
Han comenzado a circular fotos de los primeros niños fallecidos por desnutrición extrema en Gaza. Imágenes de cuerpos esqueléticos coronados por cabezas desproporcionadas y pómulos acerados, que hacen pensar en los campos de exterminio nazis o las peores hambrunas africanas. Se trata de una crisis humanitaria de proporciones épicas, que puede escalar a peor. Dos millones de personas que habitan en la franja padecen desde hace meses un bloqueo severo que impide la entrada de alimentos; la economía local necesaria para producirlos ha sido destruida.
Lo más duro de aceptar es que la hambruna desatada no es un mero efecto secundario de la guerra, sino una estrategia deliberada para producir la muerte o la huida de los pobladores que han habitado durante años la franja de Gaza. Pese a los esfuerzos de la ONU y otras organizaciones humanitarias, el Estado de Israel ha hecho todo lo posible para evitar la distribución de alimentos. Más de mil personas han sido asesinadas en las últimas semanas en torno a los sitios de reparto, en un intento de impedir que lleguen a las manos de los necesitados. En estricto sentido, la crisis no proviene por la falta de despensas, porque atrás de la frontera la ayuda humanitaria ha acumulado lo necesario para suministrar tres meses de consumo a la población. Se trata, más bien, de una política de Estado, que se niega a aceptar la entrada de alimentos y, en las pocas ocasiones que lo permite, orillado por la presión internacional, sus francotiradores cobran víctimas.
Lo que resulta imperdonable es que esté sucediendo a la vista de todos y, salvo algunas excepciones, el mundo ha decidido voltear la vista a otro lado. Se aducen justificaciones políticas (la raíz del problema es muy compleja), imposibilidades prácticas (sucede en otro continente) o temor a ser acusados de antisemitismo.
Sin embargo, habría que separar lo político de lo humanitario. La condena a Hamás por el ataque terrorista hace casi dos años, con saldo de 1,200 muertos, debe ser categórica; como también debe serlo la muerte de 60 mil pobladores de Gaza como resultado de las represalias. La inmensa mayoría de los muertos, en ambos lados, son civiles atrapados por decisiones de políticos y militares, también de ambos lados. No se trata de darle la razón a uno u otro o de intentar resolver la incapacidad histórica para entenderse entre árabes y judíos. Es más bien hacer ver que hay crímenes de lesa humanidad que el mundo no puede permitir en contra de una población indefensa y a tal escala. Matar de hambre a cientos de miles de niños y mujeres, simplemente porque un ejército tiene la fuerza para hacerlo, no puede dejarnos indiferentes.
Habría que separar también antisemitismo y antisionismo. Lo primero es el odio y los prejuicios en contra de los judíos; un sentimiento que, en efecto, es deleznable. Pero el sionismo remite al movimiento político que lleva a la formación del Estado de Israel como un hogar del pueblo judío. Cuestionar las políticas del Gobierno de Netanyahu no es antisemita, y ni siquiera antisionista; no significa estar en contra de los judíos ni de su derecho a una patria. Significa, simplemente, oponerse a políticas criminales en contra de la población inerme. De hecho, muchos ciudadanos judíos, habitantes de Israel, están en desacuerdo con la beligerancia de la ultraderecha que ha tomado el poder en su país. Y, desde luego, eso no los convierte en antisemitas.
Durante la guerra de los Balcanes, en los años noventa, en que los odios ancestrales entre naciones internas, etnias y religiones condujeron al enfrentamiento, el mundo tuvo que intervenir cuando Serbia logró imponerse a sus adversarios y algunos de sus generales decidieron emprender una “limpieza étnica” en sus territorios. Las potencias detuvieron las masacres no porque hayan adoptado el punto de vista de una de las partes, sino por el principio de que cualquiera de estas no tenía el derecho a que su superioridad militar se tradujera en el exterminio de la otra. Una situación que describe lo que está sucediendo en Gaza.
Habría que condenar por igual las acciones terroristas de Hamás y del Estado de Israel y su impacto criminal sobre la población civil. Pero, más importante, habría que hacer algo para detener una política de Estado destinada a matar de hambre. Son laboratorios de crueldad, dice una funcionaria de Médicos Sin Fronteras: testan los límites de la humanidad para aceptar la ignominia sin intervenir, hacernos creer que como ciudadanos no podemos hacer nada.
Dos millones de habitantes padecen ya los efectos del hambre; pero medio millón se encuentra en situación catastrófica y se teme que los fallecimientos por mera desnutrición se multipliquen de manera exponencial, a menos que algo cambie.
¿Qué podemos hacer? Los gobiernos, mucho, para presionar a Israel a detener la locura de Netanyahu. ¿Y cada uno de nosotros? Divulgar en nuestras redes el impacto de la destrucción, de la desnutrición; es necesario que la multiplicación de los mensajes alcance a los remisos dentro y fuera de Israel, dentro y fuera de las esferas de poder. Argumentar que oponerse a esa crueldad no es oponerse al derecho de los judíos a tener un hogar. Donar lo que cada cual pueda a través de alguno de los sitios fuera de toda sospecha. La ONU ha establecido el sitio UNRWA para donaciones (United Nations Relief and Works Agency for Palestine Refugees). Se estima que por cada 10 euros (250 pesos), la organización internacional puede alimentar a una familia de siete miembros durante una semana.
El mundo necesita darse una lección a sí mismo de que no todo está perdido frente al egoísmo y la deshumanización en los tiempos que corren. E incluso si esta esperanza es derrotada, es importante que cada uno de nosotros asuma que no fue por nuestra pasividad o nuestra indiferencia.
El sitio para donar de la ONU: https://unrwa.org
Cortesía de El Informador
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