
Así como la Sociedad Abierta tiene sus enemigos (Karl Popper), el Producto Interno Bruto (PIB) y el Sistema de Cuentas Nacionales, también, como medida de prosperidad y de bienestar social. Durante décadas, el PIB ha sido asediado, aunque nunca destronado. Ciertamente, el siglo XXI le plantea desafíos de vértigo. El calentamiento global se acelera, los desastres naturales se multiplican, y el capital natural se deteriora rápidamente. La inteligencia artificial reta a la sociedad de manera agresiva. La manufactura y la agricultura pierden relevancia económica, mientras que los servicios dominan crecientemente el empleo y la creación de valor. Se transforman las relaciones laborales. Las nociones de progreso cambian, así como las preferencias de consumidores hacia cosas poco tangibles. Las tasas de natalidad caen, la población envejece, las familias son más pequeñas y con frecuencia monoparentales, las mujeres trabajan y la mayoría carece de opciones de cuidados a sus hijos. La esperanza de vida sube, así como la relación entre personas dependientes y trabajadores. Los sistemas de pensiones se tornan insostenibles, y el espacio fiscal se estrecha. No se cuantifica el importante trabajo no remunerado en el hogar de cuidado de ancianos y niños, al igual que en otras actividades productivas domésticas. En México, esto ocurre mientras servicios y bienes públicos se degradan (servicios médicos, medicamentos, guarderías, escuelas de tiempo completo, medio ambiente), al tiempo que se expanden la esfera obscura e informal de la economía, y la circulación de riqueza originada en actividades delictivas. Muchos sostienen que la métrica del PIB, en este escenario, es cada vez más limitada y obsoleta. El PIB subestima los servicios personales, economías digitales, y servicios por aplicaciones, y supone que el gasto en tratamiento de enfermedades es creación de riqueza. Deja fuera de su contabilidad un gran número de actividades, activos y bienes públicos. El PIB fue diseñado en la primera mitad del siglo XX, y refleja sólo actividades de consumo, ahorro, inversión, gasto de gobierno, y comercio exterior, que emergen de mercados y transacciones monetarias. El PIB y la inflación se miden a través de una canasta de bienes típicos del siglo XX: alimentos, ropa, vivienda, muebles, cuidado personal, transporte, recreación, energéticos y comunicaciones.
El PIB considera como aumentos en la productividad, por ejemplo, que cajeros de bancos y supermercados sean sustituidos por máquinas, y obreros, por robots, aún y cuando los trabajadores desplazados no vuelvan a insertarse productivamente en otros sectores o actividades. Todo ello, se suma a las fallas del PIB en medir recursos naturales, biodiversidad (¿cuánto vale una Águila Arpía?) y bienes públicos ambientales. El PIB supone que la oferta de recursos naturales y de servicios ecológicos de los ecosistemas es infinita y que tiene un precio de cero, al igual que el aire limpio y el agua limpia. (Aunque en México, el INEGI tiene un restringido Sistema de Cuentas Económico-Ecológicas para agua, bosques e hidrocarburos). El PIB no toma en cuenta tampoco los costos sociales del calentamiento global ni un precio al carbono que los refleje, en términos de desastres naturales, salud pública, ecosistemas, aumento en el nivel del mar, agricultura y escasez de agua. Practicantes de la economía ecológica han propuesto construir una contabilidad integrada del PIB con el capital natural, sus componentes y servicios, estimando los “precios” o el valor de cada uno. Pero esto es terriblemente difícil o imposible, y metodológicamente muy controvertible, ya que no existe valuación monetaria creíble para la gran mayoría de ellos.
Pero, por fortuna, a pesar de todas sus limitaciones, el PIB sigue siendo muy relevante no sólo como herramienta analítica y brújula macroeconómica, sino como valiosa orientación de bienestar social, felicidad (sí, felicidad), sustentabilidad ambiental, e incluso libertad y democracia. Veamos. Hay una gran correlación entre al PIB per cápita y el Índice de Desarrollo Humano (IDH) publicado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). La correlación es muy alta, entre 0.7 y 0.9, notando que el IDH incluye métricas de educación, salud y esperanza de vida. Más aún, el PIB per cápita tiene una fuerte correlación (0.75) con la felicidad de la población (World Happiness Report). También, la correlación del PIB per cápita con el desempeño ambiental de los países es muy elevada (0.8) de acuerdo con el Environmental Performance Index (EPI) elaborado por las universidades de Yale y Columbia, lo cual guarda fuerte relación con la curva “U” invertida de Kuznets. Por último, el PIB per cápita se vincula estrechamente con la libertad y la democracia. La correlación estimada por Freedom House, el Banco Mundial y Polity IV entre el PIB per cápita y la democracia es igualmente muy alta, y llega a 0.7. Los porqués de estas correlaciones merecen ser analizados más adelante, pero el PIB sigue y seguirá siendo útil y representativo de realidades fundamentales en el siglo XXI. No corre prisa para desecharlo.
Cortesía de El Economista
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