La muerte de Alejandro Magno el 11 de junio de 323 a. C. dejó al mundo helenístico ante una encrucijada política de proporciones colosales. El vasto imperio que había forjado, y que se extendía desde Grecia hasta el Indo, no contaba con un sucesor claro ni con una estructura institucional capaz de sostener su unidad sin su carismático conquistador. En este vacío de poder, emergieron los diádocos (del griego diádochoi, que significa “sucesores”), generales y oficiales del entorno de Alejandro que, entre alianzas efímeras y guerras sangrientas, se repartieron los restos del imperio y dieron paso a una nueva era: el periodo helenístico.
El origen del conflicto: muerte y disputas de sucesión
Alejandro murió en Babilonia sin dejar herederos adultos. Su medio hermano, Filipo III Arrideo, padecía algún tipo de discapacidad mental, mientras que su hijo póstumo, Alejandro IV, hijo de Roxana, ni siquiera había nacido. Por ello, la asamblea de oficiales macedonios se vio obligada a tomar decisiones rápidas: proclamar como reyes conjuntos a Filipo III y al recién nacido Alejandro IV, bajo una regencia colectiva. Esta fórmula ambigua condujo rápidamente a una serie de luchas por el control real del poder.
En los primeros años tras la muerte de Alejandro, la figura central fue Pérdicas, nombrado “quiliarca” (equivalente a regente) y guardián del imperio. Sin embargo, su autoridad pronto se vio cuestionada por otros generales ambiciosos, quienes vieron en el reparto territorial una oportunidad para establecer dominios propios.

El reparto de los territorios: Babilonia, Triparadiso y más allá
En la primera gran conferencia en Babilonia (323 a. C.), los diádocos acordaron un reparto provisional del imperio. Ptolomeo recibió Egipto, Seleuco obtuvo la satrapía de Babilonia, Antígono el control de Asia Menor, y otros generales como Lisímaco y Casandro se establecieron en Tracia y Macedonia, respectivamente. Esta aparente división consensuada pronto se convirtió en un mero formalismo.
Tras el asesinato de Pérdicas en Egipto en 321 a. C., tuvo lugar una segunda conferencia en Triparadiso (Siria), donde se volvió a redistribuir el poder. En esta ocasión, se nombró regente a Antípatro, pero su muerte en 319 a. C. reabrió el conflicto, dando paso a una serie de guerras conocidas como las Guerras de los Diádocos, que se prolongaron hasta bien entrado el siglo III a. C.

Las guerras de los diádocos: ambición, traiciones y legitimidades frágiles
Durante las décadas siguientes, los antiguos compañeros de armas de Alejandro lucharon entre sí por la supremacía, alternando alianzas temporales con campañas militares despiadadas. Las figuras más destacadas de este periodo incluyen figuras como Antígono I Monóftalmos, que aspiraba a restaurar la unidad del imperio bajo su mando y controló grandes extensiones de Asia, o Seleuco I Nicátor, quien, tras recuperar Babilonia en 311 a. C., consolidó su dominio sobre Mesopotamia, Persia y más allá, fundando el Imperio seléucida.
La lucha entre Antígono y la coalición formada por Seleuco, Ptolomeo y Lisímaco culminó en la batalla de Ipsos (301 a. C.), en la que Antígono fue derrotado y muerto. Este evento marcó el fin definitivo de cualquier intento de reunificar el imperio alejandrino.

La visión desde Babilonia: la historia cuneiforme del periodo
La historiografía clásica, centrada en autores griegos como Diodoro, nos ofrece una narrativa fragmentada, a veces poco fiable, del periodo de los diádocos. Sin embargo, la documentación cuneiforme babilónica aporta una valiosa perspectiva desde el corazón del antiguo imperio oriental.
Fuentes como las crónicas babilónicas, las listas de reyes y los diarios astronómicos permiten reconstruir con mayor precisión la cronología del periodo, especialmente en lo que respecta a Babilonia. Los documentos legales y administrativos, fechados según los años de reinado o de gobierno efectivo de los distintos mandatarios, revelan los cambios de poder con notable detalle.
Por ejemplo, en la Lista Real de Babilonia (BKL) se registra como años “sin rey” el periodo en el que Antígono ejercía el control, pero no reconoce de forma oficial a Alejandro IV como soberano. En cambio, la Lista Real de Uruk (UKL) sí lo menciona como gobernante efectivo. Esta disparidad muestra cómo las distintas ciudades babilónicas adoptaron distintos enfoques pragmáticos o jurídicos según su contexto político.
El regreso de Seleuco a Babilonia en 311 a. C. supuso un hito clave. En ese momento, los escribas volvieron a usar su nombre en las fórmulas de datación, marcando así el inicio de su dinastía. No obstante, en un gesto retrospectivo, Seleuco fechó el inicio de su era de gobierno a partir de su regreso y no desde su proclamación como rey en 305 a. C., lo cual complica la cronología de los primeros años de su gobierno.

Los fragmentos del día a día: documentos, precios y visiones astrales
Además de los textos históricos, los diarios astronómicos y los textos administrativos conservados en Babilonia y Borsippa permiten vislumbrar el impacto social y económico del conflicto sucesorio. En los años de enfrentamientos entre Antígono y Seleuco, por ejemplo, se registran precios altos del grano y escasez de productos básicos, reflejo de la inestabilidad.
Los colofones de los textos literarios y escolares, por su parte, también conservan referencias al poder político de turno. En algunos casos, incluso se mencionan ofrendas o rituales realizados en honor a los reyes o sus funcionarios, lo que indica cómo la nueva élite helenística buscaba legitimarse ante la población local y sus instituciones religiosas.
La herencia de los diádocos: nuevos reinos y nuevas identidades
Hacia el año 280 a. C., el mundo helenístico se había transformado por completo. Los grandes imperios que surgieron de las guerras de los diádocos —el seléucida, el ptolemaico y el antigonida— dominaron el panorama político durante generaciones. Cada uno construyó una identidad política propia que combinaba elementos griegos y orientales, lo que sentó las bases de una era de sincretismo cultural y de la expansión helenística.
Pese a la violencia del proceso, los diádocos fundadon una nueva estructura política que perduraría siglos. El ideal de un imperio universal dejó paso a reinos regionales consolidados, más manejables y adaptados a las realidades geográficas y culturales de sus territorios. Los diádocos transformaron el legado de Alejandro en una constelación de reinos helenísticos que marcaron profundamente la historia del Mediterráneo oriental y del Próximo Oriente.
Referencias
- Alonso Troncoso, Víctor y Edward M. Anson (eds.). 2013. After Alexander: The Time of the Diadochi (323-281 BC). Oxbow Books.
Cortesía de Muy Interesante
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