Un nuevo estudio intenta explicar por qué la mayoría de las personas acusadas de brujería en la Europa moderna fueron mujeres

Durante los siglos XVI y XVII, entre el 70 y el 80 por ciento de las personas juzgadas por brujería en Europa fueron mujeres. Esta abrumadora mayoría femenina se ha convertido en uno de los temas más explorados en la historia de la Edad moderna. Desde el papel de la misoginia en los discursos demonológicos hasta la precariedad económica de las mujeres mayores en los contextos rurales, los historidores han propuesto una gran variedad de motivos para explicar el fenómeno. Ahora, una reciente investigación propone una vía multicausal: la relación entre el trabajo, el género y la vulnerabilidad que alimentó las acusaciones de brujería contra las mujeres.

El estudio, firmado por la historiadora Philippa Carter y publicado en la revista Gender & History (2023), se centra en los casos de persecución testimoniados en Inglaterra. Propone que la alta tasa de mujeres acusadas puede explicarse, en parte, por las formas en que el trabajo estaba distribuido social y simbólicamente según el género. A través del análisis de las actividades económicas, la frecuencia de contacto social y los espacios laborales, Carter sostiene que las mujeres estaban más expuestas a ciertos riesgos, derivados de las estructuras socioeconómicas, que hacían más probable su implicación como sospechosas de brujería.

Los pequeños sinsabors cotidianos podían derivar en acusaciones de brujería. Fuente: Pixabay

El marco empírico: los casos de Richard Napier

La base documental del estudio está formada por los registros manuscritos del clérigo, médico y astrólogo Richard Napier (1559–1634), quien atendió más de 69.000 consultas a lo largo de su carrera. En, al menos, 1.714 de ellas se mencionaron sospechas de brujería. A partir de una muestra cualitativa de 130 casos, Carter reconstruye los vínculos entre la ocupación laboral de las implicadas y la acusaciones de maleficio.

Los datos parecen claros. De las 960 personas sospechosas identificadas, 855 eran mujeres y solo 105 eran hombres, lo que reafirma la tendencia general de la Europa moderna. La autora evita caer en la explicación monocausal. En cambio, propone un enfoque multifactorial basado en cuatro variables: la división de trabajo por género, los riesgos ocupacionales, la frecuencia de contacto con otras personas y la sociabilidad en el entorno laboral.

Mujer realizando un ritual
Recreación fantasiosa. Fuente: Midjourney/Erica Couto

Las tareas de riesgo y la sospecha

Según Carter, ciertas ocupaciones implicaban un nivel particularmente alto de exposición a eventos que podían llegar a considerarse extraños dentro de la comunidad: enfermedades repentinas, pérdida de animales, alimentos que se estropeaban sin causa aparente, etc. Estos fenómenos a menudo se interpretaban como obra de la brujería. Además, la producción láctea, la atención sanitaria doméstica, el cuidado infantil y el procesamiento de alimentos eran tareas predominantemente femeninas y, a su vez, escenarios comunes en los relatos de maleficio recogidos por Napier.

Por ejemplo, las mujeres que gestionaban el ordeño y la elaboración de mantequilla y queso se exponían con mayor frecuencia a ser acusadas si los productos se agriaban o no cuajaban. En un contexto donde se creía que la “corrupción” (entendida como el deterioro de la materia) podía tener causas tanto naturales como mágicas, la tarea de conservar la “pureza” del alimento recaía, sobre todo, en las mujeres. Estas obligaciones las colocaba en una posición ambigua de poder y vulnerabilidad.

Asimismo, las mujeres que ofrecían cuidados médicos informales, como las comadronas, las curanderas y las proveedoras de brebajes, estaban en constante riesgo de convertirse en sospechosas, en especial si el tratamiento no surtía efecto. Los diagnósticos dudosos, unidos a la reputación precaria de estas sanadoras que operaban fuera de la medicina normativa, contribuían a convertir el fracaso terapéutico en una acusación de brujería.

