¿Dónde firmo para existir? Arte conceptual, QR y obediencia

Antes, cuando uno iba a una exposición, tenía el derecho de enojarse, de disentir, de incomodarse, incluso de hacer sentir mal al artista. Era parte del diálogo, del riesgo, del espacio común que el arte debía abrir entre obra y mirada.

FERIA DE SAN FRANCISCO

Ahora es al revés: uno se tiene que sentir mal desde antes de entrar. Y si te atreves a cuestionar, si no obedeces, si no escaneas, una niñita de veintitantos años con tono de catequista digital te regaña.

En ropa toda en negro, por supuesto. Con tono condescendiente —y un asco evidente hacia mi edad— me regañó diciéndome que tenía que modernizarme. Imaginé que en su cabeza yo era su madre. Desvalorizada.

Esto me pasó en LagoAlgo, el centro cultural operado por Galería OMR en el Bosque de Chapultepec, donde el arte conceptual convive con piedras, formularios y un aire de exclusividad que recuerda más a una casa de bolsa que a un espacio de creación.

No importa la obra: lo importante es el umbral. Ese filtro simbólico que decide quién puede entrar.

Para entrar a esta exposición, no bastó con mi curiosidad, ni con mi historia, ni con mi sensibilidad. Me pidieron un teléfono. No por seguridad, sino para escanear un código QR que me llevaría a un formulario.

Un formulario con veinte preguntas.

Nombre. Edad. Género (femenino, masculino, o algo entre). Correo electrónico.

¿Para qué? ¿Quién lo guarda? ¿Con qué derecho? ¿A quién le van a vender mis datos personales?

Me negué, y pregunté:

“¿Y si no traigo teléfono? ¿Entonces no existo?”

La joven encargada insistía: “Pero sí tiene, ¿no?”

“¿Y si no quiero usarlo? ¿Y si no quiero entregarme?”

Así estaba yo, en esta fantasía en donde no tenía teléfono ni forma de identificarme, de existir pues; me empezaba a invadir una angustia existencial, absurda… y me encontré diciéndole a la joven estas palabras como alucinada:

“Existo. Existo. Existo.”

Y justo en ese momento llegó mi amigo tejano, de 92 años, multimillonario y petrolero. Lo había llevado —junto con otros amigos— a esta exposición secreta, sin bienvenida alguna de parte del recinto. Nos habían dicho allí mismo que no estaba abierta, pero la encontramos por casualidad mientras buscábamos ver el lago de Chapultepec. Mi amigo solo se rió al verme tan poco moderna diciendo esas palabras.

Y entonces, cuando la niñita vio los dólares evidentes, sí se rindió. Nos dejó pasar, aunque yo no hubiera terminado el endemoniado formulario.

Mi amigo norteamericano, al ver la primera pieza —unas mesas, una de ellas volteada, con una roca encima, y un texto solemne al lado hablando de “nociones de equilibrio, estabilidad y permanencia”— me dijo con inocencia y total ignorancia del arte conceptual, señalando con su bastón la enorme roca de más de un metro de circunferencia sobre los escritorios, uno de ellos volteado. Dijo preocupado:

“¿Esto es un meteorito que les cayó a los mexicanos?”

Y tenía razón. El arte contemporáneo, en su forma más hermética y elitista, ha caído como una roca ajena sobre una cultura que ya tenía su propia fuerza visual, simbólica y poética. Y ahora la clase alta lo exhibe como si fuera una membresía secreta. Nadie entiende nada, pero todos fingen entender.

Una piedra de un metro de largo sobre una mesa al revés no me habla de permanencia. Me habla de mudanza mal hecha.

La tecnología ya no es herramienta: es condición para existir.

No me ofrecieron arte: me ofrecieron un formulario.

Y lo peor: cuando aparecieron los dólares del tejano, entonces sí nos dejaron pasar. Porque estas obras —aunque parezcan protesta— están hechas para ser vendidas como bienes de lujo.

Como en casi todos estos espacios que se dicen “culturales”, lo comercial va por encima de lo humano.

Porque ¿qué van a hacer con esos datos que me exigieron al entrar? No era un simple registro. Eran veinte preguntas: mi edad, mi género, mi correo personal.

¿Para qué quieren saber todo eso?

¿Por qué debo entregar mi información privada para ver una exposición pública?

¿Por qué tengo que pagar con mis datos lo que no me cobraron con dinero?

Prefiero pagar con mis pesos mexicanos, y quedarme con el cambio.

¿Y qué pasa si me niego? Pues lo que pasó: no tengo derecho a entrar. A menos que me pliegue, que entregue, que acepte sin cuestionar.

Entre las veinte preguntas no estaba la única que me interesaba:

“¿De verdad crees que esto es arte?”

Y todo eso, para ver unas obras que ni siquiera me gustaron.

Ese es el colmo: que el arte no sólo no me dio, sino que me pidió más de lo que vale.

