
Casi todos perdemos casi siempre las elecciones, y cuando ganan los nuestros, tienen que gobernar con otros y nunca hacen lo que habríamos deseado. Así, la condición del homo democraticus es la decepción, que se compensa con el hecho de que no hay nadie que se salga completamente con la suya; el éxito de la democracia consiste en repartir esa decepción con la mayor equidad posible. Por eso, cuando aparece algún actor que pretende llevárselo todo, se disparan las resistencias, el juego se tensiona y acaba en un equilibrio que no resulta plenamente satisfactorio para nadie, ni siquiera para quien no quería compartir el poder con otros. Como procedimiento para acomodar políticamente las diferencias, la democracia era esto.
Que el poder político pueda ser conquistado por cualquiera en una democracia, incluso por quienes cuestionan sus valores, es una prueba de su debilidad y de su grandeza. La democracia es un sistema de gobierno abierto, imprevisible e indeterminado. Por eso no hay nada completamente asegurado frente al cambio ni tampoco contra el retroceso, aunque, al mismo tiempo, se trata de un sistema que minimiza los daños del mal gobierno al limitar sus competencias y duración.
Los gobiernos tienen muchas dificultades para imponer su voluntad en la medida en que la democracia ofrece a los más diversos agentes diversas posibilidades de hacer valer sus intereses, como opinar, protestar, presionar o negociar. En este contexto, la democracia se caracteriza por poner el poder a disposición de muchos, porque muchos pueden más bien poco (aunque esta igualdad, en cuanto a las posibilidades de influir, no sea nunca completa), a diferencia de las sociedades no democráticas, en las que pocos pueden mucho. Esto puede resultar un engorro para quien gobierna, pero contiene al poderoso y permite cambiarlo. Por mucha importancia que tenga la elección, y pese a la centralidad del gobierno, los principales actos democráticos son resistir y deselegir.
En la imprevisible diversidad de una sociedad democrática no hay acción a la que no corresponda una determinada resistencia, ni iniciativa sin oposición. El principio de controles y contrapesos se basa en una valoración positiva de la experiencia de la reciprocidad, las dependencias, los equilibrios y la presión organizada para llegar a los compromisos en que vivimos. La democracia es la institucionalización productiva de este principio, que deja de ser un inconveniente y pasa a considerarse un recurso. Por eso puede decirse que su elemento más importante es la oposición, es decir, la posibilidad y la legitimidad de oponerse. Gobiernos hay en todas partes, pero solo las democracias permiten que se configure una oposición alternativa, a la que da representación, voz y derechos.
De acuerdo con el politólogo Adam Przeworski, “la democracia es cuando pierdes las elecciones”. En este sentido, las sociedades modernas se han habituado al contraste de perspectivas y han “desdramatizado” el antagonismo. La democracia asegura la posibilidad de explorar alternativas y supone que la oposición, por muy derrotada que pueda estar, o por exigua que sea, podría llegar a gobernar. Uno puede desear que algunos no gobiernen nunca, pero no debería desear que sea imposible que lleguen a hacerlo.
En una sociedad democrática debe haber un gobierno y deben estar activas las correspondientes resistencias frente a quien gobierna. El resultado de la estabilización de tales resistencias es una sociedad que se puede definir como una “pluriarquía”, y la configuración de un sistema en el que se busca más el control de la autoridad que hacerla eficaz, o, por decirlo en una terminología republicana, que está más interesado en impedir el dominio de la mayoría que en facilitar sus decisiones. Robert Dahl consideraba que las sociedades pluralistas se caracterizan por una amplia difusión social de los recursos políticos y por la profusión de los poderes y contrapoderes, de manera que se dificulta la excesiva concentración de poder y se favorece una multiplicidad de actores en competencia y relativamente independientes. Y aunque sigue habiendo fenómenos de concentración y aspiraciones de hegemonía, la lógica de la multiplicación es más persistente que la de la concentración.
Como se esbozaba al comienzo, todo esto confiere a la sociedad democrática una peculiar inestabilidad que, a su vez, resulta más estable de lo que solemos suponer. La crisis —el cuestionamiento de los marcos políticos, la modificabilidad de las instituciones, la provisionalidad de los consensos, las posibilidades de cambio a disposición de los diversos actores, la rivalidad alternativa entre concepciones del mundo, valores e intereses—no es un estado crítico de las sociedades, sino la condición normal de las cosas. Pues bien, aquello que parece hacer vulnerables a las sociedades democráticas es lo que las dota de una especial fortaleza: la división del poder, su provisionalidad, la protección de la crítica, la configuración de alternativas y su capacidad de aprendizaje es lo que les permite sobrevivir a las crisis. Ya sé que no es una concepción muy ambiciosa de la democracia, pero, al final, lo mejor de esta forma de organizar la política es que legitima la resistencia y está abierta al cambio, en el que es posible echar a quien gobierna.
Cortesía de El País
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