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- Autor, David Robson
- Título del autor, BBC Future
Mi primer pequeño acto de rebeldía lo cometí cuando tenía unos 6 años. Acababa de asistir a una fiesta de cumpleaños en el salón de actos del pueblo, con un grupo de niños a los que apenas conocía. Todos habían llegado con sus amigos, y yo me sentía tímido y excluido.
Cuando volví a casa, estaba de muy mal humor. No recuerdo lo que me pidió mi madre, pero sí mi respuesta. “Claro, tú puedes holgazanear”, le espeté, “¡mientras yo tuve que ir a esa fiesta!”.
Me fui enojado, dejándola sin habla. ¿Qué le había pasado a su alegre hijito?
Se habría sorprendido menos si hubiéramos vivido en un país de habla alemana. La palabra wackelzahnpubertät (literalmente “pubertad de los dientes flojos”) describe cómo los niños de 6 años empiezan a mostrar el mal humor característico de la adolescencia.
“Comportamiento agresivo, activismo rebelde y profunda tristeza son típicos de la pubertad de los dientes flojos”, dice la revista alemana Wunderkind.
A diferencia de lo que ocurre en la realidad, la pubertad de los dientes flojos no está impulsada por cambios hormonales. Coincide con el inicio de la “infancia intermedia”, un periodo de profundos cambios psicológicos en el que el cerebro sienta las bases de pensamientos y sentimientos más maduros.
“Es una etapa clave en la que el niño construye su identidad e intenta averiguar quién es en relación con los demás”, afirma Evelyn Antony, estudiante de doctorado en psicología de la Universidad de Durham, Reino Unido.
“Y su mundo emocional también se está expandiendo”, agrega.
Mientras que la infancia y la adolescencia son ahora bien conocidas, la infancia media -que abarca de los 6 a los 12 años- ha sido muy olvidada en la investigación científica. Algunos psicólogos llegan a describirla como nuestros “años olvidados”.
“Gran parte de la investigación se centra en los primeros años, cuando los bebés hablan y caminan, y luego en la adolescencia, cuando hay un poco más de rebeldía”, dice Antony. “Pero se sabe menos sobre la infancia intermedia”.

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Esto está cambiando ahora, con nuevas investigaciones que identifican las características fundamentales de la metamorfosis mental de los niños.
La transformación incluye una mayor capacidad para reflexionar sobre sus sentimientos y modificarlos cuando es necesario, junto con una “teoría avanzada de la mente” que les permite pensar de forma más sofisticada sobre los comportamientos de los demás y responder adecuadamente.
También empiezan a dominar los fundamentos de la indagación racional y la deducción lógica, de modo que pueden responsabilizarse más de sus actos. Por eso, en Francia, también se conoce como l’âge de raison (la edad de la razón, en español).
El inicio de la mediana infancia puede ir acompañado de algunos dolores de crecimiento, pero una comprensión más profunda de los cambios neurológicos y psicológicos implicados está ofreciendo nuevas perspectivas sobre las mejores maneras de apoyar a un niño a lo largo de este proceso.
Mayor independencia… e incertidumbre
Empecemos por la regulación emocional. Al comienzo de la infancia media, la mayoría de los niños ya habrán hecho grandes progresos en su capacidad para controlar sus sentimientos.
De recién nacidos, dependían por completo de los adultos que los rodeaban para calmar su angustia, provocada en la mayoría de los casos por factores estresantes físicos como el hambre, el cansancio o los cólicos.
Durante los dos años siguientes, desarrollan un mayor repertorio emocional que incluye tanto la alegría como la ira y el miedo, pero no saben cómo regularlos, lo que da lugar a esas rabietas que hacen estallar los tímpanos.
El floreciente lenguaje de un niño puede aliviar un poco esos torbellinos. Esto se debe en parte a que le permite al niño expresar sus necesidades con mayor precisión, de modo que los demás puedan responder adecuadamente antes de que se acumule la frustración.
No hace falta gritar cuando se quiere más comida si se puede decir simplemente “tengo hambre”, y un adulto atento responde.
Sin embargo, nombrar una emoción puede aportar un beneficio aún más inmediato, activando partes del córtex prefrontal, que es un área implicada en el pensamiento más abstracto, al tiempo que calma la amígdala, la región implicada en la sensación de la emoción en bruto.

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Sin embargo, cuando un niño alcanza los 5 o 6 años, se enfrenta a nuevos retos que ponen a prueba su comprensión emocional, afirman Antony y otros investigadores.
