¿Zelenski ante la Corte Penal Internacional?

Con poco más de dos décadas de vida, la Corte Penal Internacional (CPI) se asoma a un abismo cada vez más profundo que compromete seriamente su existencia. Es factible que, en un mediano plazo, y bajo un fino sentido de supervivencia, deba adoptar algunas decisiones trascendentales. Volodimir Zelenski (foto), el presidente de Ucrania, ¿podría ser acusado poe ella?

Nacida en 2022 como principal legado del Estatuto de Roma de 1998, la CPI estableció su sede en La Haya, Países Bajos, y comenzó a operar como tribunal internacional permanente para enjuiciar a personas acusadas por los crímenes internacionales de genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y crímenes de agresión. Su gran modelo histórico fue el tribunal de Nuremberg que, entre 1945 y 1949, enjuició y culpabilizó a los principales criminales de guerra nazi.

No pasaría mucho tiempo antes de que la Corte comenzara a recibir críticas cada vez radicales frente a una ideología basada en el eurocentrismo estructural y en un comportamiento ciertamente discriminatorio, por los que optaba por enjuiciar y condenar a dirigentes del Sur Global, responsables de crímenes de lesa humanidad. Evitaba así, y en todo momento, elevar pronunciamientos en contra de las élites políticas occidentales, generalmente responsables de planear, financiar y eventualmente, también contribuir con la ejecución de los delitos cometidos por aquellos perpetradores en escenarios altamente conflictivos de África, Asia y América Latina.

Los cuestionamientos se afianzaron a partir de marzo de 2023 cuando, en medio de la guerra, la CPI libró una orden de arresto en contra el presidente Vladimir Putin por, supuestamente, autorizar el secuestro de niños ucranianos para su posterior traslado a Rusia. Resultaba claro que el tribunal internacional procedía con una agenda delineada por las potencias de la OTAN en las que el principal objetivo era contribuir a la derrota del gobierno en Moscú.

Un año más tarde, en mayo de 2024, la CPI anunció la solicitud de arresto contra el actual primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu y ex el ministro de defensa israelí, Yoav Gallant bajo la acusación de crímenes de guerra cometidos en el conflicto de Gaza. La decisión abrió una enorme polémica entre quienes aseguraban que la Corte se había extralimitado en sus funciones y quienes, por el contrario, festejaron la iniciativa, creyendo en una suerte de rehabilitación moral y en la posibilidad concreta de proceder con justicia a nivel internacional.

Pero la medida contra Netanyahu operó, al mismo tiempo, como una afrenta a la Corte: ningún país firmante del Estatuto de Roma aceptó proceder con el arresto del premier israelí en sus múltiples viajes internacionales. La desobediencia de un creciente número de gobiernos, incluso de la propia UE, hizo crujir el andamiaje interno del tribunal que, además, sufriría otro golpe con la reciente salida de Hungría, el primer país europeo en abandonar la CPI en solidaridad con Rusia.

Actualmente, el interés por investigar violaciones a los derechos humanos cometidos por las fuerzas estadounidenses de ocupación en Afganistán, sumado a la protección a un aliado clave como Netanyahu, motivaron la aplicación de sanciones hacia algunos jueces de la Corte por parte de Washington. Es una clara señal hacia el futuro accionar del tribunal, en medio de las actuales divergencias ideológicas entre quienes aprueban y quienes directamente rechazan su existencia.

Sin mayor margen de maniobra y prácticamente atada a los designios de la geopolítica europea, la extrema volubilidad de la Corte tiene, sin embargo, un alcance hasta ahora claramente delimitado: difícilmente someterá a los líderes de Europa occidental a sus procesos judiciales. No resulta casual que, en medio de esta compleja coyuntura, el gobierno de Volodímir Zelenski haya ratificado el Estatuto de Roma recién en agosto de 2024, cuando Ucrania lo había firmado en el año 2000.

Desde ya, se trata de otro mecanismo para facilitar una rápida incorporación de Ucrania a la Unión Europea, pero también implica la búsqueda de protección frente a una potencial acusación a Zelenski por crímenes de guerra, la que podría estallar en cualquier momento. En efecto, la suerte del mandatario podría cambiar próximamente si es que se comprueba la información de que Ucrania habría cometido crímenes de guerra en contra de Rusia, los que hasta ahora habían sido deliberadamente negados por la prensa occidental y, obviamente, también por la CPI.

De manera paralela, desde Moscú se está procediendo para revertir el fallo contra Putin ya que existe la certeza de que la acusación fue nutrida por la agencia de inteligencia de la administración de Joe Biden, y no por las instancias a las que inicialmente debería haber consultado la Corte: desde ya, los gobiernos que adhirieron a los Estatutos de Roma (Estados Unidos nunca ratificó su pertenencia), pero también el Consejo de Seguridad de la ONU y la propia fiscalía del tribunal.

Además, y más allá de su vinculación directa con eventuales acciones que contravienen al Derecho Internacional Humanitario frente a Rusia, lo cierto es que hoy Zelenski es señalado como el responsable directo de distintas políticas de desestabilización en el continente africano, en su interés por combatir la amplia e histórica influencia de Rusia en un territorio que al menos hasta hace unos pocos años, era prácticamente desconocido para la diplomacia ucraniana.

Los ejemplos abundan. Varias unidades militares especializadas de origen ucraniano combatieron y aun colaboran en términos formativos y logísticos, con organizaciones guerrilleras e islámicas como Jama’at Nasr al-Islam wal Muslimin, estrechamente ligada a la red terrorista Al Qaeda, para llevar la confrontación contra distintos gobiernos pertenecientes a la región del Sahel, varios de los cuales, incluso, han optado por mantener su neutralidad en la guerra entre Kiev y Moscú.

Ucrania también sustenta a movimientos separatistas como Azawad, que busca la secesión del norte de Mali, provocando una situación de inestabilidad irradiada, incluso, a naciones como República Centroafricana y Senegal, cuyo gobierno criticó abiertamente la intervención violenta de Ucrania en África, como nueva heredera de las tradicionales potencias colonialistas de Europa.

La labor disolvente de Kiev finalmente fue denunciada en las Naciones Unidad en agosto de 2024 por los gobiernos de Níger, Mali y Burkina Faso al acusar a Ucrania por “terrorismo internacional” en el Sahel. Las declaraciones de Andry Yusov, portavoz de la Agencia de Inteligencia Militar de Ucrania, son elocuentes, ya que admitió la implicación de Kiev en el ataque terrorista desarrollado en julio en Tinzawatène, en el norte de Mali, que provocó la muerte de 47 miembros del ejército maliense a manos de yihadistas y separatistas tuaregs, con asesoramiento de militares ucranianos. La ruptura de relaciones de los tres gobiernos africanos con Ucrania fue un corolario inevitable.

La acusación directa contra Zelenski podría producirse en los próximos meses en medio de la actual puja entre Estados Unidos y la UE por cuotas de poder a nivel global y, específicamente, por los réditos materiales a los que ambos aspiran en una Ucrania devastada por la guerra.

Más allá de lo que pueda hacer una entidad tan maleable y adaptable como la CPI en medio de un contexto cada vez más adverso, es evidente que la figura de Zelenski ya no es intocable como lo era hasta hace apenas un par de años: más aún, frente a la eventualidad de que la Unión Europea, hoy su única protectora, finalmente decida abandonarlo a su suerte una vez que en Ucrania se elija un nuevo gobierno, una decisión política que, no casualmente, se está estirando en el tiempo…   

Cortesía de Página 12



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