En 1901, un accidente en un camino de Derbyshire, Inglaterra, marcó el inicio de la revolución que daría forma a las carreteras modernas. Un barril de alquitrán cayó de un carruaje, se abrió y su contenido se mezcló con escoria procedente de hornos cercanos. El resultado fue un tramo de vía inusualmente liso, resistente y libre de polvo. Lo que parecía una simple anécdota terminó por transformar la movilidad de todo el siglo XX.
El responsable de convertir aquel accidente en una tecnología global fue Edgar Purnell Hooley, un inventor galés que, apenas un año después, patentó un método para calentar alquitrán, combinarlo con piedra triturada y arena, y compactarlo en una superficie estable. La idea no surgió de la nada. Décadas antes, John Loudon McAdam ya había logrado una mejora sustancial frente a las primitivas carreteras de tierra y piedra.
Su técnica, conocida como “macadán”, consistía en elevar el camino, darle inclinación y cubrirlo con capas de piedra y arena. Aquello facilitó el drenaje y abarató el mantenimiento, pero tenía un enemigo imposible de ignorar: el polvo. Con la llegada del automóvil, esa nube gris que se levantaba en cada trayecto no solo molestaba a los pasajeros, también dañaba piezas mecánicas y convertía los viajes en una experiencia incómoda.
Hooley vio en el alquitrán la solución que McAdam no había encontrado. Su “tarmacadam” ofrecía resistencia a la lluvia, reducía el mantenimiento y eliminaba gran parte del polvo. No pasó mucho tiempo antes de que Nottingham inaugurara la primera carretera asfaltada del mundo. La invención coincidió con un momento en que el automóvil comenzaba a expandirse y la necesidad de mejores caminos se volvía urgente. En cuestión de años, el sistema de Hooley empezó a adaptarse en distintos países, además sumó aditivos como resinas y cemento Portland para mejorar su durabilidad.
Mientras tanto, en Mónaco, el príncipe Alberto I enfrentaba el mismo problema. El turismo de lujo chocaba con la imagen de carreteras cubiertas de polvo, así que pidió ayuda al médico suizo Ernest Guglielminetti. Este recordó el uso del alquitrán para recubrir suelos en Indonesia y propuso aplicar una mezcla caliente de alquitrán, arena y grava sobre los caminos. El experimento, probado junto al Museo Oceanográfico, resultó tan efectivo que se extendió a otras vías.
Construcción de carreteras.
Del alquitrán a los derivados del petróleo
La expansión fue rápida. El auge del automóvil en Europa exigía carreteras más resistentes y seguras. En España, el parque vehicular pasó de tres unidades en 1900 a casi cuatro mil en 1910. La solución de Hooley y Guglielminetti se convirtió en un estándar, aunque con el tiempo el alquitrán fue sustituido por derivados del petróleo debido a sus efectos nocivos para la salud. La base, sin embargo, aún es la misma: una mezcla compacta capaz de resistir tráfico intenso y climas adversos.
Hooley registró la marca Tarmac y fundó una empresa que, bajo el control del industrial Sir Alfred Hickman, se convirtió en líder del sector. Más de un siglo después, Tarmac aún existe y el macadán original aún se utiliza en caminos rurales. El polvo que generaba quizá no sea extrañado, pero la historia de su desaparición es prueba de cómo un accidente fortuito puede cambiar la manera en que el mundo se mueve.
Cortesía de Xataka
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