En lugar de depender de los adultos para que guíen cada una de sus acciones, se espera de ellos una mayor independencia, lo que crea una incertidumbre y una ambigüedad que pueden generar frustración.
Deben hacer amistades por sí mismos, llevarse bien con gente que no les cae bien y obedecer las normas de los adultos. Como señala Antony, también están desarrollando un mayor sentido de sí mismos, con la necesidad de definir quiénes son frente a los demás.
Esta transición puede poner al límite la regulación emocional del niño, lo que puede provocar los estados de ánimo propios de la pubertad de dientes flojos durante la cual el niño puede volverse abatido y pesado, o explotar en repentinos estallidos de ira.
Afortunadamente, el cerebro de los niños se pone rápidamente al día con las nuevas exigencias. Este proceso suele incluir el desarrollo de un vocabulario más amplio para describir y comprender lo que sienten, incluido el concepto de emociones mixtas.
Por ejemplo, a los 9 años, la mayoría de los niños pueden reconocer que el final de “La Sirenita” de Disney es a la vez feliz y triste.
También aprenden nuevas estrategias para cambiar sus sentimientos por sí mismos, sin depender de que sus padres o profesores los tranquilicen.
A lo largo de la niñez intermedia, se vuelven más expertos en el uso de la “reevaluación cognitiva”, por ejemplo, que consiste en alterar la propia interpretación de un acontecimiento para cambiar su impacto emocional.
Por ejemplo, si tiene dificultades con una tarea en el colegio, un niño puede empezar pensando “no puedo hacerlo” o “soy estúpido”, o puede reconocer su frustración como un estímulo para adoptar una nueva estrategia, que probablemente calme su enojo y aumente su perseverancia.
Gran parte de su camino hacia la madurez proviene de la observación de los adultos que los rodean. “Los niños aprenden cómo afrontan sus padres los conflictos y los distintos problemas que surgen en sus vidas”, dice Antony.
En busca de amigos
El mundo social del niño también está cambiando.
“La infancia intermedia es un periodo en el que empiezan a desarrollarse las ‘amistades recíprocas'”, explica Simone Dobbelaar, investigadora posdoctoral en psicología del desarrollo y la educación de la Universidad de Leiden, Países Bajos. En otras palabras, empiezan a entender el dar y recibir de las relaciones.
“Los niños empiezan a pasar más tiempo con sus pares dentro y fuera del contexto escolar”, dice Dobbelaar.
A lo largo de la infancia intermedia desarrollan estas habilidades sociales y la perspicacia mental para pensar como otros.
Imaginemos, por ejemplo, la historia de un niño llamado Nicolás que quiere entrar en un equipo de fútbol, pero no cree que lo vayan a aceptar. El entrenador decide incluirlo, pero ¿sabe este que Nicolás aún no es consciente de que entrará en el equipo?
Para responder a este tipo de pregunta (cuya respuesta es sí), el niño tiene que considerar lo que sabe el entrenador sobre lo que sabe Nicolás sobre la opinión del entrenador. En otras palabras, tiene que considerar la teoría mental de una persona sobre la teoría mental de otra persona, lo que se conoce como un proceso “recursivo”.

Ese razonamiento es importante para saber quién conoce un secreto, para pasar chismes en el patio de recreo y reconocer cuándo alguien puede estar tratando de engañarnos en un juego.
Pero hasta hace poco, los psicólogos no tenían claro cuándo esto surgía en la infancia.
Para averiguarlo, Christopher Osterhaus, de la Universidad de Vechta, y Susanne Koerber, de la Universidad de Friburgo, Alemania, reclutaron a 161 niños de 5 años y midieron su rendimiento en diversas tareas de teoría de la mente durante los cinco años siguientes.
Al analizar los datos, descubrieron un “aumento pronunciado” de sus capacidades entre los 5 y los 7 años, antes de que su rendimiento empezara a estancarse. Esto sugiere que se trataba de algún tipo de salto conceptual, afirma Osterhaus: “Si sólo se tratara [de que mejoraran gradualmente al abordar] la complejidad de la tarea, entonces cabría esperar un aumento más constante”.
Este salto mental tiene consecuencias inmediatas y positivas para la vida social y el bienestar de los niños, según su investigación.
“Observamos que cuanto mayor es su razonamiento social, menor es el sentimiento de soledad”, dice Osterhaus. “Quizá les resulte más fácil hacer amistades o entablar amistades más profundas”.
