
FRÁNCFORT – Los ataques feroces del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, contra el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, han atraído la atención mundial, sacudieron los mercados y, quizá lo más importante, encendieron un debate sobre la sensatez de la independencia de los bancos centrales -una cuestión compleja con implicaciones constitucionales y económicas-.
La independencia del banco central se refiere a la autoridad de los responsables de la política monetaria para tomar decisiones libres de influencias políticas, aunque limitadas a medida que cumplan con el mandato establecido por el poder legislativo. Esta independencia se vería cuestionada si los líderes políticos pudieran destituir a la dirección del banco central en cualquier momento.
Algunos críticos consideran que la independencia del banco central está reñida con la democracia, porque pone la política monetaria en manos de “burócratas no elegidos”, lo que subraya la necesidad de justificación. Pero equiparar la independencia del banco central con la independencia judicial, como se hace a veces, es inapropiado. El poder legislativo transfiere la autoridad de la política monetaria a una institución independiente, mientras que el poder judicial determina, cuando es necesario, si esta institución se ha ceñido a su mandato.
La independencia que ostentan actualmente muchos bancos centrales es una excepción histórica. Fue solo alrededor de 1989-90 que la independencia se consideró necesaria para garantizar la estabilidad monetaria. Tras la inflación de dos dígitos de los años 1970 y principios de los años 1980, los políticos occidentales empezaron a reconocer que cuando la política monetaria está en manos del ejecutivo, es inevitable una inflación más alta y volátil. La tentación de estimular el crecimiento y el empleo, en detrimento de la estabilidad de precios, es demasiado fuerte. Los gobiernos decidieron deliberadamente desempoderarse.
En 1997, Gordon Brown, entonces ministro de Hacienda del Reino Unido, explicitó este nuevo consenso al concederle independencia al Banco de Inglaterra: “Los acuerdos anteriores en materia de política monetaria eran demasiado cortoplacistas, fomentaban auges cortos pero insostenibles… y una mayor inflación, a la que inevitablemente seguía una recesión”. Gordon luego explicó que la reforma del Banco de Inglaterra “garantizaría que la toma de decisiones sobre política monetaria fuera más eficaz, abierta, responsable y libre de manipulaciones políticas a corto plazo”.
Pero la independencia de los bancos centrales requiere del apoyo continuo de los políticos: el poder legislativo puede revocar esta autoridad del mismo modo que puede concederla. Y basta con un cambio de opinión política, provocado por un auge de los partidos populistas, por ejemplo, para inclinar la balanza en esta dirección.
Las repetidas amenazas de Trump de destituir a Powell -algo que, según la opinión predominante, es legalmente imposible- y nombrar a un sucesor que dirija la política monetaria según sus deseos demuestran la vulnerabilidad del sistema. Recuerda a principios de la década de 1970, cuando el entonces presidente de la Fed, Arthur Burns, cedió a las presiones del presidente Richard Nixon para recortar las tasas de interés -una de las épocas más ignominiosas de la historia de la Fed, que culminó en la llamada Gran Inflación de la década de 1970-. Si bien podría pensarse que este resultado desalentador había zanjado la cuestión de la independencia del banco central, la retórica de Trump demuestra lo contrario.
El debate actual sobre la independencia de los bancos centrales resurgió cuando estas instituciones estaban en la cúspide de su prestigio. Trágicamente, las autoridades monetarias avivaron el fuego al ampliar su mandato a áreas reservadas a parlamentos y gobiernos.
Tras contribuir significativamente a un período de décadas de baja inflación y crecimiento sostenido, las autoridades monetarias fueron aclamadas como salvadoras tras sus decisivas acciones tras el colapso de Lehman Brothers y la crisis financiera mundial de 2007-2008. Al fin y al cabo, junto con los responsables de la política fiscal, habían evitado que el mundo se hundiera en una segunda Gran Depresión.
Si bien el culto a la personalidad en torno a Alan Greenspan, quien presidió la Reserva Federal de 1987 a 2006, ya había alcanzado proporciones grotescas, esta reverencia se extendió por todo el universo de la banca central. Los actores del mercado financiero global aplaudieron las políticas monetarias expansivas de los bancos centrales tras la crisis de 2007-2008 y generaron expectativas sobre sus posibles logros, en parte debido a este culto a la figura del héroe y, en parte, porque fueron los principales beneficiarios de los recortes de las tasas de interés y la compra de bonos.
Estas expectativas excesivamente altas inevitablemente provocaron decepción y, como resultado de ello, la reputación de los bancos centrales se vio muy afectada. Tanto la teoría como la experiencia han demostrado que una política monetaria expansiva no puede impulsar el empleo y el crecimiento a largo plazo. Lo que sí puede hacer es garantizar la estabilidad monetaria y una baja inflación -las bases del crecimiento sostenido y la justicia social.
Al ampliar la manera en que concebían su mandato, las autoridades monetarias se vieron envueltas en la política fiscal y desencadenaron la inflación, precisamente lo que la independencia de los bancos centrales pretende evitar. Sin duda, la decisión de implementar recortes drásticos de las tasas de interés y realizar compras masivas de bonos del estado durante la crisis financiera mundial fue fundamental para evitar una catástrofe económica. Pero cuanto más se prolongó la flexibilización cuantitativa tras el fin de la crisis aguda, e incluso con una inflación superior a la meta del 2%, menos justificable se volvió. Se sospechó que los banqueros centrales intentaban reducir las tasas de interés a largo plazo, facilitando así la financiación pública (y apoyando potencialmente a los bancos en dificultades).
Casi al mismo tiempo, también se les otorgaron a los bancos centrales responsabilidades adicionales en materia de supervisión bancaria y política macroprudencial, difuminando aún más la línea entre la política monetaria y la gubernamental. Con su creciente autoridad, las autoridades monetarias se involucran cada vez más en debates políticos.
Durante años, la independencia de los bancos centrales se dio por sentada. Pero esa era parece haber terminado, en parte debido a las propias acciones de las autoridades monetarias. Cuanto menos fuercen los bancos centrales los límites de su mandato, menos pondrán en peligro su independencia. Centrarse únicamente en el mandato requiere cierto grado de humildad y recordatorios constantes de lo que la política monetaria puede y no puede lograr.
El autor
Otmar Issing, execonomista jefe y miembro de la junta del Banco Central Europeo, es presidente honorario del Centro de Estudios Financieros de la Universidad Goethe en Fráncfort.
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Cortesía de El Economista
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