Y eso no es experiencia estética: es un intercambio comercial opaco disfrazado de cultura.

Porque sí: entiendo estas obras.

Y eso es exactamente lo que me desespera.

Entiendo lo que quieren decir: hablan del planeta, del colapso, de las migraciones, de la crisis del sentido…

Pero todo eso ya lo sabía. Todos lo sabemos desde hace 40 años o más.

Son denuncias envueltas en solemnidad estética que no aportan nada nuevo.

No me ofrecen otra mirada, no me incomodan de verdad, no me hacen pensar distinto.

Solo me hacen perder el tiempo fingiendo que estoy frente a algo valiente, cuando es apenas una obviedad con presupuesto.

Los movimientos culturales, históricamente, fueron un riesgo para los artistas.

Beethoven fue insultado por sus contemporáneos. Stravinsky provocó disturbios.

Los expresionistas fueron censurados. Los dadaístas, burlados. Las acciones de Abramović, abucheadas. Hitler etiquetó el arte moderno como “Arte degenerado”, y muchos artistas tuvieron que huir, con riesgo de sus vidas por defender lo que pensaban.

El artista se arriesgaba. Ponía todo en juego: su futuro, su reputación, su destino, en función de la fidelidad a sí mismo. Su imperiosa necesidad de existir.

Pero ahora es al revés: los incompetentes somos el público.

Lo más absurdo fue que ni siquiera sabían si yo tenía un teléfono. Al yo decir que no estaba segura de si mi aparato podía leer el famoso código QR, me hicieron sentir muy incompetente casi como necesitando pañal de adulto mayor. Estúpida. Como si no supiera vivir. Como si no supiera estar. Como si la dignidad, la curiosidad o la sensibilidad no contaran sin escaneo.

¿Acaso deben asumir que deseo escanear, compartir mis datos, aceptar sin pensar?

¿Debo demostrar que soy funcional solo si obedezco digitalmente, si sé que es un maldito QR?

Debemos cuidarnos de no hacer preguntas incómodas, de no mostrar desconcierto, de no pedir una explicación, de no decir en voz alta que no entendemos.

Ahora el arte no se arriesga: es el espectador quien corre el riesgo de ser humillado.

Y así, la transgresión desaparece. El diálogo desaparece.

El arte deja de ser un acto vivo para convertirse en una ceremonia muda donde solo algunos tienen permitido hablar, y el resto debe asentir en silencio.

Mis amigos, también mayores, intentaron bajar unas escaleras para ir al baño. No lo lograron.

La arquitectura no tenía barandales; la bajada era imposible.

No había accesibilidad física, porque tampoco había accesibilidad simbólica. Ni rampa ni diálogo.

Dijeron mis amigos regresando derrotados:

“Tendríamos una caída demasiado aesthetic.”

Ese lugar no fue pensado para todos.

Fue diseñado para los que pueden entrar sin tropezar, perfectos en sus cuerpos y en sus capacidades.

Yo me fui con una anécdota, sí.

Porque tengo edad, inteligencia y humor suficiente para no dejarme impresionar por dos mesas con una roca encima, ni por una veinteañera que me quiera dar clases de modernidad.

Pero no me fui con una experiencia estética, ni humana, ni crítica.

No me sentí bienvenida.

No me hicieron pensar más, como me gusta: que me cuestionen, que me redefinan. Porque lo soy. Contemporánea.

No me sentí tocada.

El arte conceptual en México se trata como se tratan los bienes materiales: no como experimentación, sino como especulación económica, con las mismas reglas del mercado.

Y este petrolero que me acompañaba —que podría haber sido un cliente ideal para comprar una de sus piezas como quien compra un dulce— como buen bufón ilustrado, no compró nada.

Porque no es un nuevo rico, sino un hombre hecho y derecho, liberal, educado, mayor, con criterio.

Y como no se sintió tocado por algo, como no encontró pensamiento ni belleza, simplemente no le interesó.

Tampoco le interesa invertir en algo que se supone que tendrá más valor en muchos años después.

Tiene el suficiente dinero como para no pensar en hacer más. Quería otra cosa. Arte. Sentir.

Nos fuimos a un lugar mucho más acogedor: el Centro Histórico de la Ciudad de México, donde se hospedaban mis amigos.

A comer. A reírnos de todo esto.

Para eso sirve la edad y lo bien vivido.

El arte que vale la pena no me tiene que gustar, pero me tiene que hacer pensar más.

Y lo único que pensé al salir acerca de los mensajes de estas obras fue:

“Mejor mándame un fax.”

Esto no se trata de una disputa entre generaciones. Lo verdaderamente perverso es cómo se instrumentaliza a los jóvenes para sostener sistemas viejos: jerárquicos, elitistas, excluyentes.

En lugar de liberarlos, los convierten en policías culturales de una estética hueca.

OBRAS DE INFRAESTRUCTURA HIDALGO

Cortesía de El Economista



Dejanos un comentario: