Arquitectura chilanga: un recorrido por la CDMX del siglo XX

La arquitectura produce formas y en eso se parece a la escultura. Pero la arquitectura, además, es habitable. Xavier Guzmán Urbieta –historiador, arquitecto y autor de Juan Segura: Un arquitecto mexicano en la construcción de la modernidad del siglo XX, entre otros libros– es enfático al compartir esa premisa.

Me la dijo en uno de los espacios comunes del recientemente remodelado Edificio Ermita, un clásico de los años 1930, de los primeros en su estilo multifuncional, diseñado y proyectado por el mismo arquitecto que protagoniza su obra y al que le dedicó tantos años de estudio.

En esa habitabilidad, que es la que hace que la disciplina arquitectónica –dotada de humanidad– tome en cuenta factores de carácter social, orientación, sustentabilidad, medioambiente y contextos locales, se encuentra la gran diferencia entre una creación cuyo fin es su valor estético y decorativo, y una que, además de eso, tiene una función social.

Es ahí donde hay que poner el acento, dice Guzmán, porque así entendemos la arquitectura como una secuencia en desarrollo –no necesariamente lineal– que se nutre de la integración de elementos, corrientes, estilos, tendencias y necesidades humanas, y por lo mismo un proceso que viene a solucionar un problema y que no se puede separar del contexto geográfico y sociopolítico en el que se desenvuelve. 

Foto: Enrique Medina

La definición de una arquitectura chilanga

Para hablar de la arquitectura que se desarrolló en la Ciudad de México durante el siglo XX, entonces, hay que tomar en cuenta que a finales de 1800 y principios de 1900, el país se encontraba en plena dictadura de Porfirio Díaz, quien estuvo en el poder desde 1876 hasta que estalló la Revolución Mexicana en 1910.

La llamada Paz Porfiriana, el intento de Díaz por hacer de la Ciudad de México un foco económico y social, sus ganas de proyectar y posicionar el país hacia fuera como un referente de estabilidad política, así como su profunda admiración –y gran tendencia aspiracional– por todo lo que producía Francia (potencia cultural del momento), sumado a un arribismo ostentoso generalizado y el valor que ciertas clases sociales le atribuían a todo lo que venía desde afuera, sentaron las bases para que a finales del siglo XIX y principios del XX, la arquitectura tomara otro rumbo.

Y si hasta entonces la matriz interpretativa, en términos estéticos y culturales, había sido la fusión entre la cultura prehispánica y la colonial, en el porfiriato se incorporaron las visualidades –y sus bagajes asociados– de corrientes que se estaban desarrollando en Europa.

El resultado, que se dio de manera progresiva, fue una suerte de implementación de estilos foráneos adaptados a la realidad local. Un art nouveau, por ejemplo, inspirado en el que ostentaban las edificaciones de Francia, pero con elementos característicos de un territorio, un paisaje y cosmovisión totalmente diferentes.

A esto, como explica el historiador de arte especialista en arquitectura mexicana del siglo XX, Uriel Vides, se le suma la llegada de la modernidad y las ganas, por parte del régimen de Díaz, de hacer ostento de tal, incluso cuando eso implicaba un aumento en las desigualdades sociales, una represión incisiva hacia los grupos subversivos, un centralismo cada vez más notorio y con eso, por supuesto, un abandono y marginación absoluta de las poblaciones vulnerables que estuvieran fuera del eje central.

“Una modernidad excluyente, arrasadora y, como pasó en todas las ciudades de Latinoamérica, para unos pocos”, dice.  Por ese entonces, lo que constituía la Ciudad de México se limitaba a la zona que hoy en día conocemos como la central. Al norte el límite se encontraba en la colonia Peralillo; al sur, en la colonia Obrera; al poniente, Chapultepec; y en el oriente, la zona de Lecumberri, que alberga el Archivo General de la Nación.

La mayoría de las edificaciones que se idearon en ese periodo, se realizaron dentro de ese eje. Solo después de la fase armada de la Revolución, con el aumento de los vehículos y los planes urbanos con miras hacia el futuro, la ciudad se empezó a expandir hacia las zonas que en algún minuto fueron periferia, como Coyoacán y Tacubaya.

Pero esa época también es la que marca el inicio del proceso de configuración del Estado nación y, con eso, la constitución de una identidad nacional que se pudiera proyectar –y exportar– hacia el resto del mundo. “Es el momento en el que se constituye un sentido de nacionalismo e identidad, y hay un afán de la clase en el poder de mirar hacia Europa y construirla en función de lo que ven ahí”, dice Vides.

“A su vez, surge una corriente paralela, promulgada también por el gobierno, que se basa en el interés y rescate de la cultura, el arte y la arquitectura prehispánica y colonial, estilos historicistas que dan paso a propuestas neocoloniales y neoprehispánicas que se mezclan con todos los estilos que estaban en boga en el resto del mundo. Y digo ‘neo’ porque no se trata de un resurgimiento tal cual de lo que hicieron los pueblos originarios antes de la conquista, ni tampoco de lo que se hizo en la conquista, sino que una adaptación de eso al presente”, explica.

Foto: Enrique Medina

Un diálogo entre distintas tradiciones

En esa intersección –que considera también a la Revolución, el periodo de Reconstrucción Nacional que vino después, el flujo migratorio en aumento, la modernidad para algunxs y las problemáticas que surgen, a nivel internacional, luego de las guerras mundiales– aparece un estilo único, un estilo ecléctico, incluso. O, como dice Vides, un diálogo entre distintas tradiciones.

“Ese diálogo se ve, por ejemplo, en el monumento a Cuauhtémoc, en el Paseo de la Reforma. A primera vista, parece un mausoleo europeo, por su estructura de hierro, sus formas y los frisos que recuerdan a los grecolatinos. Pero es obra de Francisco M. Jiménez y se inauguró en 1887 como una muestra, justamente, del neoindigenismo promovido por Díaz”.

Este recorrido –que no pretende plantear que un estilo arquitectónico le corresponde a una sola época o generación– es un acercamiento a los eventos y transiciones que dieron paso a que los arquitectos, urbanistas, diseñadores y constructores del siglo XX, empezaran a proyectar obras en la ciudad tomando en cuenta otros factores y la incidencia de tal en la configuración urbana y social de un determinado territorio. Así como también un desglose de ciertos elementos de corrientes extranjeras que dialogaron, en ese momento, con los elementos ya característicos del contexto local.

En algunos casos, esas tendencias se incorporaron hasta reemplazar a las anteriores. Pero en muchos otros casos, convivieron. Una conciliación que perduró y que dio paso a un sincretismo arquitectónico. “Más que hablar de estilos rígidos podríamos entender la arquitectura como una transición generacional. Hay generaciones que confluyen en el mismo tiempo y espacio, y trabajan con muchos lenguajes arquitectónicos”, dice Vides.

Foto: Enrique Medina

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Cortesía de Chilango



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