En una época donde la arqueología y la gastronomía rara vez se cruzan, un apasionado cervecero aficionado ha conseguido abrir una ventana inesperada hacia el mundo del Antiguo Egipto. No lo ha hecho desde un laboratorio universitario ni con grandes fondos institucionales, sino desde el patio trasero de su casa en Millcreek, un suburbio tranquilo a las afueras de Salt Lake City, Utah.
Dylan McDonnell, amante de la historia, homebrewer autodidacta y especialista en estudios de Oriente Medio, ha logrado lo que muchos museos sueñan: dar vida —y sabor— a una bebida que se consumía hace 3.000 años. Utilizando una cepa de levadura rescatada de un fragmento de cerámica hallado en Israel y una receta inspirada en el Papiro Ebers, un documento médico egipcio de hace más de 3.500 años, McDonnell ha elaborado lo que él considera una aproximación auténtica a la cerveza que pudo haber acompañado a los antiguos egipcios en su día a día.
Una arqueología líquida
La idea surgió durante los largos días de confinamiento por la pandemia. Mientras muchos se dedicaban a hornear pan con masa madre, McDonnell vio en redes sociales cómo el físico y panadero aficionado Seamus Blackley lograba fermentar pan con una levadura de hace 4.500 años. El paso lógico, al menos para un apasionado del mundo antiguo y la cerveza, era preguntarse: “¿Y si se pudiera hacer lo mismo, pero con cerveza?”
La respuesta no llegó enseguida. Requirió tres años de investigación, búsquedas imposibles, contactos con arqueólogos y microbiólogos, y no pocos dolores de cabeza. Uno de los mayores desafíos fue conseguir ingredientes que, si bien mencionados en los textos egipcios, hoy son raros incluso en su lugar de origen. McDonnell estudió unas 75 recetas del Papiro de Ebers en las que se mencionaba la cerveza, y seleccionó los ocho ingredientes más frecuentes: dátiles del desierto, miel de Sidr yemení, higos sicómoros, comino negro, bayas de enebro, pasas doradas israelíes, fruto de algarrobo y una pizca de incienso. Ninguno de ellos era fácil de conseguir en Utah.

Ingredientes sagrados, métodos modernos
La recreación de esta cerveza antigua no fue una simple mezcla de ingredientes exóticos. McDonnell cultivó cebada púrpura egipcia en su jardín, malteó y secó trigo emmer (una variedad milenaria conocida como farro), y se aventuró incluso a ahumar parte del grano, replicando las condiciones rústicas de la antigüedad. Todo el proceso se realizó en un sistema casero de tres depósitos, sin más ayuda que la experiencia adquirida tras años de experimentación como aficionado.
Pero la pieza clave del proyecto era la levadura. Para ello contactó con Primer’s Yeast, una compañía alemana-israelí que colabora con arqueólogos para recuperar y reanimar cepas antiguas de levadura desde cerámicas excavadas en sitios históricos. La cepa que le enviaron, denominada PTS900BCE, provenía de una vasija encontrada en Tel es-Safi, en el territorio de la antigua ciudad filistea de Gat. Según los expertos, fue usada para fermentar cerveza hace unos 2.874 años.
Revivir una levadura tan antigua no es un milagro, sino una proeza microbiológica. La levadura, un organismo singular, puede entrar en un estado de letargo durante milenios si se encuentra en las condiciones adecuadas. Una vez rehidratada, comienza a “despertar”, y lo que parecía inerte cobra vida nuevamente, lista para convertir azúcares en alcohol, como lo hizo en los días de Ramsés II.
Un trago al pasado
¿Y a qué sabe una cerveza faraónica? McDonnell la describe como una bebida sin lúpulo (ya que no se usaba en la época), con notas florales, un dulzor afrutado que recuerda al albaricoque y una acidez refrescante similar a la de un vino de frutas o una sidra ligera. En el lenguaje cervecero moderno, se parece a una “gose”, una variedad alemana con perfil ácido y algo salado.
El resultado es una bebida compleja, vibrante y sorprendentemente moderna para su antigüedad. “Tiene algo rústico, casi salvaje, pero es muy bebible”, opinó Chris Detrick, maestro cervecero en Level Crossing Brewing, tras una cata privada. La baja carbonatación —fiel al estilo de elaboración antiguo— y la presencia del incienso aportan una dimensión casi ritual al trago. No es una cerveza para emborracharse, sino para saborear y reflexionar.

McDonnell no tiene intención de comercializar su cerveza, ni siquiera de repetir el experimento. La muestra de levadura que utilizó era única y debía ser destruida tras su uso, como parte del acuerdo con Primer’s Yeast. De los 38 litros que logró producir, solo quedan unas pocas botellas.
Pero lo que hace especial este proyecto no es el resultado líquido, sino lo que representa: un puente entre la ciencia moderna y las costumbres milenarias. Al beber esta cerveza, uno no solo experimenta un sabor distinto, sino que participa en una tradición ancestral que unía a comunidades, servía como medicina, nutría a los trabajadores y acompañaba a los muertos en su viaje al más allá.
“Durante la elaboración me detuve un momento, miré al cielo y pensé: alguien hace 3.000 años estaba haciendo lo mismo, con esta misma receta”, confiesa McDonnell. Y esa sensación de comunión con el pasado, aunque efímera, es quizá la mayor recompensa de este experimento insólito.
Cortesía de Muy Interesante
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