En su libro Propaganda nazi: La maquinaria de manipulación y represión en el Tercer Reich, el historiador y divulgador Juanjo Ortiz ofrece una radiografía contundente del poder hipnótico que ejerció el régimen nazi sobre la sociedad alemana. Uno de los capítulos más impactantes es el que revela el uso del cine como herramienta de adoctrinamiento. No se trataba de un simple recurso decorativo en la puesta en escena del Tercer Reich: el cine era un campo de batalla, una trinchera cultural desde la que se moldeaban conciencias, se amplificaban prejuicios y se diseñaba el enemigo. En definitiva, una de las armas más eficaces del arsenal ideológico de Hitler.
Joseph Goebbels, el artífice de la propaganda nazi, comprendió antes que muchos que el siglo XX sería el siglo de las imágenes en movimiento. El cine ofrecía no solo entretenimiento, sino la posibilidad de transmitir emociones a escala masiva. Goebbels no lo dudó: si se controlaban las historias que el pueblo alemán veía en pantalla, se podía controlar también su percepción del mundo. Y así fue como el séptimo arte quedó bajo el puño férreo del Ministerio de Propaganda.
Cine, emoción y manipulación: el guion ideológico del Tercer Reich
A lo largo de los años 30, el régimen nazi tomó el control absoluto de la industria cinematográfica alemana. Desde los estudios de la UFA hasta los guiones, la censura o la distribución, todo quedaba subordinado a los fines del Estado. Pero no todas las películas eran abiertamente propagandísticas: la genialidad (terriblemente eficaz) de Goebbels consistió en intercalar mensajes ideológicos incluso en comedias románticas o dramas históricos.
Películas como Jud Süß o El judío eterno son hoy consideradas piezas de odio cinematográfico, diseñadas meticulosamente para deshumanizar a los judíos y reforzar estereotipos venenosos. Pero otras, como Heimat o los noticiarios del Wochenschau, revestían su mensaje con una envoltura emocional, apelando al orgullo nacional, la nostalgia o la épica. Lo importante no era solo lo que se decía, sino cómo se sentía: el cine nazi no solo adoctrinaba, también hacía llorar, soñar o reír. Esa era su trampa.
La función no terminaba al salir del cine. Las Juventudes Hitlerianas comentaban las películas en sesiones escolares, las imágenes se repetían en la prensa y los discursos del Führer eran reforzados visualmente en los noticieros. El cine era solo un eslabón de una cadena más amplia de condicionamiento.

Un público cautivo: infancia y adoctrinamiento
Investigaciones recientes, como las de Voigtländer y Voth, han demostrado con datos estadísticos que las generaciones que crecieron en la Alemania nazi siguen mostrando, incluso décadas después, mayores niveles de antisemitismo que aquellas nacidas antes o después del régimen. La razón: una exposición intensiva y continua a una narrativa ideológica que lo impregnaba todo, especialmente en la infancia.
El cine jugó un papel crucial en esta configuración mental. Las películas infantiles nazis no eran inocuas: enseñaban a identificar al enemigo, a glorificar la figura del Führer y a celebrar la muerte por la patria. Los niños y adolescentes eran el blanco preferido del régimen, porque su plasticidad emocional los convertía en terreno fértil para sembrar prejuicios duraderos.
Goebbels lo sabía: quien domina la imaginación infantil, posee el futuro. Por eso, muchas películas estaban especialmente diseñadas para este segmento de la población, con héroes arios valientes, traidores claramente identificados y finales que recompensaban el sacrificio por la nación. Era entretenimiento, sí, pero con fines quirúrgicamente planificados.
El cine como ritual colectivo: Núremberg, Leni Riefenstahl y la estética totalitaria
Pero si hay un ejemplo emblemático del poder simbólico del cine nazi, es el trabajo de Leni Riefenstahl. Su documental El triunfo de la voluntad, grabado durante el Congreso del Partido en Núremberg en 1934, no es simplemente un registro audiovisual: es una obra maestra estética al servicio del totalitarismo. Riefenstahl construyó una narrativa visual donde Hitler aparece como un mesías descendiendo del cielo, envuelto en multitudes perfectamente sincronizadas, arquitectura monumental y una coreografía de masas que anticipa el mundo distópico de 1984.
Lo aterrador no es solo la belleza formal de la película, sino su eficacia. El triunfo de la voluntad convirtió la política en espectáculo y al Führer en un icono pop de su tiempo. Fue proyectada en miles de cines y aulas, repetida hasta el hartazgo, moldeando la memoria visual del pueblo alemán. La cámara de Riefenstahl no filmaba, evangelizaba.

