¿Sobrevivirías a una bomba nuclear en tu ciudad? Esta es la distancia exacta donde comienza la posibilidad de sobrevivir: solo a partir de este punto podrías salvarte

El 22 de junio de 2025, el mundo volvió a mirar con temor hacia un horizonte que parecía superado. En una operación sin precedentes desde la Guerra del Golfo, Estados Unidos lanzó una ofensiva aérea masiva contra tres instalaciones nucleares clave de Irán: Fordo, Natanz e Isfahán. Aunque no se emplearon armas atómicas, el uso de bombas antibúnker del tipo GBU-57 —capaces de perforar metros de roca y hormigón— marcó un nuevo umbral en la confrontación global.

El ataque, justificado por Washington como un intento de frenar la capacidad de enriquecimiento de uranio de Teherán, reavivó los temores sobre un eventual conflicto nuclear y devolvió a la opinión pública una pregunta que parecía enterrada desde los tiempos de la Guerra Fría: ¿podría alguien sobrevivir a una explosión nuclear en una ciudad moderna? Y si así fuera, ¿a qué distancia exacta comienza la posibilidad de vivir?

La respuesta, como casi todo lo relacionado con ciencia y supervivencia extrema, no es sencilla. Pero estudios recientes, simulaciones detalladas y modelos de impacto permiten hoy trazar con sorprendente precisión los radios de destrucción, las zonas de daño y los estrechos márgenes donde podría existir una mínima oportunidad de salvarse.

Un infierno de luz, calor y viento: cómo mata una bomba nuclear

Una explosión nuclear no es solo una gran explosión. Es un fenómeno multidimensional que despliega su poder en formas que desafían la intuición. Cuando una bomba de, por ejemplo, 1 megatón (80 veces más potente que la de Hiroshima) detona sobre una ciudad, su energía se reparte en varias formas: un 35% en radiación térmica, un 50% en onda de choque y el resto en radiación nuclear y efectos secundarios.

Lo primero que llega es la luz. Un destello cegador que en pleno día puede causar ceguera temporal en personas a más de 20 kilómetros de distancia. Por la noche, ese rango se amplía hasta los 85 kilómetros. Un segundo después, llega el calor. Lo suficiente para causar quemaduras de tercer grado hasta a 8 kilómetros del epicentro. En ese radio, la ropa oscura puede marcar la diferencia entre una quemadura grave y una leve, pero no es una garantía de nada.

La radiación térmica de una bomba nuclear puede causar ceguera temporal a más de 20 kilómetros de distancia
La radiación térmica de una bomba nuclear puede causar ceguera temporal a más de 20 kilómetros de distancia. Foto: Istock/Christian Pérez

En el centro mismo de la explosión, la temperatura supera los 100 millones de grados Celsius. Cualquier ser vivo se vaporiza instantáneamente. Pero incluso fuera de ese núcleo, la onda expansiva alcanza velocidades y presiones que hacen colapsar edificios como si fueran de cartón. A 6 kilómetros del centro, la presión puede alcanzar los 180.000 kilos por metro cuadrado; el viento, más de 250 km/h.

En una ciudad como Madrid o Buenos Aires, eso significa que cualquier persona en la calle, o en edificios no reforzados, probablemente moriría aplastada o por la onda expansiva.

El papel crucial del refugio: una posible —y estrecha— vía de supervivencia

Un estudio publicado en 2023, liderado por investigadores en Chipre, modeló con simulaciones en 3D qué ocurriría en el interior de un edificio de hormigón en la llamada “zona de daño moderado”, es decir, entre 3 y 10 kilómetros del epicentro. El hallazgo es revelador: no todo está perdido, pero las condiciones para sobrevivir son extremadamente específicas.

En un edificio de hormigón armado, si uno logra meterse en una habitación sin ventanas, lejos de puertas y esquinas abiertas, las probabilidades de sobrevivir aumentan significativamente. La clave no es solo la estructura, sino la ubicación dentro de ella. Los pasillos y huecos actúan como túneles de viento que pueden lanzar cuerpos y objetos a gran velocidad.

Un refugio improvisado, como un sótano profundo, o incluso un vagón de metro, podría ser la diferencia entre la vida y la muerte. En algunos escenarios, incluso una caja fuerte o una cámara acorazada de banco ofrecerían mayor protección que la mayoría de los hogares.

Pero no todos tienen esa suerte. La gran mayoría de edificios residenciales no están preparados para absorber una explosión de esa magnitud. Y aunque uno sobreviva a la onda expansiva y al calor, el peligro está lejos de terminar.

La amenaza invisible: radiación y lluvia radiactiva

Tras el destello, el calor y la onda de choque, comienza una amenaza más lenta pero igual de letal: la radiación. Si la bomba estalla en el aire, como ocurrió en Hiroshima y Nagasaki, la radiación es intensa pero más localizada. Si lo hace a nivel del suelo —como en muchos escenarios tácticos actuales—, el efecto es más prolongado y contaminante.

La lluvia radiactiva, formada por partículas contaminadas que ascienden a la atmósfera y luego caen con el viento, puede extenderse decenas o incluso cientos de kilómetros. Un solo centímetro cúbico de esa ceniza puede contener dosis letales de radiación.

Además, la exposición puede ser tanto externa (por contacto directo con la piel) como interna (por inhalación o ingestión), generando desde quemaduras hasta cánceres, fallos multiorgánicos o mutaciones genéticas.

Invierno nuclear
El “invierno nuclear” es una de las consecuencias más temidas: una bajada global de temperaturas que podría durar años y provocar hambrunas masivas. Representación fantasiosa. Foto: ChatGPT-4o/Christian Pérez

Más allá del impacto inmediato: la sombra del invierno nuclear

Una de las simulaciones más temidas es la del llamado “invierno nuclear”. Si suficientes bombas se detonaran en un corto periodo de tiempo, los incendios masivos provocarían nubes de hollín que bloquearían la luz solar durante meses. Las temperaturas globales caerían en picado, las cosechas colapsarían y el hambre podría matar a más que la propia guerra.

Según modelos recientes, incluso un conflicto limitado entre potencias regionales como India y Pakistán podría reducir la producción de alimentos en todo el planeta durante una década. Si el reciente ataque en Irán escalara a ese nivel, estaríamos ante un umbral de extinción civilizatoria.

La pregunta que nadie quiere hacer: ¿estamos preparados?

La mayoría de los países no lo están. No hay búnkers suficientes. No hay planes de evacuación viables. La educación pública sobre qué hacer en caso de una detonación es mínima. La falsa sensación de seguridad que ha acompañado al arsenal nuclear desde la Guerra Fría ha dejado a gobiernos y ciudadanos vulnerables ante lo impensable.

El ataque a Irán no solo reactivó las alarmas geopolíticas. También nos recordó que la ciencia puede predecir con gran precisión los horrores de una guerra nuclear. Y sin embargo, sigue sin poder impedirla.

Cortesía de Muy Interesante



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