
Nada mejor para ser un metiche profesional que leer que los ídolos también fueron infelices
Durante la pandemia agarré un vicio: leer memorias y biografías de famosos. De algún modo me reconfortaban las caídas en desgracia de las estrellas, políticos y artistas varios. Nada mejor para sentirse no-tan-pequeño que leer que los ídolos también fueron infelices.
Mi lectura suena terrible, revanchista; así era. En primera porque no soy una gran persona (sepan: soy un ser sin alma) y en segunda porque me hacía falta, en esos días aciagos, escuchar las voces de largos ecos (Carlos García Gual dixit). La vida no se me iba en las noticias, al menos.
Los impulsos de esa lectura mala leche y jodona de mí parte se transformó en algo mejor, una forma de enterarme de anécdotas que luego andaba echando a toda hora. ¿Sabían que John Kennedy se voló aquella frase famosa de “No preguntes qué puede hacer tu país por ti”, etcétera, de su director de prepa? ¿Alguien entiende que la misoginia de los personajes de Philip Roth es tan creíble porque don Philip era un violador en potencia, como describen cada una de sus parejas? ¿Se imaginan que el plato favorito del príncipe Harry es el pollo asado? “Mira, no sabía”. Generalmente esa era la reacción indignante de mi familia. ¿Cómo se puede vivir una vida plena sin leer que Stan Lee estaba dispuesto a robar a diestra y siniestra para crear a sus amados personajes de cómic? Oye, me hacen falta más metiches a mi alrededor.
La lectura metiche es quizá la mejor lectura. Acercarse con ojos curiosos y ganas de chisme es un elogio para el texto, el mejor prejuicio cuando sólo se ha leído la solapa y se ha dejado seducir por la portada. O en el Kindle, cuando se ha leído la descripción —engañosa— de Amazon.
Siempre he pensado que las mejores memorias son las de los desvergonzados. Vean a Benvenutto Cellini, brillante artista renacentista y también notorio criminal que no se abstiene de rememorar con alegría sus asesinatos y robos por escrito. Un desgraciado pero buen escritor, ¿eh?, sus memorias son una delicia. Otro tanto se puede decir de Casanova, el misógino vestido de amante de todas las mujeres. Sin Casanova no tendríamos telenovelas.
Otro ejemplo es Roald Dahl, el mejor escritor para niños del siglo pasado. Su memoria en dos tomos (dos libros cortos en realidad, eso de tomos suena a biblioteca, hasta huele a libro hongueado) es una de las mejores historias de aventuras que he leído. Boy y Volando solo (ambos publicados en español por Alfaguara en su sello juvenil) son un recuento de la vida en la Inglaterra vieja y el final de la era colonial. Dahl, que trabajó para una empresa petrolífera en Kenia, describe a esos hombre y mujeres del imperio que se encontró en África como una raza moribunda. Le daban risa (a Dahl todo le da risa, hasta lo supuestamente importante para los adultos, por eso digo que es un descarado) esos pobres ancianitos soberbios que no entendían que eran hijos de un tiempo decadente.
El mejor momento de las memorias de Dahl sucede cuando lo derriban durante la Segunda Guerra Mundial. Dahl se enlistó como piloto de la RAF —le sonaba divertido—. En una escaramuza con aviones alemanes su avión se estrelló y él resultó con quemaduras graves en todo el cuerpo. Lo que parecería una oportunidad para la autocompasión se convierte en un recuento medio erótico de su relación con las enfermeras que le llevaban la comida que él tomaba con popote. Todo es una aventura para el joven Roald.