Un legado tóxico: cine y memoria tras el Tercer Reich
Tras la caída del régimen, muchas de estas películas fueron prohibidas, otras archivadas, y algunas –por increíble que parezca– continuaron circulando en proyecciones semiclandestinas. La cuestión ética sobre qué hacer con estas obras sigue abierta. ¿Deben proyectarse en contextos educativos? ¿Son obras de arte o herramientas de odio?
Lo cierto es que el cine nazi dejó una huella profunda no solo en Alemania, sino en la historia del cine mundial. Su uso masivo, sofisticado y emocional del lenguaje visual anticipó técnicas que décadas después serían empleadas por otros regímenes autoritarios, por campañas publicitarias e incluso por ciertas estrategias mediáticas contemporáneas.
Descubriendo más: Propaganda nazi, de Juanjo Ortiz
En un panorama editorial saturado de obras sobre la Segunda Guerra Mundial, Propaganda nazi: La maquinaria de manipulación y represión en el Tercer Reich de Juanjo Ortiz, publicado por la editorial Pinolia, destaca por su capacidad para sintetizar complejidad histórica con una claridad divulgativa admirable. El autor, historiador y veterano divulgador del conflicto, no solo recorre los hechos conocidos del aparato propagandístico nazi, sino que va más allá: los interpreta, los contextualiza y los conecta con nuestra realidad contemporánea.
El libro está estructurado como una autopsia detallada de uno de los sistemas de manipulación más eficaces y devastadores del siglo XX. Ortiz comienza analizando los cimientos ideológicos del nazismo, basados en los postulados de Mein Kampf, y cómo estos se tradujeron en un plan perfectamente orquestado por Joseph Goebbels, ministro de Propaganda y auténtico ingeniero del alma alemana.
Uno de los grandes aciertos de la obra es su enfoque multidisciplinar. El lector no solo descubre cómo se controlaron la prensa, la radio o el cine, sino también cómo la propaganda se infiltró en la arquitectura monumental, en el diseño de juguetes, en los libros escolares, en los concursos de belleza e incluso en los rituales cotidianos. Todo formaba parte del relato totalitario.
El capítulo sobre la instrumentalización de los mitos es especialmente revelador: Ortiz muestra cómo el régimen nazi no solo inventó héroes y mártires, sino que también reescribió el pasado para justificar su presente y su futuro. Este proceso, sutil y sistemático, no fue simplemente propaganda: fue una guerra cultural, una reprogramación de la historia.
La prosa de Ortiz es directa, amena y, a la vez, rigurosa. Aporta datos, estudios y casos concretos, pero sin perder la conexión emocional con el lector. Su experiencia como divulgador se nota en cada página: sabe cómo mantener el interés sin sacrificar profundidad. El resultado es un libro que no solo informa, sino que advierte. Porque lo que ocurrió en Alemania entre 1933 y 1945 no fue un accidente, ni obra de unos pocos fanáticos: fue el triunfo de una narrativa cuidadosamente construida.
Para quienes quieran comprender cómo se puede manipular a una sociedad entera a través de símbolos, emociones y represión sutil, Propaganda nazi es una lectura imprescindible. Especialmente útil en tiempos en que la desinformación, la polarización y la manipulación mediática siguen siendo amenazas globales.

Cortesía de Muy Interesante
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