exactamente cómo presentarse ante los benefactores para obtener ayuda sin caer en la exclusión social. La vida en los márgenes, aunque difícil, estaba lejos de ser una condena perpetua.

Higiene y salud: una revolución silenciosa

Las condiciones sanitarias en las grandes ciudades victorianas eran, en sus primeros años, alarmantes. Pero precisamente por eso, el siglo XIX fue testigo de una auténtica revolución en la salud pública. Impulsados por la urgencia de epidemias como la del cólera, los gobiernos locales comenzaron a invertir en sistemas de alcantarillado, acceso a agua potable y recogida de basuras.

Estas mejoras no fueron inmediatas ni homogéneas, pero tuvieron un impacto duradero. A partir de la década de 1870, la esperanza de vida comenzó a aumentar de forma sostenida. La mortalidad infantil, aunque aún alta, empezó a reducirse, y la nutrición de la población —basada en cereales, pescado azul y vegetales— ha sido recientemente valorada como sorprendentemente equilibrada en comparación con dietas modernas.

El avance de las reformas sociales y sanitarias transformó la experiencia urbana en la segunda mitad del siglo XIX
El avance de las reformas sociales y sanitarias transformó la experiencia urbana en la segunda mitad del siglo XIX. Foto: Wikimedia

Incluso en los barrios más humildes, hay evidencias de una cultura de la limpieza: desde las lavanderías compartidas hasta los hábitos de aseo personal que fueron promovidos por las iglesias, las escuelas y organizaciones filantrópicas. La guerra contra la suciedad fue, en muchos aspectos, una guerra ganada.

De hecho, durante la epidemia de cólera de 1848-49, más de 50.000 personas murieron en Gran Bretaña. Sin embargo, en el brote de 1866, las víctimas se redujeron a unas 14.000, tras demostrarse que la enfermedad se propagaba a través del agua contaminada, un descubrimiento crucial atribuido al trabajo de John Snow. A mediados del siglo XIX, las enfermedades infecciosas eran responsables de aproximadamente el 40% de las muertes en las ciudades. Pero para el año 1900, ese porcentaje había descendido al 20%. Fue precisamente en la era victoriana cuando las enfermedades degenerativas comenzaron a superar a las infecciosas como principal causa de mortalidad.

Criminalidad y miedo: más mito que realidad

Pocas imágenes son tan icónicas como la del Londres de Jack el Destripador: oscuro, violento, y plagado de criminales. Pero, más allá del pánico moral y del sensacionalismo periodístico, los datos reales muestran una tendencia decreciente en los índices de criminalidad durante la segunda mitad del siglo XIX.

El auge de la prensa ilustrada popularizó los casos más violentos, que se leían con fruición como si fueran novelas de suspense. En realidad, la mayoría de los crímenes eran oportunistas, cometidos por jóvenes varones pobres, y no indicaban una decadencia moral generalizada. De hecho, el desarrollo de una fuerza policial profesional, junto con reformas legales, contribuyó a una mayor seguridad ciudadana.

Las ciudades industriales del siglo XIX fueron también centros de innovación, solidaridad y transformación social
Las ciudades industriales del siglo XIX fueron también centros de innovación, solidaridad y transformación social. Foto: Wikimedia

Más que víctimas de la delincuencia, muchos victorianos eran sus espectadores, atraídos por la mezcla de horror y fascinación que ofrecían los periódicos. La criminalidad era, para muchos, un entretenimiento más que una amenaza cotidiana.

Una era de contradicciones… y de progreso

La era victoriana fue una etapa de profundas contradicciones. A menudo injusta, sin duda desigual, pero también dinámica y llena de oportunidades para quienes supieron adaptarse. Fue un tiempo en el que las estructuras sociales empezaron a abrirse, la educación se expandió, y surgió una clase media creciente que abrazó la modernidad sin renunciar a los valores tradicionales.

La narrativa de miseria y opresión ha sido útil para destacar las injusticias del pasado. Pero también es necesario rescatar las historias de agencia, de mejora y de alegría cotidiana. Porque la historia no solo se construye con sufrimiento, sino también con esperanza, humor y tenacidad. Y los victorianos, en su mayoría, no vivieron como personajes de una novela de Dickens… sino como seres humanos complejos, resilientes y, en muchos casos, sorprendentemente felices.

Cortesía de Muy Interesante



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