Dos señores de la Europa moderna discutiendo por un pollo
Las acusaciones de brujería a menudo derivaba de tensiones cotidianas y conflictos mal resueltos. Recreación fantasiosa. Fuente: Midjourney/Erica Couto

El peligro del contacto cotidiano

Otra dimensión importante que analiza el estudio alude al contacto interpersonal. Carter destaca que las mujeres, más que los hombres, desarrollaban sus actividades laborales en espacios sociales interconectados: los hogares, los patios, los mercados, las fuentes y las cocinas. Esta movilidad diaria —realizada, sobre todo, por las mujeres pobres que debían salir adelante combinando múltiples empleos— las ponía en contacto constante con otras personas. Y en el universo mental de la época, el simple hecho de que una visita precediera a una desgracia bastaba para que se interpretara como sospechosa.

Las acusaciones surgían con frecuencia por conflictos mínimos, como negarse a dar leche o a hornear pan con una vecina. Las redes de ayuda mutua entre mujeres eran esenciales para la economía doméstica, pero también resultaban muy volátiles. Carter muestra cómo los lazos rotos, los favores incumplidos o las envidias entre mujeres podían derivar con relativa facilidad en acusaciones de brujería.

La sociabilidad como doble filo

Una de las observaciones más reveladoras del estudio apunta a que el trabajo femenino combinaba la función económica con la sociabilidad de forma indivisible. Las mujeres lavaban, cocinaban, hilaban y cuidaban en grupo, generando vínculos estrechos, pero también acumulando tensiones. Estas formas de trabajo en común daban forma a escenarios cargados de emociones, sobre todo en situaciones de alta presión como el parto o la enfermedad.

Así, el entorno femenino de los cuidados se convirtió en un caldo de cultivo para la sospecha. No solo por los riesgos materiales —fallos en la producción o en la atención sanitaria—, sino también por los roces afectivos, los rumores y las expectativas incumplidas. La figura de la bruja encarnaba, en muchos casos, el reverso temido de la buena comadre o la vecina solidaria.

Vacas pastando
Si los animales de ponían enfermos o la leche se agriaba, se podía sospechar de brujería. Fuente: Pixabay

¿Y los hombres?

Aunque la mayoría de los acusados fueron mujeres, Carter subraya que también hubo hombres implicados, sobre todo en sectores mixtos como la ganadería, la pesca o la venta ambulante. En estos casos, solía sospecharse de los varones cuando mediaba una transacción fallida o un conflicto laboral. Sin embargo, rara vez se les señalaba en eso dominios atribuidos a las mujeres, como la cocina, la lactancia o el parto, lo que refleja el fuerte vínculo entre género, rol y campo de acción social.

Una nueva mirada a una vieja pregunta

El artículo de Carter no pretende sustituir explicaciones anteriores —como la misoginia, la presión económica o la ansiedad maternal—, sino complementarlas desde una perspectiva basada en la relación entre el trabajo y el riesgo. En ese sentido, plantea que la brujería también fue una consecuencia colateral de las condiciones materiales y relacionales del trabajo cotidiano.

¿Por qué fueron acusadas de brujería las mujeres en la Europa moderna? Según el estudio de Carter, porque trabajaban en los sectores más propensos al “riesgo de corrupción” —física, simbólica y social— y porque su actividad cotidiana las colocaba en el centro de los circuitos de sociabilidad, dependencia e intercambio comunitario.

La sospecha de brujería nse hacía más probable entre quienes realizaban un tipo de trabajo donde lo invisible (el virus, el mal de ojo, la desgracia) podía colarse entre lo cotidiano. En este escenario, las mujeres que cuidaban, alimentaban y ayudaban estaban más expuestas. No por su “naturaleza”, sino por el lugar que ocupaban en la economía moral y material del mundo que las rodeaba.

Referencias

Cortesía de Muy Interesante



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