En esta línea, la investigación de Dobbelaar sugiere que una mayor sensibilidad está relacionada con un comportamiento más prosocial, como actuar de forma especialmente amable con alguien que se siente excluido. Para estudiarlo, puso en marcha un experimento que imitaba el tipo de acoso que, por desgracia, es demasiado común en muchos patios de recreo.
El experimento involucró un sencillo videojuego llamado Cyberball, en el que cuatro jugadores se pasan una pelota entre ellos. Sin que los participantes lo supieran, los otros tres jugadores estaban controlados por el ordenador, dos de los cuales podían programarse para excluir al tercero no dándole nunca el turno de coger y lanzar la pelota.
Los participantes más jóvenes parecían ser menos sensibles a la injusticia. Sin embargo, a medida que pasaban de la niñez media a la adolescencia temprana, muchos de los participantes empezaron a compensar el comportamiento mezquino de los otros jugadores utilizando sus propios turnos para pasar la pelota al que estaba siendo ignorado, dando así una pequeña muestra de solidaridad con la víctima.
Dobbelaar y sus colegas comprobaron mediante resonancia magnética funcional (IRMf) que los cerebros de los niños mostraban cambios característicos en la actividad neuronal, lo que sugería una menor atención a sí mismos y, presumiblemente, una mayor atención a los demás.
“Podría deberse a un aumento de la capacidad de adoptar una perspectiva”, afirma, ya que los cerebros en desarrollo de los niños eran capaces de considerar los sentimientos del jugador “acosado”.

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El prinicpio de las dudas sobre uno mismo
A pesar de todas estas ventajas, el razonamiento social sofisticado puede tener un inconveniente: mayor autoconciencia y dudas. Consideremos un estudio que describe nuestra tendencia a subestimar cuánto le gustamos a otra persona, en comparación con cuánto nos gusta a nosotros.
Un estudio reciente de Wouter Wolf, que ahora trabaja en la Universidad de Utrecht, en Noruega, descubrió que esa diferencia aparece por primera vez a los 5 años y aumenta de forma constante durante la infancia.
Al parecer, cuanto más en sintonía estamos con la vida mental de los demás, más nos empieza a preocupar que la opinión que tienen de nosotros no sea tan amistosa y positiva como nos gustaría.
Sospecho que esto puede explicar mi mal humor en la fiesta: era la primera vez que me sentía cohibido y solo, y aún no tenía las palabras para expresar por qué me sentía triste y enojado, ni las habilidades para superar la situación y entablar nuevas amistades con gente que no conocía bien.
El poder de una conversación
Los adultos en la vida de un niño pueden facilitar el desarrollo de estas habilidades mediante conversaciones regulares.
Antony, por ejemplo, señala que hay estudios que demuestran el poder del “coaching emocional”: consiste en escuchar al niño sin juzgarlo, validar lo que siente y sugerirle formas de avanzar de forma más positiva.
“No se trata de que el adulto intente arreglarlo todo, sino de guiarlo en el proceso de gestión de sus emociones”, explica.
Un adulto puede fomentar la reevaluación cognitiva, por ejemplo, mostrando al niño cómo un suceso inicialmente perturbador puede interpretarse de distintas maneras. El niño puede aplicar esto la próxima vez que se enoje, lo que lo prepara para futuras tensiones.
Los padres o tutores también pueden hablar de dilemas sociales, ya sea en la vida real o en la ficción. Puede preguntarles: “¿Por qué reaccionó así esa persona? ¿Por qué lo dijo?”, dice Osterhaus. Esto los ayuda a pensar más detenidamente en los estados mentales de otras personas, dice, lo que debería fomentar una teoría de la mente más avanzada.
A veces, los dos enfoques convergen de forma natural. Si un niño está conmocionado porque su mejor amigo ha sido grosero, se lo puede animar a que se cuestione las posibles razones de ese comportamiento desagradable. Quizá estaba cansado o tenía un mal día; no era nada personal y puede tratarse con compasión en lugar de con ira.
Como cualquier otra destreza que merezca la pena aprender, estas habilidades requieren una práctica constante. Sin embargo, a lo largo de muchos de esos momentos, el niño estará bien equipado para comprender su propia mente y la de los demás, lo que lo guiará más allá de su “pubertad de dientes flojos” hacia las aventuras de la adolescencia y más allá.
Cortesía de BBC Noticias
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