Más solemne (mucho más) es la biografía de Philip Roth escrita por Blake Bailey (quien cayó en desgracia justo después de publicarlas, no por asuntos rothtianos sino por su propio pasado como acosador sexual). Bailey se acerca a Roth, el titán de las letras estadounidenses, con curiosidad pero también con cierto miedo, me parece. Roth tenía fama de entrevistado difícil y majadero; Bailey reconoce que la labor de acercarse a él fue la primera dificultad del libro. Aunque se trata de una biografía autorizada, Bailey hace intentos pusilánimes de sacar ropa sucia. A veces lo logra. Las mujeres de Roth aparecen como antagonistas, una tras otra sacadas del mismo paquete de pan blanco Bimbo. Tienen voz, pero sólo para contar las características sexuales de Roth. La misoginia del personaje contagia la pluma del biógrafo.
Cher publicó hace apenas unos meses la primera entrega de sus memorias. Es una de las lecturas que más he disfrutado este año. Si hay Oscar a los negros literarios (o como se ha puesto de moda llamarlos en español con un préstamo anglicista, supongo que para evitar el racismo de la denominación anterior, los ghost writers, espectrales escritores fantasmas), quienes hicieron la labor de bajar al papel todos los recuerdos de un icono de la cultura pop como Cher merecen el galardón. Sé que los escritores fantasmas trabajan en equipo pero la aprobación final la hace el personaje. Creo que Cher tuvo buen ojo al dar el visto bueno (con sus ojos bellísimos que dan portada al ejemplar, see what I did there?).
Entre otros episodios de una vida azarosa, Cher cuenta que su padre biológico intentó matarla: dejó abierta la llave del gas en su recámara, al parecer era mejor asesinar que mantener a Cher y su madre. Durante una época de su infancia, Cher estuvo en un orfanato y luego, cuando su madre se casó una y otra vez, vivió lo mismo en tráilers y que en mansiones de Beverly Hills. Jackie Jean, madre de Cher, tenía una carrera propia en el show business como cantante ocasional. Mientras criaba a Cher y su hermana Georgie, Jean pasó por varios matrimonios, unos felices y otros desgraciados. Es difícil seguir la sucesión de relaciones, pero Cher cuenta que a pesar de todo eso, fue feliz casi toda su infancia.
Tal vez, inclusive con el gas e inestabilidad familiar, todo suene muy vainilla, la felicidad necesaria para el sueño americano. Venga, Cherylinne Sarkisian, dame juice n’ spice. La cosa se va poniendo mejor cuando Cher llega a su carrera como cantante. En general nunca tenía dinero, pasaba hambre, pero conoció y trabajó desde adolescente con leyendas de la industria como Philip Spector, Brian Wilson y Ahmed Eretgün. El primer amor de Cher no era la música sino la actuación, pero Sonny Bono, su novio cuasi definitivo, la escuchó cantar y dijo “aquí hay algo”. Hay mucho chisme y caídas abismales, hay altos vuelos y humillaciones. Sí, este fin de año sale la segunda parte y ahí estaré. Gran servicio, 100%, volveré a comprar.
Leí otras bios y memorias de famosos, en particular gente de la cultura pop. Neil Young es un gigante de coherencia; seguir la vida Willie Nelson es como estar en una world tour sin fin; el príncipe Harry me cayó bien; Bruce Springteen es mejor componiendo que contando su vida. Mi favorita fue la de David Foster Wallace escrita por D.T. Max. Tiene un título precioso: Todas las historias de amor son historias de fantasmas (publicada en español por Debate). Foster Wallace: una mente inquieta y la depresión andando, un genio mariguano adicto a la televisión capaz de escribir las crónicas más entretenidas y la ficción más oscura y difícil. De esa ya escribiré luego, merece otra columna completa. Lloré.
Hay algunas razones más para leer memorias y biografías. Está el lector fanático que quiere más y más de su ídolo, sea Gandhi o Bob Dylan. Está el periodista responsable que necesita jugo para sus columnas y que lee con escepticismo (digo). Y está el lector metiche que nomás llega, tiene dudas e intereses vagos. Qué cool ser el metiche, al menos no tiene más responsabilidades que entregarse a la lectura. Sean metiches, el chisme da vida.
Cortesía de El Economista
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