España contra el turismo: ¿Nos disparamos al pie?

La prosperidad económica que ha generado el crecimiento de turismo se ve ahora amenazada por los movimientos intervencionistas.

Pocas veces un sector dio tanto a una sociedad como el turismo ha dado a España. Es nuestra puerta al mundo, nuestra pista de despegue, nuestro velero bergantín.

En el preludio del siglo XXI, los desarrollos descentralizados de la era digital trajeron una verdadera sorpresa para el sector turístico. De la noche a la mañana cualquier familia con un poco de ahorro podía volverse empresaria del turismo y participar de los beneficios del sector con apenas algo de esfuerzo ahorrador, un teléfono celular y una aplicación que permite compartir tu casa con otros. En un país en el que el ahorro de las familias se materializa principalmente en cemento y ladrillo debido a las mil y una trabas al ahorro y la inversión, en la que el 77% de las familias tienen casa propia, de las cuales el 22% tienen más de una vivienda, la aparición de las plataformas para compartir tu casa con otros supusieron la democratización del turismo.

El viento de la sharing economy soplaba en popa y nuestro país iba a toda vela. Parecía que surcábamos los mares rumbo a El Dorado, a nuestro Xanadú, a un mundo con el que habíamos soñado pero que creíamos inalcanzable. En esa travesía andábamos cuando una mezcla de resentimiento, envidia, colectivismo y conservadurismo, creó unos vientos capaces de zozobrar este bergantín. Por un lado, la progresía mira con desdén a la España turística, a las familias que se volvieron empresarias aprovechando la oportunidad que nos dio la naturaleza para prosperar. Viven el glamour social que posibilita los rendimientos del turismo pero lo critican como si fuera una losa para el arte, la cultura y el florecimiento humano.

Los conservadores, por su lado, añoran el paisaje como creen que fue un día de una década imprecisa, tranquila y estable, y quieren vivir en ese pasado soleado pero con los beneficios generados a la sombra de los hoteles y los apartamentos. Comparten fotos de la belleza natural en sus redes, pero les molesta que otros la vivan en carne y hueso.

La envidia y el resentimiento se camuflaron de superioridad moral y así surgió el movimiento turismofóbico. Las manifestaciones de unos miles de radicales contra los núcleos turísticos y sus usuarios dieron la vuelta al mundo y las iniciativas contra las viviendas vacacionales inspiradas en las ideas de partidos como Sumar y Podemos surgieron como setas. En los dos archipiélagos, estos hongos letales para la prosperidad de la clase media encontraron tierra fértil en esas comunidades insulares en las que el Partido Popular es responsable de las consejerías de turismo.

Los argumentos de este movimiento ludita del sector terciario, que une al intervencionismo de izquierda con el de derecha, son un cóctel de agotamiento de los recursos, pérdida de valores culturales y, sobre todo, depredación del territorio. El miedo al cambio no es patrimonio de ninguna ideología.

El turismo genera con creces los recursos que consume. Las primeras desaladoras de nuestro país, que tanto gustan a quienes critican los trasvases de agua, surgieron para y por el turismo. La regeneración de una costa española a la que toda España vertía sus miserias ha encontrado su mayor acicate en los likes y dislikes de los turistas. Nuestro país siempre se vendió como different y las tradiciones españolas nunca fueron más admiradas por los foráneos que en la era del turismo.

Si alguien conoce un sector que dé tanto a cambio de tan poco, izemos el trinquete, timoneémos y pongamos rumbo a ese nuevo Dorado. Pero, hasta entonces, enfoquémonos en atender a los turistas con el respeto que se merecen, haciendo gala de lo hospitalarios que hemos sido, dejemos de legislar en beneficio exclusivo de quienes tienen mucho capital y colaboremos entre la mayoría de españoles silenciosa en desarmar las patrañas de los turismofóbicos.

*Rector de la Universidad de las Hespérides

Cortesía de El Economista



Dejanos un comentario: