Descubren en Arizona un pterosaurio tan pequeño que se podía subir a tu hombro: es el primer gran volador de América del Norte, tiene 209 millones de años y sobrevivió a una inundación histórica

Durante más de una década, un equipo de paleontólogos trabajó en silencio entre sedimentos fósiles del Parque Nacional del Bosque Petrificado, en Arizona. A primera vista, parecía un yacimiento más de los muchos que pueblan esta región del suroeste de Estados Unidos. Pero lo que hallaron en sus entrañas no era ordinario: se trataba del fósil del pterosaurio más antiguo jamás encontrado en América del Norte, un descubrimiento que arroja nueva luz sobre el origen de estas criaturas voladoras que dominaron el cielo antes de que las aves evolucionaran.

La especie, bautizada como Eotephradactylus mcintireae, vivió hace aproximadamente 209 millones de años, a finales del período Triásico. A diferencia de sus parientes más famosos del Jurásico o del Cretácico, que podían alcanzar el tamaño de una avioneta, este pterosaurio habría sido lo suficientemente pequeño como para posarse en el hombro de una persona. Su apodo, “la diosa alada del amanecer”, refleja no solo su antigüedad dentro del linaje pterosaurio, sino también su fragilidad y misterio.

Un fósil que cambió lo que sabíamos

El hallazgo de Eotephradactylus no fue fruto de una única excavación, sino del meticuloso trabajo de laboratorio llevado a cabo a partir de grandes bloques de sedimento extraídos del yacimiento hace más de diez años. Entre las más de mil piezas fósiles que se recuperaron del lugar, un minúsculo fragmento de mandíbula con dientes intactos llamó la atención de los investigadores. Era delicado, casi irreal, pero su morfología no dejaba lugar a dudas: estaban ante los restos de un pterosaurio primitivo.

Esto resultó especialmente relevante porque, hasta ahora, los fósiles de pterosaurios tempranos en América del Norte eran casi inexistentes. Su presencia se conocía, pero solo a través de fragmentos escasos y poco concluyentes. Además, el hecho de que este espécimen se hubiera preservado en un entorno fluvial —una rareza para fósiles de animales voladores, cuyas estructuras óseas eran tan frágiles que se deshacían fácilmente— aumentó el valor científico del hallazgo.

Mandíbula fósil del Eotephradactylus mcintireae, especie recién identificada de pterosaurio
Mandíbula fósil del Eotephradactylus mcintireae, especie recién identificada de pterosaurio. Fuente: Suzanne McIntire

Un ecosistema en transición

El contexto del descubrimiento es igualmente fascinante. El fósil se halló en una formación geológica conocida como Owl Rock Member, parte superior del Chinle, una secuencia de rocas que data del final del Triásico. En aquel entonces, Arizona se encontraba justo al norte del ecuador, en plena Pangea. El paisaje estaba dominado por planicies semiáridas, canales de agua que se desbordaban con las lluvias estacionales y un mosaico de ecosistemas que albergaban especies tanto antiguas como emergentes.

Junto a Eotephradactylus, los científicos encontraron restos de peces escamosos, tortugas primitivas, tiburones de agua dulce, anfibios gigantes similares a salamandras y reptiles acorazados parecidos a cocodrilos. Esta amalgama de formas de vida ofrece una instantánea del mundo antes de una de las grandes extinciones masivas de la Tierra, la del final del Triásico. El descubrimiento de esta comunidad es crucial para entender cómo fue ese tránsito evolutivo entre dos eras: la de los anfibios dominantes y la de los reptiles voladores y dinosaurios.

Volar antes de las aves

Aunque el concepto de pterosaurio suele estar vinculado a las criaturas gigantes del Cretácico, como Quetzalcoatlus, los primeros miembros de este grupo eran modestos en tamaño y mucho más parecidos a reptiles ágiles con alas de piel. Eotephradactylus habría tenido un estilo de vida oportunista, probablemente cazando peces y pequeños invertebrados en los canales donde habitaba.

El análisis de su dentición apunta a una dieta piscívora, y la forma del ala sugiere que era capaz de vuelos cortos y maniobrables, similares a los de algunas aves marinas actuales. Lo más impresionante es que, a pesar de su fragilidad anatómica, sus huesos sobrevivieron a las duras condiciones geológicas de la región, un indicio de que la zona presentaba características excepcionales para la fosilización: sedimentos finos y abundante ceniza volcánica, que ayudaron a preservar incluso los elementos más delicados.

La paleontóloga Kay Behrensmeyer, del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian, durante el estudio geológico de un yacimiento fósil en el Parque Nacional del Bosque Petrificado en 2023
La paleontóloga Kay Behrensmeyer, del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian, durante el estudio geológico de un yacimiento fósil en el Parque Nacional del Bosque Petrificado en 2023. Foto: Ben Kligman/Smithsonian

Detrás del nombre

El nombre de la especie no solo hace referencia a la mitología griega —Eos, diosa del amanecer— y a las alas cenicientas por la presencia de depósitos volcánicos, sino que también rinde homenaje a Suzanne McIntire, una voluntaria del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian. Fue ella quien, trabajando pacientemente en el laboratorio, descubrió el fragmento de mandíbula que iniciaría esta historia. Su aportación, aunque silenciosa, fue decisiva.

Este gesto resalta un aspecto poco visible de la paleontología: el papel fundamental que desempeñan los voluntarios y técnicos en los museos, muchas veces responsables de identificar piezas clave entre toneladas de roca. El trabajo de campo es importante, pero sin el tiempo, la paciencia y la mirada entrenada de quienes procesan los hallazgos, descubrimientos como el de Eotephradactylus pasarían desapercibidos.

Una pieza más del rompecabezas evolutivo

El hallazgo de Eotephradactylus mcintireae no solo llena un vacío geográfico en el registro fósil de los pterosaurios, sino también un vacío temporal. Al situarse tan cerca del final del Triásico, ayuda a entender cómo evolucionaron estos animales antes de que se diversificaran en especies más grandes y sofisticadas. Es un puente entre lo desconocido y lo que después dominaría el cielo.

Además, demuestra que los pterosaurios ya estaban presentes y adaptados a diversos hábitats mucho antes de lo que se pensaba en América del Norte. En lugar de ser un grupo limitado a nichos ecológicos concretos, estos reptiles ya habían comenzado su expansión planetaria desde canales subtropicales como los de Arizona hasta regiones más septentrionales y costeras.

En el fondo, lo que nos revela este pequeño fósil no es solo un fragmento de mandíbula o un hueso de ala, sino una nueva narrativa sobre cómo la vida aprendió a volar. Y, a veces, esas historias no se escriben con espectaculares esqueletos completos, sino con diminutos restos que, cuando se interpretan con precisión y pasión, abren ventanas inesperadas al pasado más remoto.

El estudio ha sido publicado en PNAS.

Cortesía de Muy Interesante



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